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martes, 20 de marzo de 2012

Le poison

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En la sorprendente y cautivadora 'Asesinos y ladrones' (1957), una comedia escurridiza a cualquier clasificación, a la par que aguda reflexión sobre la vida como representación, tenía lugar en su último tramo un juicio que se convertía en una feliz sucesión de absurdos. Como es el absurdo de una sociedad sostenida sobre hipocresías e inconsecuencias, y rígidas perspectivas, lo que se pone de manifiesto en el juicio que tiene lugar en las secuencias finales de la esplendida 'Le poison' (1951), que mordazmente se alterna,en un vivaz montaje, con los juegos de unos niños en el pueblo de donde es originario el acusado, Braconnier (Michel Simon). Ambas obras podrían calificarse como 'cuentos inmorales', por su talante tan rupturista como transgresor, en estilo, que juega en territorios sinuosos donde lo aparente se desestabiliza (la excentricidad se manifiesta en su sentido más amplio; la misma narración juega al escondite con sus requiebros), como en su planteamiento subvesivo que desprecia todo aquello que hieda a políticamente correcto. En cuanto a lo primero ya lo deja en evidencia en su singular inicio, en el que el mismo Guitry,en decorados, presenta, sucesivamente, a todo el equipo artístico y técnico, empezando por el mismo Michel Simon, al que dedica en su presencia un texto que es alabanza y homenaje a su talento interpretativo.
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Los primero compases parecieran que nos situaran en el territorio de cierto realismo (rural), pero enseguida se va tinñendo (o vivazmente emponzoñando) con el aliento de la irreverente sátira (esa pueblerina que curiosea en los libros del farmaceútico para descubrir qué medicación necesita y toma la gente del pueblo; ¿quien no necesita un medicación de un modo u otro para contrarrestar algún tipo de 'veneno'?), y el sutil juego escénico (o la vida como escenificación; pocos cineastas han combinado lenguaje del teatro y el cine de un modo tan perspicaz como Guitry, difuminando los límites entre realidad y ficción, entre simulación y emoción). La premisa, o aparente centro de la trama (ya que se disgrega puntualmente hacia otros personajes secundarios), es el hartazgo que sufre Braconnier con respecto a su mujer, Blandine (que es mutuo). Busca algún tipo de apoyo en el sacerdote, o más bien que encuentre una solución ( una especie de 'milagro' que evite que su esposa sea como es), pero quien se lo aporta será un abogado, al que escucha en la radio porque no ha perdido en ningún juicio de los 100 en los que ha participado. Por lo que decide visitarle, haciéndole creer que necesita sus servicios porque ya ha matado a su esposa, cuando realmente está recabando información sobre cuál es la forma más eficaz de asesinarla para que no sea condenado. La incisión de Guitry (que en los títulos de crédito se hace constar como 'el autor', bien entendido) es salazmente afinada, saja cualquier presunción moral o complacencia. Como dice una testigo (la curiosa de las recetas) en el citado juicio ¿quién en su matrimonio no ha pensando en alguna ocasión en ver muerta a su pareja? (y el sacerdote puede corroborarlo porque no hay habitante del pueblo que en algún momento no se lo haya confesado).
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Y como expresa Braconnier, es hipócrita por parte de los jueces que les parezca intolerable que él no tenga ningún tipo de arrepentimiento, porque ellos no lo tienen cuando condenan a alguien. Como no está lejano de su actuación lo que ha hecho él, ¿porque hubieran hecho algo si les dice que ella intenta matarle, no se ha 'salvado' a sí mismo al adelantarse él a ella?. ¿No ha sido, realmente, su crimen una acción de justicia?. La moral se convierte en un terreno de arenas movedizas (la ciénaga de la relatividad), y cualquier poder institucional se revela como un impotente o presuntuoso fósil. No estamos lejos del sagaz y transgresor espíritu de la admirable 'Monsieur Verdoux' (1948), de Charles Chaplin, pero sin su conclusión trágica.

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