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domingo, 16 de diciembre de 2012
Moonrise kingdom
En el cine de Wes Anderson se da un singular fenómeno, sus planos son encuadres. Es como entrar en un libro infantil del cine en el que nos recuerdan que existe algo llamado composición. Sumergirse en sus películas es volver a deletrear el abecedario del cine. El encuadre es un espacio en el que cada elemento es parte integrante de un conjunto. Y es un espacio para jugar. Por eso, no deja de ser irónico que en ‘Moonrise kingdom’ (2012), ya desde sus títulos de crédito, se evidencie la configuración de los encuadres como las habitaciones de una casa de muñecas de juguete. O ‘tableux vivants’ de recortables. Esa sensación subsistía en sus películas anteriores, no sólo por el mimo y cuidado del más mínimo detalle en la disposición de las figuras y volúmenes, o en la concreción de los componentes del decorado, de los espacios, sino por el diseño y caracterización de los personajes, de su vestuario, de su composición física, que llegó a su cota más depurada en la admirable ‘The Royal Tennenbaums’ (2001).
Parecieran espacios recortados que son la quintaesencia de la simetría, pero dándose la paradoja de que lo que se revela en el interior de la narración, cuando nos sumergimos en ella como Jonas en el interior de la ballena, es el reino de lo asimétrico, la excentricidad y el caos, las fisuras y lo extraño: el paradójico encuentro con la armonía. Como el niño que se fuga, que desaparece, Sam (Jared Gilman), un boy scoutt que como explorador genuino, decide ‘romper el encuadre’, no avisar a los que lo configuran, ya que es adoptado, y sus padres no parecen muy preocupados, y decide explorar el mundo, o la isla en la que vive (por lo menos, crear un poco de desorden en el mundo, o encuadre, que habita, que nunca está de más, ya que hay que zarandear las cuadrículas por si se convierten en quistes: y qué mejor que con una historia de amor en gestación, que es la exploración más sustanciosa que se puede realizar).
En su cine, sus figuras son como recortables que se desplazan por el espacio del encuadre, que parece desplegable, o el de un acordeón. En sus encuadres pueden pasar cualquier cosa, en su profundidad de campo habitan amplios mundos posibles (Welles seguramente la redescubriría). Aunque parezca tan cuadriculado es el espacio de lo incierto, y sus personajes a veces parecen inmóviles como unos recortables, y en otras parece que se desplazan por una cinta corredera. El meticuloso diseño, que lo convierte en una floresta, cultivada por el travieso ingenio, recuerda al de otro cineasta que transita lo naive, aunque con la patina de lo gótico, Tim Burton. Con Frankenweenie’ (2012) podía establecerse un vivaz dúo reconstituyente de casa de muñecas de celuloide. También uno imagina que pudiera aparecer en cualquier momento aquel rollizo boy scout, de ‘La mujer del cuadro’ (1944), de Fritz Lang, que relata en un noticiario en los cines cómo descubrió el cadáver de un hombre asesinado.
En los encuadres de ‘Moonrise kingdom’ hay madres que llaman a sus hijos con megáfonos, hay casas de madera construidas en las copas de los árboles, y un narrador, interpretado por Bob Balaban, que recuerda mucho a Jacques Cousteau, pero versión terrestre, o más bien a Bill Murray caracterizado de Cousteau en `Life acuatic’ (2004).
Esta podía haberse llamado ‘Life terrestrial’. O quizás extraterrestial, porque con Anderson uno tiene la sensación de que habita otro mundo, o planeta, no sabe si animado o real, o ambas cosas. Lo mismo sentía con la esplendida ‘The fantastic Mr Fox’ (2009), pero a la inversa. En ‘Moonrise kingdom’ aparecen esas criaturas tan prototípicas del incoloro, insípido e inodoro american way of life, de estampas de cromos, ese cuyas raíces están en esa década que parecía extraída de un aséptico cartoon, los cincuenta (el que retrató tan eficazmente Burton en ‘Eduardo Manostijeras’, 1990), hasta entrado los sesenta (antes de las revoluciones, la acción transcurre en 1965), como son los boy scout, aunque uno tiene la sensación de que se encuentra más en un cartoon protagonizado por el oso Yogui, más preocupado por la cesta de la merienda que por otros ejercicios cuadriculados de boy scout en busca de la destreza en naderías, pero planteado desde la perspectiva de Bubu, que es más circunspecto. Como el cine de Anderson. O como lo es de los Hermanos Coen (aunque su excentricidad sea conceptualmente más densa; y resbaladiza para los que se extravían en su universo, como si se colisionaran con un cristal opaco, que quizá sea su reflejo).
Sam es un explorador, y por eso porta una gorra como Davy Crockett (que tuvo su popular miniserie a mediados de los 50), y la chica con la que se ha fugado, Suzy (Kara Hayward), lleva una boinita muy afrancesada, cual bohemia de la rive gauche, y porta ese gesto circunspecto, como si estuvieran descubriendo la física cuántica en la configuración del humo, de los que escuchaban algún concierto de jazz en algún club de París. Aquí, los niños, que tienen 13 años, y sus cuerpos empiezan a revolucionarse, bailan con cierto desapego, un tanto desmañado, como muñecos que se encuentran con su condición de cuerpos. No hay lugar para las zarandajas de la corrección política. Sam escupe tras besar por primera vez a Suzy, aunque es más bien porque se le ha metido arena en la boca. Ella le nota algo ‘duro’, y eso le gusta, y solicita que le toque las tetas. A ambos les va la naturalidad, por eso han desestabilizado tanto a los habitantes de la isla con su fuga, y también desestabilizan los encuadres, en los que cualquier sabe lo que puede ocurrir, hasta caer rayos del cielo sobre Sam, que electrificará a su vez los labios de Suzy cuando la bese. Por los encuadres también transitan estupendos intérpretes que saben reírse de sí mismos con una cincelada cara de poker, como demuestran Edward Norton, Bruce Willis, Tilda Swinton, Bill Murray o Frances McDormand. No hay piratas, sino boy scouts, con lo cual no se puede decir que esta sea la isla del tesoro, pero se le parece. Si encuentro billete, quizá pase ahí mis próximas vacaciones. Que me parta un rayo, si no lo hago.
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Algunas personas se dejan llevar por el excelente reparto, a veces las películas ni funcionan así, pero ésta sí que vale la pena. Una comedia muy inteligente, el productor Scott Rudin, ha hecho un excelente trabajo.
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