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jueves, 13 de diciembre de 2012
Yo amé a un asesino
Nick (John Garfield), en ‘Yo amé a un asesino’ (He ran all the way, 1951), no deja de correr aunque se encuentre encerrado. De hecho, lleva bastante tiempo encerrado, y, a la vez, corriendo. Su vida parece un cautiverio y una persecución. Las pesadillas le persiguen, como de la que despierta en la secuencia inicial, con expresión trasegada, con el rostro junto a los barrotes de su cama. Son ya las once de la mañana, pero no desea levantarse, sólo dormir, como quien siente que ya no habrá salida para su encierro vital, o para qué moverse si nada ya parece posible. La propuesta de un atraco, idea de su (único) amigo, Al (Norman Lloyd), puede ser la oportunidad que espera, pero se convierte, tras un tiroteo, en el que hiere gravemente a un policía, y su amigo es abatido, en otra fuga, en otra persecución. Pero no hay manera de salir del encierro. Que sea con una familia, a los que mantiene como rehenes, que parece la representación de la familia armoniosa (gente de orden, que aún cree en su discurso, como en el de la religión), en contraposición a su madre, con la que ya se lleva a bofetadas, sea con las manos, o con las palabras, no deja de ser una amarga ironía, quizá una broma del destino (o del azar, o de lo que fuera) porque Nick no cree que sea posible el amor, ni que nadie lo dé.
Retener esa familia se convierte, quizá sin que él mismo lo sepa, en una oportunidad imprevista de poder ser aceptado, de sentirse, por unas horas, por unos días, un integrante de un armonía familiar en la que el amor es posible, como encontrar a la chica de sus sueños, en la hija Peg (Shelley Winters), que no parece haber tenido muchas relaciones con hombres, y que se queda prendada de él aunque les tenga como rehenes a ella y su familia, sus padres y su hermano pequeño. Como si el príncipe azul soñado portara un revólver con el que amenazara a su familia. Un amor extraño, una situación extraña, ¿quién es rehén de quién? Nick llega incluso a comprar un pavo para que lo coman, pero se resisten a hacerlo, y tiene que obligarles a punta de pistola a que lo hagan, para lamentarse que acogerían con más generosidad a un perro abandonado.Años después William Wyler rodaría una variante con parecida situación, de familia retenida como rehenes, en ‘Horas desesperadas’ (1955), que puede verse como una versión más convencional, sustentada en un contraste más elemental entre delincuentes y una familia de clase más pudiente. En la obra de Berry son de la misma extracción, de clase pobre; si algo representan unos es la condición de trabajadores integrados, y el intruso el elemento que grita con febril desesperación la sensación de sentirse fuera de juego, de no encontrar su lugar.
Frente a la ‘crispación de salón’ de la obra Wyler (superada años después por la versión de Michael Cimino, ’37 horas desesperadas’), esta es la versión convulsa, que parece presa de una fiebre como la misma imponente interpretación de Garfield que parece a punto de saltar, como un resorte en cualquier momento, siempre temeroso de que lo sorprendan o de que lo denuncien, o de que alguien tenga una aviesa intención. Es como la aguja de la maquina de coser con la que se hiere la madre (el momento que señaliza que él ya no puede ser parte de ningún ‘tejido’). No puede confiar, porque nadie le ha demostrado que puedan darle algo generosamente, y tiene que mantenerlos rehenes para conseguirlo. Pero esa desconfianza le pierde, es el charco del que nunca se levantará, en el que no dejará de arrastrarse hasta que muera, como refleja la extraordinaria y demoledora secuencia final.
Fue la última interpretación de Garfield, que se resistió a dar nombres cuando fue requerido como testigo por el Comité de actividades antiamericanas (HUAC), y entró a formar parte de la lista negra de los Estudios. Su frágil corazón, por el que no pudo alistarse (promoviendo, ironías de la vida, en retaguardia, junto a Bette Davis, la ‘Hollywood canteen’, para entretener a los soldados), no resistió tanta tensión y persecución, y murió el año después con 39 años a causa de una trombosis coronaria.
No fue el único de los que participaron en esta obra que fue puesto en la lista negra: Fue la última película de Berry en Hollywood, que emigró a Francia. Hugo Butler, uno de los dos guionistas, también abandonó el país, a México, donde colaboró con Luís Buñuel (‘Robinson Crusoe’, 1954, y ‘La joven’, 1960), o Carlos Velo (‘Torero’, 1956) y no retornaría hasta 13 años después. Dalton Trumbo que había sido uno de los diez de Hollywood condenados a prisión usó de tapadera a Guy Endore. Este, curiosamente, aunque fuera miembro del partido comunista no fue llamado a declarar, y después de ser 'tapadera' para Trumbo en esta película él mismo sería puesto en la lista negra, y también tuvo que empezar a firmar con seudónimo sus guiones, como Harry Relis, aunque ya desistió a mediados de los 50. Trumbo, por su parte,en 1956 ganaría un Oscar, con el seudónimo de Robert Richie’, por ‘The brave one’ de Irving Rapper, y en 1993 se le reconocería el Oscar como guionista de ‘Vacaciones en Roma’, de 1953, que entonces se le había concedido a su ‘tapadera’, Ian McLellan Hunter); en 1960 Otto Preminger rompería la veda, en ‘Exodo’, consiguiendo que fuera el primer integrante de la lista negra que pudiera firmar de nuevo con su nombre, (Kirk Douglas seguiría su ejemplo, también dándole crédito a su labor en ‘Espartaco’). Todos ellos, perseguidos, corrieron todo el camino, aunque algunos, como Garfield, pronto se desplomarían. Dejaron en celuloide, con esta obra, una rabiosa declaración de protesta por una irremediable orfandad ante una sociedad hostil.
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