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lunes, 29 de septiembre de 2014

El hombre más buscado

El hombre más buscado es un vacío. Tras la imagen del oleaje contra un muro de piedra que acompaña los títulos de crédito de 'El hombre más buscado' (A most wanted man, 2014), de Anton Corbijn, en un encuadre vacío irrumpe una presencia, las manos de Karpov (Grigoriy Dobrygin), un emigrante ilegal checheno que asciende unas escalerillas en el puerto de Hamburgo. Asciende de los abismos en los que no crecen medallas ni honores sino cicatrices. Aparece como una presencia que se convertirá en incógnita, en pantalla de especulaciones. Los servicios secretos alemanes y estadounidenses se preguntarán cuál será su propósito. Intentan dotarlo de sentido. Aunque hay para quienes las preguntas ya contienen las respuestas, impuestas por las proyecciones de unos temores y unas necesidades. Por eso cubren ese vacío con posibles tramas preestablecidas. En el campo de las probabilidades, apuestan por la certeza de su condición de amenaza. En el último plano, una presencia desaparece del encuadre, desciende del coche, y desaparece. Queda el vacío. O se evidencia qué es lo que había más allá de los trasiegos de mareas de miedos, suspicacias y especulaciones variadas que ante todo apuntalan un muro que hay quienes siguen necesitando que se mantenga. En cambio, hay quien no tiene esa misma actitud, alguien para quien las preguntas sí buscan respuestas que abran incluso otras preguntas y que no apuntalen muros sino que los derriben. Ese es el caso de Bachmann (Philip Seymour Hoffman), agente del espionaje alemán, esa figura que desaparece del encuadre en el último plano como quien abandonara el escenario y optara para desvanecerse de modo definitivo, por impotencia, en los márgenes.
Es un hombre que transpira fatiga (como Leamas, Richard Burton, en otra estupenda adaptación de una obra de John LeCarré, 'El espía que surgió del frío, 1965, de Martin Ritt). Es un hombre exhausto, baqueteado por una sucesión de decepciones y los estragos de las pérdidas, como las que sufrió cuando estaba destinado en Palestina, a causa de una torpe intervención de un agente estadounidense. Es alguien ya en trance de convertirse en espectro, como sugiere un trabajo cromático de brillos mortecinos, fúnebres, o esa es su paradoja, que evoca al trabajo de Robby Muller en 'El amigo americano' (1977), de Wim Wenders. También lo eran ya, espectros ya en los márgenes, o en el filo de un precipicio vital, los protagonistas de las obras previas de Corbijn, 'Control' (2008) y 'El americano' (2011). Bachmann es alguien que se preocupa por ayudar a ese emigrante checheno desde que recibe su llamada. Se pregunta cuáles serán sus intenciones, pero no infiere, como el responsable de los servicios de seguridad alemana, que será una amenaza. Intenta desentrañar unas apariencias, no modela la realidad con sus prevenciones. Es un hombre, incluso, que se pregunta por qué sigue realizando su labor, para qué. Entre personajes que no dudan sino que se relacionan consigo mismos y con la realidad como con un muro, porque habitan la inmovilidad de sus valores y percepciones, es alguien que abre hendiduras con sus interrogantes en la realidad y en sí mismo.
Para la agente estadounidense, Sullivan (Robin Wright) su función es la de conseguir un mundo más seguro. Cuando Bachmann da la misma respuesta sobre cuáles son sus propósitos en el caso, la sombra que desencaja el rostro de Sullivan evidencia que sabe que él bien sabe que es una frase de cartel publicitario que disimula un vacío. Un vacío que necesita de unas pantallas convenientes, chivos expiatorios provisionales, sin pretensión de indagar en las raíces, hasta el fondo, ya que ante todo hay que mantener la situación de amenaza que necesitan. El vacío necesita de ficciones. Necesitan que persista la presencia agresora en el fuera de campo que amenaza el vacío, la mano que asciende unas escalerillas desde el tercer mundo como una intrusión que pretende desestabilizar el escenario privilegiado. Necesitan la presencia constante de lo que denominan terrorismo. Es el enemigo necesario, como otros, con otros nombres, otras nacionalidades, había décadas atrás, aunque fuera, sustancialmente, parecido escenario o muro con semejante dramaturgia. Bachmann sabe que nadie se pregunta sobre los actos que provocaron las reacciones en aquellos que ahora se consideran amenaza en el Extremo Oriente.
Bachmann busca el hilo que desentrañe los bastidores de un laberinto, pero eso implicaría para los poderes fácticos desactivar una bomba de relojería que resulta muy útil como latente amenaza. Una víctoria provisional supone oxígeno para preservar el muro. No importa cuánto haya de cierto o de ficticio. Las ficciones que configuran su propio vacío interfieren en las vidas ajenas de modo arrogante y obsceno, con armas que irrumpen en un domicilio, o mediante cámaras de vigilancia en la que se viola una intimidad porque los hay que necesitan que aquella mano que ascendía por una escalerilla adquiera, cuando ocupe y rellene el vacío, la condición de amenaza. Esa es su función en la ficción. No importan sus cicatrices, las llagas aún abiertas de la dolorosa relación con su padre, lo que siente o lo que anhela. No importa que se desvelen las incógnitas. Importa el relato en el que se convierte en un pliegue conveniente. Es una ola que se bate contra un muro para apuntalarlo de modo más firme. Un parpadeo efímero en la pantalla en la que fue por un momento protagonista. Bachmann abandona el vacío en el que fue él mismo instrumento, un vacío en el que pronto irrumpirán otros oportunos sustitutos y otros adecuados peones para mantener la función del oleaje contra el muro.

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