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martes, 2 de noviembre de 2010

Scarface

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'Scarface' (1932), de Howard Hawks. Un letrero luminoso en lo alto con las palabras 'El mundo es tuyo'. El aspa como figura constante en las composiciones de los planos, el símbolo de la muerte, el de la eliminación de todo aquel que impida llegar a lo alto del mundo (la prodigiosa secuencia de la muerte del gangster rival, encarnado por Boris Karloff, en la bolera). Es la historia de un gangster, Camonte (Paul Muni), alguien al margen de la ley, pero la dinamo de sus acciones, la codicia, es producto de una sociedad que la alienta. Su mentalidad convencional, y retrograda, queda manifiesta en su actitud posesiva y anuladora con respecto a su hermana (interpretada por Ann Dvorak), tan desorbitada que parece la del más desquiciado novio celoso. El estilo crispado, virulento de Hawks retrata una sociedad a través de un bruto que quiere coger por la via rápida las capciosas promesas de lujos que ofrece para incentivar la competitiva rapiña. Scarface es el monstruo que deja en evidencia su falacia. Su sombra (así se nos presenta).
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La grandeza de 'Scarface' queda más en evidencia si se la compara con el penoso remake que realizó Brian de Palma en 1983, con Al Pacino. Da toda una lección de puesta en escena desde su virtuoso plano secuencia inicial, con su uso de una tenebrosa caligrafia visual dominada por las sombras, su uso de la profundidad de campo y la elipsis. Su ritmo narrativo progresa en un crescendo que conduce a un desolado delirio, con la figura de Scarface degradándose hasta quedar difuminado, como su ciega mente, por la humareda de las bombas lacrimogenas antes de ser abatido como un doctor jekyl, el reverso, la sombra, de una sociedad asentada sobre la codicia.

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