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viernes, 12 de septiembre de 2014

Mea culpa

Erase una vez un hombre de expresión apesadumbrada. La vida parece haber desertado de su mirada, de sus gestos, como un telón que se ha desplomado. Simon (Vincent Lindon) parece un muerto en vida, un hombre derrotado por la muerte, la muerte de otros, la muerte que él provocó por una negligencia, porque es el sentimiento de culpa el que le ha dejado exánime. De ahí, el título, 'Mea culpa' (2013), de Fred Cavayé. También la pesadumbre lastraba los rasgos, unos rasgos de perro tristón, de Lindon en 'Los canallas' (2013), de Claire Denis. Son rasgos que parecen en proceso de disolverse, como la propia narración de Denis, una narrativa líquida en la que interesa más la espesura emocional, o moral, el tacto de las sombras, o la colisión de las penumbras del pesar con las de la corrupción. Es una narración, por ello, descentrada, en la que cobran más realce las hendiduras y los intersticios, la infección que no se ve pero se palpa, los gestos suspendidos, la realidad que se escurre, esa realidad canalla que oprime y secciona y destruye sin que te deje resquicio para reaccionar. Por eso, la derrota del personaje de Lindon es el reflejo de una desesperación y una impotencia, la de quien intenta enfrentarse a la trama invisible de los poderes en las sombras y termina asfixiado por la maraña. Vuelve del mar, enhebra una venganza por el dolor infligido a sus seres queridos, pero la tierra le engulle.
En 'Mea culpa', la mirada de Lindon se activa al de diez minutos, tras concretarse el por qué de su trauma, el por qué de su desaparición como hombre vivo que deja a su esposa e hijo y se esconde en el uniforme de un vigilante jurado, y tras presentar a su mejor amigo, y antiguo compañero en tareas policiales, Franck (Gilles Lellouche), un hombre de mirada inquieta y gesto en tensión que colisiona con el laconismo elusivo de su amigo. A partir del momento en que su hijo es testigo de un asesinato en unos baños de una plaza de toros, su mirada se reactiva, el relato mete la directa y se convierte en modélica expresión de la narración sprint. La situación puede evocar la excelente de 'Único testigo' (1984), de Peter Weir, pero Cavayé no tiene intención de dilatar y exasperar la tensión como hace Weir con la incertidumbre de si los asesinos sorprenderán al niño testigo en uno de los compartimentos. Coreografía, en cambio, por los pasillos de la plaza de toros, en montaje alterno con la faena del torero, una de las primeras persecuciones que jalonan la narración.
Porque, ante todo, la narración será una sucesión de persecuciones, en concreto, tres largas secuencias. Una, entre calles desiertas que culmina en un mercado abandonado, otra que se inicia con un tiroteo en una discoteca y que se desarrolla en unos almacenes abandonados (en ambas jugando con la noción laberíntica de los espacios o recorridos) y el largo desenlace en el interior de un tren en el que hasta triplica los puntos de conflicto o las persecuciones. Entre tanta febril agitación de cuerpos que se acosan, zarandean, embisten o golpean, los personajes quedan en segundo plano subordinados a la propulsión de la acción. El nervio queda relegado ante el músculo. Le falta la turbiedad y la sombría intensidad de los thrillers del autor del argumento, Olivier Marchal, 'Mr 73' (2008) o 'Les lyonnais' (2011). Por eso, en las secuencias finales, la pesadumbre no logra calar ya, pese a las revelaciones imprevistas con respecto al accidente del pasado o la muerte de alguno de los personajes, porque ya uno se ha quedado sin resuello y no puede detenerse para conmoverse. Es lo que tienen los gimnasios narrativos.

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