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sábado, 20 de septiembre de 2014

El tigre en la niebla

Una conversación sobre la ciencia del azar y la pulsión de muerte en una iglesia. Dos hombres que no se miran, un plano fijo que se tensa como la incertidumbre de si uno de esos hombres hará uso del cuchillo que porta en el hombre que le da la espalda porque a la sombra no se le puede mirar a los ojos. En esa mirada sólo hay niebla, es una fiera desatada en la niebla, como refleja el metafórico título de este muy sugerente noir británico, 'Un tigre en la niebla' (The tiger in the smoke, 1956), de Roy Ward Baker, adaptación de una novela de Margery Allingham, editada por RBA (aunque fue suprimido su personaje principal, protagonista de veinte sus novelas), autora predilecta de JK Rowling. La niebla, espesa, domina casi toda la narración. Y el desequilibrio, el que se siente desde las primeras secuencias en la estación de tren, como si irrumpiéramos en una acción ya en curso, como si habitáramos, desde el primer instante, el mismo desconcierto que siente Meg (Muriel Pavlow), quien se despide en la entrada de la estación de su prometido, Geoffrey (Donald Sinden), como quien no quiere separarse del cabo que le une a la luz, porque se ha citado con alguien que le ha enviado varias notas relacionadas con un esposo que presuntamente murió en la guerra. Desconcertante, o intrigante, es el primer largo movimiento de cámara que sigue a una banda de reservistas músicos callejeros, movimiento que parece que se detiene sobre la puerta de un coche aparcado para reencuadrar de nuevo a la banda que ha dado un giro de ciento ochenta grados. Un singular detalle de planificación, desequilibrante por su quiebro de la convencional funcionalidad, que hace sentir que las cosas no son lo que parecen, como el hombre que perseguirán en la estación no es el marido como Meg piensa que es desde la distancia.
El desequilibrio se manifiesta, en diversos momentos de la narración, en la composición de los mismos encuadres, como si se hubiera perdido el centro gravitatorio. Abunda la niebla, y las incógnitas que se enmarañan como las apariencias. Hay una figura que huye de la cárcel, Havoc (Tony Wright), cuyo rostro no logramos ver en los primeros asaltos que realiza, con el cuchillo que porta como signo distintivo, primero en un despacho, para desgracia del conserje que le sorprende, y para susto de Meg cuando irrumpe en casa de Geoffrey. Ante todo es una sombra, que puede surgir de cualquier recoveco o desvanecerse en la espesa niebla. Algo busca, como también los músicos callejeros, que no son lo que parecen. Hay cadáveres que portan chaquetas que deberían estar en armarios de otros que se supone hace tiempo muertos. Sótanos donde se desvelan los tesoros con los que sueñan los que se arrastran como residuos de la guerra finalizada, como si fueran un grupo de piratas que se asemejan más a deshechos de la urbe.
La niebla también parece la supuración de una corrupción que se extiende, como quien rompe un teatro de juguete para apropiarse la purpurina hasta que descubre que en sus manos sólo tiene cartón.El canónigo (Laurence Nainsmith), padre de Meg, dice de la prestamista que vive enfrente que todos bajan las persianas o cierran con doble llave sus puertas cuando pasa por la calle. Es como una sombra, apostilla. Las sombras son la ausencia de rostro que habita a tu lado, prestas a extraer lo que puedan de ti. Los residuos de una herida, la guerra, parece que buscan, como ciegos, la compensación de un desafuero, un botín que les recupere de las cloacas de la precariedad o del extravío. La niebla se propaga como una celda que ya no permite la entrada de la luz, el relato se tensa como filigranas de sombras e incógnitas que se se resuelven en la luz de un acantilado, ante ese vacío que amenaza con precipitar en los abismos de la corrupción a quienes se dejen devorar por las sombras.

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