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lunes, 17 de diciembre de 2012
Cesar debe morir
‘Desde que he conocido el Arte, esta celda se ha convertido en una prisión’, concluye Cosimo Rega, el coordinador teatral en la prisión, y también preso (condenados por homicidio). Es la frase que concluye la película, ‘Cesar debe morir’ (Cesare debe moriré, 2012), de los Hermanos Taviani; es el rescoldo que queda encendido tras que haya terminado la representación de ‘Julio Cesar’ , a cuya preparación y ensayos hemos asistido ( y en la que Cosimo ha interpretado, significativamente, a Cassio, el principal instigador para derrocar, y asesinar, al dictador). Es la conclusión, como máxima, que transpira esta vibrante e insurgente obra, de ánimo combativo, que aún cree posible la revolución, y lo es a través del Arte, el que puede o podría liberarnos de nuestras prisiones (la llave de un necesario despertar, el fustazo para un impulso vacilante). En 1971 los Taviani realizaron ‘Allonsafan’, en la que un revolucionario (interpretado por Marcello Mastroianni), en tiempos de la Restauración, se debatía entre seguir en la brecha, con el compromiso como ariete de lucha, con los riesgos que implicaba, o apartarse del mundanal ruido, en la ilusión de la inmunidad y la confortabilidad del escepticismo o el derrotismo.
‘Cesar debe morir’ hace cuerpo de un talante, de una actitud, que se ha amordazado o adormecido en las prisiones invisibles de nuestra sociedad, esa que nos hace creer que ya somos impotentes para posibilitar un cambio o que simplemente ha encandilado o domesticado con los cantos de sirena del consumismo, con la rutina ritualizada de la supervivencia. Y para dotar de cuerpo a la alegoría elige a unos realmente condenados, presos de la cárcel modelo de Rebibia (Roma). Algunos han publicado libros, y quien encarna al protagonista, Bruto, Salvatore Striatto, encontraría o afirmaría su vocación de actor. Y la obra de ‘Julio Cesar’ de Shakespeare se convierte en lúcido reflejo no sólo de las vidas concretas y conflictos de esos mismos presos, en cuya trama ven la que conforma su propia vida, sino que este relato de ambiciones y traiciones se erige en reflejo de esta sociedad de voraz adicción al poder, al éxito, a las conspiraciones y alianzas, entraña de la acerada e inclemente competitividad.
En la extraordinaria ‘Tío Vania en la calle 42’ (1994), de Louis Malle, los actores entraban al teatro para realizar los ensayos de la obra de Chejov. Conversaban entre ellos y sin solución de continuidad ya estaban inmersos en la obra. No hacía falta vestuario ni escenario convencional que nos situara en la época, fluíamos en la entraña de la obra. Realidad y ficción se fundían como si fueran parte de un mismo cuerpo. ‘Cesar debe morir’ comienza con la conclusión, el final de la representación ante el público, que es asistir a la muerte de Bruto, nosotros, la interrogación sobre qué podemos hacer con el poder y ante el poderoso, donde queda lo justo en las revoluciones. Posteriormente, ya en blanco y negro, como si fuera un borrador de vida, asistimos al planteamiento de la propuesta, a un montaje secuencial de las pruebas a los presos, para decidir a quiénes se les adjudican los diferentes papeles, y después el cuerpo de la narración fluye a través de los diversos ensayos que tienen lugar en diferentes espacios de la prisión, que crea un singular efecto de realidad, puente entre sus conflictos reales (de pasado y presente) y los de la obra (los presos representan una obra, cuya trama es la representación o alegoría de su dinámica de vida; cuerpo metafórico de su propia vida, la prisión y el afuera, compartimentos de un mismo escenario o drama ).
Aunque esté presente el director de la obra, aunque se creen momentáneos ‘pasos cambiados’, fisuras en el fluir, en el que los actores, los presos, se reconocen a sí mismos en la obra, reconocen en frases las que alguien les dijo en situaciones similares, como le ocurre en cierto instante a Striatto, o la obra destape (o entremezcle) conflictos entre ellos, como entre los actores, Giovanni Arcuri y Juan Dario Bonetti, que interpretan a los personajes de Cesar y Decio, o una fugaz mirada a la imagen, en un poster, de un entorno natural, que condensa la añoranza y el anhelo de una libertad, parece que asistiéramos al drama romano más que a una representación, tal es su complejo efecto escénico real . Efectivo al respecto es que rehúya saltos de los ensayos a la vida cotidiana en la cárcel, no hay transiciones; incluso la intrusión puntual de los guardianes cuando desde lo alto observan, y comentan, el ensayo de una escena (dirimiendo si seguir escuchando o interrumpirles), pareciera parte de la obra como lo es de la misma metáfora combativa de la película, ya que tiene lugar tras la muerte de la figura del poder, Cesar, cuando ha irrumpido Marco Antonio entre los conspiradores. La música, por otro lado, introduce un doliente vena lírica, melancólica, que se hace correspondencia con ese aliento herido que exhalan las últimas palabras de Cosimo: el arte es un cuchillo que nos hace sentir libres, aunque pareciera sólo hendir el aire, porque aún nos sentimos prisioneros, y al hacer más físico ese desgarro, sentimos de modo más remarcado la opresión en la que nos parece faltar el aire. Por eso, ya concluida la película, aún resuena el grito, como rescoldo, de ‘Cesar debe morir’.
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