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domingo, 26 de enero de 2014

Maborosi

El sonido del timbre de una bicicleta se convierte en el recordatorio de un silencio irreparable, un silencio que se ha hecho herida subterránea, y que no parece cicatrizar. Unas llaves, son el recordatorio de una interrogante que permanece suspendida como un lágrima contenida. Y duele, por la pérdida, por la incomprensión. No hay llaves que puedan abrir ese silencio, que puedan esclarecer esa incógnita. Yumiko (Makiko Esumi) no entiende por qué Ikuo, el hombre que amaba, el hombre con el que compartía vida, con el que parecía que había acompasado el movimiento de los pedales de su vida, se suicidó, dejando que un tren le arrollara. Tampoco entendía por qué, cuando era niña, su abuela se marchó y se convirtió en una figura que desaparecía tras un puente para no retornar jamás. Hay un otro lado del puente, un espacio incierto, no visible, del que ya no vuelven aquellos a quienes pierdes. Las personas que amas desaparecen. Llamas, pero el silencio no responde al timbre que haces sonar en la oscuridad. Y sientes que el oleaje se convierte en tempestad y arrolla tus entrañas. El título de esta extraordinaria opera prima (en ficción) de Hirokazu Kore Eda, 'Maborosi'(Maboroshi no hikari, 1995), se podría traducir como 'luz ilusoria', como esas luces que hacen creer a los marinos en alta mar que tienen ante sí la guía hacia la firme tierra, pero no es sino un espejismo que les aboca a la destrucción.
Yumiko rehace su vida, con su hijo (que sólo tenía tres meses cuando Ikuo se suicidó), casándose con un hombre, también viudo, y con una hija. Su vida se traslada a otro escenario, en la orilla del mar. El mismo pasado se convierte en otro espacio, distancia muda. Las olas no dejan de estar presentes, como la llamada de un silencio que se ha amordazado. El temor permanece en los recovecos de sus entrañas. Se insinúa en la distancia que ha interpuesto cuando su suegra, que ha ido de pesca, tarda en retornar a casa, y el sonido de cómo arrecia la tormenta parece que proviniera del interior de Yumiko. La planificación, en todo momento, se mantiene en la distancia, en largos planos que se despliegan como la mirada que busca el equilibrio sereno en la asunción de que hay interrogantes que no serán resueltas, como si nuestra mirada no pudiera superar la espesura de un conjunto que siempre será esquivo, y ante el cual sólo resta, para mantener el equilibrio, la mirada templada que contempla la inmensidad del mar con la consciencia de que toda cartografía que se intente realizar no logrará aprehender las corrientes o mareas ni los insondables abismos. Son finas las lineas que nos separan de nuestra condición de luces ilusorias.
Yumiko sigue a una comitiva funeral: Un dilatado plano general en el que los cuerpos son pequeñas figuras negras. Recorren lentamente la distancia del plano, como si su dolor fuera una minucia imperceptible en un cosmos de trama incomprensible. Ante el mar, Yumiko hace de su lamento una interrogante desesperada. Porque no hay llave que abra una respuesta, no hay sonido que proteja en la oscuridad. Yumiko pintaba las bicicletas con el hombre que amaba, paseaban juntos con ella. La vida parecía que circulaba. Y un día se interrumpió. Aquel hombre que observaba a través de un cristal como una pantalla que materializaba un sueño anhelado se convirtió en un lacerante enigma que sigue perturbando su vida, aunque haya creado, con su nuevo esposo, en su nuevo ámbito, una residencia que es armonía. Pero el cascabel de recuerdo aún resuena, como si el miembro cortado aún se agitara en sus convulsiones. La pérdida y el desamparo recorren la obra de Kore Eda: el hijo que falleció por salvar a otro, en 'Still walking' (2008), los niños que quedan solos durante un año, sin que nadie lo advierta,cuando su madre les abandona, en 'Nadie sabe' (2004(, la interrogación en el espacio de la muerte sobre cuál es el recuerdo con que el quiere vivir toda la eternidad, en 'After life' (1998), y la sensación de intemperie, de orfandad, que transpira 'Air doll' (2009). En los planos finales de 'Maborosi', la mirada se dirige hacia el mar, como una interrogante que asume la incertidumbre y se hace sombra cálida, mientras al hijo enseñan cómo montar en bicicleta. Hay figuras que desaparecen en el horizonte, tras cruzar un puente invisible. Hay figuras que comienzan a dar sus pasos en ese incierto tránsito que son las mareas y corrientes de la vida.

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