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domingo, 9 de diciembre de 2012

El amor manda

Me resulta difícil recordar un ambiente vacacional más tétrico y sórdido que el reflejado en la muy sugerente ‘El amor manda’ (Bank Holiday, 1938), de Carol Reed. Está condensado en esa espectral imagen nocturna de gente hacinada durmiendo en la playa de Bexborough (una localidad costera que parece la correspondencia inglesa al Benidorm español), porque no han podido encontrar una habitación disponible de hotel, tal es la multitud que se ha trasladado en tren para disfrutar de la ‘Vacación bancaria’ (Bank holiday). Esta es una festividad británica, aunque varíen los días señalados según si es Inglaterra, Irlanda, Escocia o Gales. En 1871 se instituyeron los cuatro días señalados como tales, el Viernes santo, el día de Navidad, el primer lunes de mayo y el primer lunes de agosto (cuando acaece la acción de la película). Con los años se han ido añadiendo algunos días más, según la zona. En las primeras secuencias se refleja con sorna (con un montaje secuencial que parece salido de un ‘slapstick’ de la era muda) cómo en todos los ambientes, sean unas oficinas o las obras de una constitución, la gente sale escopetada, casi en estampida, en cuanto dan las doce, para ‘tomar’ la estación de Waterloo (que asemeja un hormiguero, en el que mejor no te tropieces no seas que desaparezcas o acabes como una colilla). Este comienzo puede evocar las imágenes de la magnífica 'Soledad' (1928), de Paul Fejos, e incluso de la estupenda ‘Gente de verano’ (1930), de Robert Siodmak y Edgar Ulmer. También es revelador señalar que uno de los argumentistas es Hans Wilhelm (Junto a Rodney Ackland, que desarrolló el guión con Roger Burford), el cual colaboró en varios guiones de Max Ophuls, ‘Amoríos’ (1933), ‘La señora de todos’ (1934), ‘Werther’ (1938) o ‘Suprema decisión’ (1940).
La narración se centra en tres líneas, o personajes, tramadas sobre la ilusión y la decepción. Una la conforman dos amigas que acuden a Bexborough porque una compite en un concurso de belleza, en el que es elegida ‘Miss Fulham’ ; ambas son de extracción baja, y el evento representa una de esas escasas oportunidades para poder salir del ’hoyo’ de la precariedad; aunque quien compite subordinará esa posibilidad a otra ilusión, la de un amor posible, cuando opte por consolar a quien ha sufrido una decepción amorosa en vez de presentarse al concurso. La segunda línea narrativa está protagonizada por un matrimonio, de clase media, típicamente cockney, con varios hijos: él es un cachazas que desaparece a las primeras de cambio, dejando a la mujer con los hijos, para tomarse unas cervezas o quedarse con expresión aturdida, como único espectador, en una actuación en una carpa de la feria (la esposa tendrá su pequeña pero feliz recompensa, que la reafirmará al final, cuando un joven le saque a bailar para consternación de su marido que no era capaz de dedicarle el mínimo halago, como si fuera un mueble que cuida de los hijos).
Pero sobre todo, la narración se vertebra a través de la pareja que conforman Catherine (Margaret Lockwood, quien trabajaría en cinco ocasiones más con Carol Reed) y Geoffrey (Hugh Williams): Él ha planeado ese fin de semana para que por fin tengan su primera relación sexual, aunque, primer encontronazo con la realidad, se tope con que sin hacer reservas previas lo van a tener complicado para encontrar el día de llegada una habitación disponible. En la relación asoman los fantasmas de una sociedad, con los que ella parece relacionarse con más naturalidad, o menos dramatismo, como evidencia el hecho de que ella muestre disponibilidad a tener sexo sin estar casados (lo que determinó que en Estados Unidos la Censura modificara este detalle) ; él, en cambio, es un semillero de inseguridades, susceptible, reflejo de una falta de autoestima; en cambio, las inseguridades que dominan a Catherine son otras, o más bien son incertidumbres, ya que tienen que ver más con que ha empezado a plantearse qué es lo que realmente siente, y por qué está con Geoffrey. Se cuestiona si realmente están juntos porque se sienten solos y necesitan compañía, toda una conclusión lúcida para la que ha sido crucial la circunstancia de que, como enfermera, en las primeras secuencias, se haya quedado prendada del marido de una mujer que ha muerto dando a luz, Stephen (John Lodge). No deja de ser elocuente que tenga lugar esa circunstancia en las secuencias precedentes al desembarco vacacional, como si marcara con la muerte, con la sombra de la decepción (pero también de la transformación), la realización de algo tan anhelado ( la ruptura con el tiempo mecánico, de la rutina y los horarios, la voracidad de sentir que se ‘habita la vida’).
Probablemente, las más hermosas secuencias son las que unen a estos personajes en la distancia, a través de sugerentes transiciones que los vinculan, como si se hubiera creado un especial vínculo entre ellos, que tiene su culminación en la secuencia en el hotel, la noche en la que Catherine y Geoffrey van a tener sexo por fin, cuando ella, al asociar un cigarrillo sobre la mesa y una puerta de balcón abierta con una situación compartida con Stephen, tome la decisión que ha ido postergando durante todo el día (como una sombra de la que no ha logrado desprenderse, la del cuerpo que anhela, no el presente junto a ella, de Goeffrey): volver a encontrarse con Stephen, porque es a él a quien quiere (pero también porque teme que él realice un gesto desesperado y se suicide, lo que lleva a una carrera contrarreloj no exenta de obstáculos). También destacan varias hermosas secuencias con respecto a Stephen, las cuales describen su dolor y vacío tras la muerte de su esposa: la llegada al hogar, cuando se encuentra una nota, de carácter doméstico, que dejó ella (que evoca una cotidianeidad compartida), o la evocación del desfile de los reyes, en la que eran parte risueña de un gentío (cuando se sentía ‘rey en la vida’), y se realiza la transición a él en el mismo espacio, pero solo, en un desolador plano general. No dejan de ser secuencias sorprendentes, pero también elocuentes con respecto a cierta constante en el cine de Reed alrededor de las proyecciones y las decepciones, y el contraste o colisión entre lo imaginado y la realidad, como se refleja en obras tan notables como ‘El ídolo caído’ (1948), ‘El tercer hombre’ (1949), ‘Se interpone un hombre’ (1953) o ‘Nuestro hombre en la Habana’ (1959). Aunque quizá nunca como en esta película estuvo tan cerca del cine de Ophuls.

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