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miércoles, 29 de enero de 2014

La Venus de las pieles

'La venus de las pieles' (La Vénus à la fourrure, 2013), de Roman Polanski, es la escenificación de una sublevación. La novela de Leopold Von Sacher-Masoch, 'La venus de las pieles' (1870) comienza con un sueño, un diálogo entre el narrador y Venus, la diosa del amor, en el que él le reprocha su crueldad y asevera que hombre y mujer son enemigos y sus relaciones un pulso de poder y dominación, en el que no cabe ( o no puede ser duradera) la complicidad. Es la abstracta introducción para el posterior relato que Severin, amigo del narrador, hace de su relación con Wanda, de cómo la extorsiona y presiona para que le humille y convierta en su esclavo, una retorcida forma de dominio a la que ella se pliega por amor. Y en la que subyace, como mordaz eco, la afirmación de Venus en el sueño previo: 'Cuanto más fácilmente se entrega la mujer, más frío e imperioso es el hombre. Pero cuanto más cruel e infiel le es, cuanto más juega de una manera criminal, cuanta menos piedad le demuestra, más excita sus deseos, más la ama y la desea. Siempre ha sido así, desde la bella Helena y Dalila, hasta las dos Catalinas y Lola Montes.' La venus de las pieles' de Polanski, adaptación de la obra teatral, del 2010, de David Ives, comienza con la tardía llegada de una actriz, Wanda (Emmanuelle Seigner), aspirante al personaje protagonista de la adaptación teatral que Thomas (magnífico Matthieu Amalric, quien afortunadamente sustituyó al inicialmente previsto Louis Garrel) ha realizado de la novela de Von Sacher-Masoch, y que supondrá su primera experiencia como director.
Dominios: Thomas estaba ya cansado e indignado de los tratamientos que realizaban los directores de su obra (trabajo): era su momento de poder aplicar y ejercer su mirada, su dominio (esa necesidad de afirmar su voz se evidencia también en sus sulfuradas reacciones, como cuando escupe una sarta de desprecios a Wanda por realizar una interpretación de la obra que le parece trivializadora). Cuando llega Wanda, Thomás, al teléfono, está despotricando sobre la inconsistencia de las mujeres que se han presentado a las pruebas; todas le parecían un pálido esbozo de la Mujer, como si ya no hubiera mujeres que estuvieran a la altura de la Idea, más bien niñas sin sustancia. Wanda, en principio, tampoco parece que se ajuste a su idea. Empapada por la lluvia, desaliñada, con maneras más bien vulgares, o nada sofisticadas, exudando una sexualidad más bien rudimentaria (casi la que puede adjudicarse a la prostituta más zafia), y unas manifestaciones que no dicen mucho de su lustre intelectual, incluida consideraciones de la obra como pornográfica (ya que ese es el lugar común sobre el sadomasoquismo; 'de eso va' la novela) parece que es otra muestra que certifica y corrobora los lamentos de Thomas sobre las carencias de la mujer en general. No hay mujeres dignas de la idea de Mujer ( o de la Pasión, de la Belleza o del Amor); como no parecen estar a la altura de sus abstractas aspiraciones (quizá meras justificaciones intelectuales de anhelos menos abstractos).
Pero nada es lo que parece. Y desde luego Wanda no es lo que aparenta. Tras conseguir convencerle de que le deje hacer una prueba, a lo que él se resistía porque tenía prisa (ya transmitiendo ciertas malas maneras, con resabios arrogantes), le sorprende (nunca mejor dicho porque él está de espaldas, 'no la ve venir', adelanto de la demolición que realizará de su 'dominio') cuando ella dice las primeras frases del papel (parece otra, con el cambio de maquillaje y el vestido de épica, como su misma voz no parece la misma). Comienza la seducción de Thomas, o la demolición de su presunción de dominio. De hecho, será ella la que le sugiera que añada al inicio la escena del sueño. Si en la novela son dos personajes masculinos (el narrador en el sueño, Severin en el relato posterior), en este caso es uno, lo que aún evidencia la motivación del juego escénico, o de dominio, que ejerce Severin ( o que proyecta Thomas en la obra), la negación orgullosa de no plegarse a la voluntad y requerimientos de la mujer, del amor. Es su voluntad la que ha de cumplirse. Es magnífico cómo se insinúa, en las conversaciones teléfonicas, cómo es la relación de Thomas con su novia; cómo baja el volumen de su voz, e incluso cómo inclina y encorva su cuerpo; el detalle de que el sonido de su móvil sea la música de 'La cabalgata de las Walkirias'.
Progesivamente cautivado (cautivo), Thomas no insistirá mucho en las interrogantes que realiza al advertir ciertos detalles que contradicen lo que Wanda manifestaba en un principio, como en detalles que revelan un sorprendente conocimiento de la obra o época (por ejemplo, que tenga un batín, para él, confeccionado en Viena en la época en que se escribió la obra), que ya indican que ella no es una mera actriz que se presentaba a una prueba. Hay un juego (escénico) sutil, equiparable, por ejemplo, al que realizaba, como sublevación indignada, el personaje de Michael Caine al de Laurence Olivier por la previa humillación ejercida por éste sobre él, en 'La huella' (1972), de Joseph L Mankiewicz (los autómatas eran el reflejo que ponía en evidencia una representación; aquí los efectos sonoros realistas que acompañan la simulación de acciones). Allí era cuestión de clase, aquí de género sexual. Wanda no deja de cuestionar, y poner en evidencia, los planteamientos intelectuales y vitales de Thomas, su enfoque de la obra, como quien descorre los decorados escénicos (mentales) de sus justificaciones para dejar al descubierto los engranajes de lo real, desentrañando una vida sostenida sobre insatisfacciones y carencias, y los fantasmas (los de la obra) en los que proyecta la necesidad de un dominio que no siente en su vida, pese a sus negaciones y evasivas sobre lo que tanto pone de sí mismo en la adaptación de esa obra.
Wanda realiza una demolición de sus fantasías, cómo en la representación de la obra vehicula su anhelo de dominio de la mujer, supeditada a su dominio escénico (da igual su rol en el juego). Wanda comienza a despojarle, empezando por la cartera, siguiendo por el móvil (lazo de la conexión con su novia, que le espera para una cena; le hace decir que no le espere, sin darle ninguna justificación), y acabando convirtiéndole, tras consiguiente caracterización, en la mujer de la obra, como culmen de una sublevación que denuncia su inconsistencia y presunción. La cámara que había entrado en el teatro en la primera secuencia, ahora abandona el escenario, mientras la pantalla la domina la frase que abría la novela de Von Sachs-Masochs «Dios le castigó, poniéndole en manos de una mujer.» (Libro de Judit, 16, Cap. VII). Su figura, atado cual mártir religioso es la mordaz condena de un arrogante practicante de un credo que anula, supedita y niega a la mujer convirtiéndola en un símbolo, o una fantasía, que le afirme. Porque una cosa son los escenarios (incluidos, los de la mente) y otra lo real. Y a veces lo real se subleva, y convierte al escenario en despojo.

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