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viernes, 14 de diciembre de 2012

Amor

Photobucket Hay películas, como ‘Amor’ (Amour, 2012), de Michael Haneke, que parecen celuloide que se va abrasando lentamente. Es una ceremonia fúnebre, la de que quien contempla su propia muerte anunciada, o quizá con más precisión, su inminente degradación, como cuerpo, como mente. Es una ceremonia de despedida silenciosa; ya no se escucha ni el sonido del proyector. ‘Holy motors’ (2012), de Leos Carax, es una película infectada. Un lúcido diagnóstico de la infección crónica de perdida de cuerpo y horizonte de esta sociedad ensimismada, atrofiada entre tanta virtualidad (y ajenidad), aunque su mirada, su propio celuloide, estaba infectado, como si el tumor le hubiera hecho presa mientras realizaba sus últimas contorsiones, nostalgia del cuerpo, de la emoción que fue que capaz de sentir, y de expresar, porque se siente agarrotado como un maniquí de celuloide. Hay otras películas que supuran, como ‘Killer Joe’ (2012), de William Friedkin, que se deleita con la gangrena de la abyección, como quien se embelesa contemplando el abismo, como si no hubiera otra realidad. En cambio, ‘De óxido y hierro’, de Jacques Audiard, es una película lagartija, un celuloide que se puede regenerar, aunque le corten la cola, o como las piernas a la protagonista; las emociones, en sus personajes, en su propio celuloide, crece, se expande, hace confiar en que aún somos capaces de superarnos, y el cine aún ser capaz de crear vida, de romper los hielos que nos atrapan como si fueran un ámbar. Las cuatro tienen en común en tener como protagonista al cuerpo; cuerpos que se degradan, despedazan, agreden, mutan, desaparecen (como las identidades, las emociones). ‘Amor’ es una esquela de celuloide. Una pulcra vitrina funeraria, la ceremonia de una desaparición, la de los cuerpos, tras contemplar como se extinguen y extravían en la pantalla: Silencio, como en la banda sonora. Photobucket Mientras la contemplaba evocaba ‘J Edgar’ (2011), de Clint Eastwood. Allí, con dos actores maquillados, dos jóvenes caracterizados como ancianos, incluso hasta con un maquillaje excesivo, extraía una intensa emoción que embargaba las entrañas, que las sacudía en lágrimas, el que brotaba de aquel amor entre dos hombres que ya se extinguía porque los cuerpos se deterioraban. Su mérito era doble, porque lo conseguía con un personaje tan repelente, tan mezquino, como uno de ellos, el protagonista, Hoover. Esa es la talla de un soberano cineasta. Ya sé que no suelen ser las efusiones emocionales lo que busca Haneke. Su emoción es más bien la del seco garrotazo, la que corroe el vientre cómo un agujero que se expande con ruido sordo. En su cine no hay música, como los mismos personajes casi no tienen perfil psicológico, son dos cuerpos que han convivido juntos y se han amado, y uno, él Georges (inmenso Jean Louis Trintignant) observa cómo el otro, el de su esposa, Anne (Emmanuelle Riva), se degrada y desaparece (y él también desaparecerá, solidario, como una extensión, como si hubieran sido dos en uno).Su amor ha sido como la música, aquella que ha centrado su vida (ambos han sido profesores). Ahora la música desaparece, para dejar paso al silencio. Ahora la magia se deteriora. En los trucos de magia suelen utilizarse las palomas. Ahora están, ahora no están. Una paloma aparece por dos veces dentro de la casa, como una presencia intrusa, indiferente, extraviada. Como Isabelle Huppert, la hija, Eva, que aparece también un par de veces, también parece algo intrusa. Photobucket También aparece un pianista, a cuyo último concierto habían asistido juntos antes de que empezaran a mostrarse los primeros síntomas de la enfermedad crónica de ella (en una precisa secuencia que hace cuerpo del ‘paso cambiado’, de un drástico salto de eje vital). Una y otro, cuando les visitan, y son atendidos en el salón, parecen que asistieran a alguna entrevista. Formalidad, se mantiene la compostura, los gestos se retienen, intentando disimular la incomodidad, el desconcierto. Quizás el distanciamiento expresivo, en ocasiones, refleje más bien insuficiencia. Hay quien da la enhorabuena a Georges por sobrellevar tan bien la situación; y el detalle es como una fisura en la vitrina; una interrogante que comienza a chirriar en el silencio: ¿para qué ese detalle si parecía que se rehuían los clichés de películas con la enfermedad como columna vertebral dramática (como también el percance con otra ‘intrusa’, la enfermera que es despedida por insensible, por ofrecerle un espejo a Anne)? Porque no parece que se quiera ahondar en la degradación del cuerpo, en las penurias más sórdidas del cuerpo corrompiéndose, o sólo lo justo y preciso (la mirada de Trintignant cuando lavan a Anne, que llora, en la ducha, o tras que la abofetee porque le ha escupido el agua que intentaba que bebiera), por lo menos de no de modo tan radical como en la excepcional ‘Hunger’ (2008), de Steve McQueen (que sin arneses se lanza donde no es capaz ni de otear ‘Amor’). Photobucket Como tampoco, especialmente, parece que se quiera sumergir en las desolaciones de un amor que es espectador de la degradación de quien amas, del mismo amor que se convierte ya en gemidos de dolor, en orina, en parálisis; en la constatación de que el rostro que amas, el tiempo compartido, ya es pasado, como es un presente que duele, hiere, por contraste, porque eres testigo de su desfiguración, y ya no será futuro. Ahora estaba, ya no está, no estará. Hay alguna secuencia que hace respirar el tiempo, o su cruce de tiempos, como ese bello momento que constata esa ya irrevocable escisión, separación: Georges, en un momento dado, evoca a Anne, como contraplano, tocando el piano años atrás, como si pasado y presente aún coincidieran, como si Georges ya viviera en ese pasado que ya no será, y quisiera que ese fuera el recuerdo, y no la huella de su degradación en el dormitorio. Por un momento, la emoción brota con serenidad, como una corriente brusca de aire que sacude los cimientos de un hogar amordazado, como esa mano que tapa la boca de Georges en su fuga onírica. Pero entre tanto silencio mortuorio, tanta emoción amortiguada, como si también nos hubieran puesto sobre el rostro una almohada para quitarnos la respiración, entre tanto plano de mausoleo, me preguntaba ¿para qué esta ceremonia fúnebre a la que se ha extraído la respiración? No es que la considere una película deficiente, no es que no carezca de momentos que pueda calificar de excelentes, pero…ahora prefiero las lagartijas. Photobucket Photobucket Photobucket

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