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martes, 14 de enero de 2014
Los elegidos (Dark skies)
No siempre ser el elegido implica una distinción. Cierto que a veces puede parecer una maldición por la serie de dolorosos ritos de paso que tiene que superar el elegido. Un calvario que muchas veces parece el trance requerido que debe padecer aquel que ha sido señalado con el aura de la excepcionalidad. Poder ser el elegido responde a una aspiración, a un sueño, el rescate de un vida ordinaria, la revelación de que no se es uno más sino alguien único, alguien, además, que puede ser el depositario de una transformación y mejora colectiva. El hombre ordinario, intercambiable, se convierte en un modelo, figura mesiánica y figura heroica. El elegido es un privilegiado, se distingue entre la masa anónima. Se es alguien, no cualquiera. Quizás se posea un don no advertido, o un don que diferencia, pero la diferencia puede también convertirse en estigma, la excepcionalidad, como anomalía, que te aboca a los márgenes. Quizá no haya en ti ninguna nota de distinción, una cualidad remarcable, pero el destino, cual aleatoria lotería, te ha elegido. Eres el afortunado. Es también la fábula del despertar, de quien inicia una rebelión frente a un enajenamiento social, una opresión silenciosa.
En cambio, para la familia de 'Los elegidos' (Dark skies, 2013), de Scott Stewart, ser los elegidos se convierte en un pasaje de horror. El destino más bien es arbitrariedad. E infortunio. Y además son intercambiables, no hay distinción ni privilegio en su condición de elegidos. Son una familia más entre cientos o miles. Son una familia cualquiera. Una como tantas. Lo que padecen si no es maldición, se asemeja bastante. Es una penalidad, un calvario, pero que no conduce a la mejora o a la transformación, sólo al padecimiento y la pesadumbre. Quizá sera el reflejo de una descomposición social, de la sedimentación de una arbitrariedad, de una inercia de vida en la que somos figuras en venta que venden algo (o que se ven abocados a vender algo: mercancias y vendedores, doble función). Lacy (Keri Russell) es agente inmobiliaria, su función es proporcionar hogares a otras familias de la que son reflejo. En su hogar no faltan las fisuras. Su marido, Daniel (Josh Hamilton), busca empleo. Y miente a su esposa cuando le dice que una entrevista de trabajo ha ido bien (un eficaz plano general muestra a Daniel expresando su rabia en los baños de la empresa tras una brillante elipsis que hurta el desarrollo de la misma). Distancias, extraños en el interior, mordazas dentro, intemperie afuera.
Los primeros signos de extrañeza se reflejan en la vulneración del espacio, el hogar, y del trastorno en su diseño interior, en la extensión de los objetos. Suena la alarma en plena noche. Lacy se encuentra con un rastro de alimentos desde la nevera hasta el jardín, o aún más perturbador, diversos alimentos dispuestos como singulares torres cuyo reflejo en el techo se asemeja al de órbitas de planetas. Posteriormente, la naturaleza, con la colisión de tres bandadas de pájaros contra el edificio. Y empieza a intuirse que hay presencias, que no parecen de este mundo, que parecen irrumpir en el hogar como intrusos que pretenden dominarlo, o jugar con ellos, como cobayas de un experimento. Las especulaciones al respecto reavivan las diferencias que se han larvado entre la pareja protagonista. Los hijos son los oyentes resignados desde sus habitaciones de sus discusiones, de su desconexión progresiva, mientras ellos conectan a través de sus walkies talkies. Los cuerpos se paralizan, se ausentan, pierden la noción del tiempo; no saben dónde han estado durante seis horas, o se quedan en estado de trance, con la boca abierta. Los cuerpos sangran. La sangre brota de su nariz súbitamente, o cuando se golpean contra un cristal como si una fuerza les dominara. La atmósfera perturbadora se gradúa con opresiva eficacia, aposentándose de modo progresivo.
Es una producción que se sustenta sobre el substrato de convenciones o arquetipos, pero lo hace de modo más sugestivo que otras producciones de Blumhouse más celebradas como 'Insidious' (2010), y secuela en el 2012, ambas de James Wan, 'Lords of Salem' (2012), de Rob Zombie, o incluso 'The bay' (2012), de Barry Levinson y 'The purge' de James DeMonaco, así como no desmerece con respecto a la notable 'Sinister' (2012) de Scott Derrickson. Desde luego resulta muy superior a las dos obras precedentes de Scott Stewart, 'Legion' (2010) y 'El sicario de Dios' (2011). No falta el personaje experto, Pollard (JK Simmons), que depara una de las secuencias más notables. Es la secuencia umbral que impregna definitivamente de pesadumbre a la narración. La forma de expresarse y de moverse de Pollard, como ralentizada y pesarosa, la sensación de un espacio que parece una espesura en la que la luz pareciera solidificarse, como si se hiciera materia pesada, apuntala la desesperación de la pareja protagonista que asimila la fatalidad, sostenida sobre el arbitrio, de su condición de elegidos que se sienten más bien condenados. La unión parece la única respuesta, pero quizá las fisuras han creado sombras demasiado poderosas, una infección que ha vulnerado el hogar desde dentro, aunque parezcan provenir del espacio exterior, del afuera. Quizás una proyección de la incapacidad o del deterioro de una comunicación dentro. Una última llamada, desde la incierta distancia, a través del walkie talkie, así lo atestigua.
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