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martes, 28 de enero de 2014
La pointe courté
Un inspector gubernamental comprueba en el barrio de La punta corta, en Sete, si hay pescadores que faenan sin permiso. Una mujer (Silvia Monfort) viene de París para comprobar si aún tiene sentido faenar en la relación con su esposo (Philippe Noiret). Quizá la punta de su amor sea ya corta, quizá su amor ya esté romo por el desgaste del paso del tiempo, la pasión diluida, quizá porque lo que se amaba era el amor y no al otro. Quizá ambos ya van en direcciones distintas, quizá, incluso, siempre han ido en direcciones distintas y ahora empiezan a verlo. Los dos primeros planos de la bella opera primera de Agnes Varda, 'La punta corta' (la pointe courte, 1955), son dos movimientos de cámara, en una de las callejuelas del barrio, movimientos que son deslizamientos, paso de bailes, como danza es el tanteo e inspección sentimental que se realizan él y ella, ella y él. Hay una mujer del pueblo que dice que 'esos dos hablan mucho, no deben ser felices'. Hablan mucho porque están suspendidos en una intemperie en la que no logran definir qué siente el otro, qué sienten entre ambos. Inspeccionan el interior de la nave de su relación, las vías que han interpuesto (como ese fantasmal vagón en mitad de la nada). Sus rostros no convergen como sus miradas. Hay planos que no sé si Ingmar Bergman vio o no, pero anticipan algunos que fusionan los rostros de las protagonistas en 'Persona' (1969): ella de perfil mirando hacia la izquierda, él, mirando hacia cámara, vemos sólo la mitad de su rostro, y a la inversa. Ella y él, él y ella. Ambos presentados de espaldas, como si hubieran extraviado el rostro del otro, como si hubieran extraviado su propia mirada hacia el otro.
Sus diálogos, de frases sentenciosas, más literarios que realistas, la ruptura de raccords, la abstracción de ciertos encuadres, también parecen anticipos de las conversaciones sentimentales de las dos primeras obras de Alain Resnais, 'Hiroshima, mon amour' (1959) y 'El año pasado en Marienbad' (1961). El enlace, en este caso, sí es manifiesto: Resnais realizó el montaje de esta obra. La narración combina sus conversaciones, como episodios o fases de una lid, en el que subyace el anhelo de que su relación sobreviva, con los percances de la vida diaria en el pueblo, la vida de un colectivo, reflejo de vidas que luchan por mantenerse sobre la superficie (alternancia narrativa, cada diez minutos, inspirada en 'Las palmeras salvajes', de William Faulkner). A veces, no se puede, y se llora la muerte de un niño, o tienes que asumir que pasarás unos días en la cárcel por pescar sin permiso. O das un paso que modifica tu vida, cuando decides casarte. Vidas que empiezan, vidas que finalizan, vidas que sufren interrupciones, como la misma relación entre él y ella, entre ella y él, en una interrupción de su relación en la que dirimen y comprueban cuál es el estado de la misma, de sus sentimientos.
Cinco días tendrá que estar en la cárcel el pescador, cinco días llevaban sin verse ambos, desde que él había decidido no realizar un viaje con ella. Cinco días que para ella habían sido como si la hubieran enviado a prisión. Porque ella se pregunta si es que él ya no desea continuar el viaje de la relación. Y le pone contra las cuerdas, o las redes. Las tensa para ver cómo reacciona él. Si se escurre, si se fuga, si abandona, si se resiste. Sus palabras, como redes, sacan a la superficie sus emociones, aposentadas en el limo del fondo, donde la luz parecía ya no llegar. Sus miradas se reaniman, sus emociones se esclarecen. No era el amor lo que se amaba, un temor que les había anegado por la distancia en la que parecían haberse sumido. Ahora su nave vuelve a surcar las aguas, y vuelven a faenar en lo que sus ya convergentes miradas gestan. Como las aguas del canal reflejadas en el techo.
La obra de Agnes Varda también ha permanecido sumida con respecto a la superficie de los reconocimientos (o de las míticas cinéfilas, también conocidas como fetichismos sacramentales). Se ha señalado que esta obra es antecedente de la Nouvelle Vague (algo que también podría decirse de algunas obras de Jean Pierre Melville), ya sea por su escaso presupuesto y el uso de localizaciones exteriores, pero mientras que las primeras obras de Truffaut o Godard (consideradas el oficial pistoletazo inaugural de la Nouvelle Vague), o incluso la hermosa 'Hiroshima, mon amour' (1959), se convirtieron en icónicas, pocos se acuerdan de esta, o de su segunda obra de ficción, también magnífica, 'Cleo, de 5 a 7' (1961). Y su punta de inventiva no es que desmerezca con respecto a las citadas, sino que incluso quizá sea menos corta que algunas de ellas. Habrá que rescatar de una vez por todas de las sombras del segundo plano (desenfocado) a una gran cineasta que ha parido obras de la envergadura de, por ejemplo, 'Daguerrotipos' (1975), 'Sin techo ni ley' (1983), 'Los espigadores y la espigadora' (2000) o 'Las playas de Agnes' (2008).
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