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martes, 19 de noviembre de 2013
Prisoners
Keller (Hugh Jackman) es de los que piensa que no tiene sentido preocuparse por la vida del venado que caza, al fin y al cabo quien se preocupa, mientras come una hamburguesa, de la vaca que se mata. Keller instruye a su hijo en el arte de cazar, de ver al animal como una pieza, un objetivo para el punto de mira, una diana en la que acertar. Es una declaración de fuerza, una lección de su manual de instrucciones vital. Instruye en otro mandamiento: hay que estar siempre listo. Porque en cualquier momento te puedes enfrentar a una situación de riesgo o amenaza, en la que tengas que ser más fuerte que otro. En el sótano de su casa hay objetos, como una máscara de gas, que delatan ese estado de alerta para cualquier posible catástrofe, como si se diera por sentado que tarde o temprano ocurrirá. La vida se rige por la ley de la selva, es competencia y supervivencia. La vida le pondrá a Keller a prueba, le pondrá en la diana, en el punto de mira, como ese venado que dispara su hijo en la primera secuencia. La vida le enfrentará a su condición de prisionero de sus rígidas ideas (cual cruzado; toda la artillería simbólica crística que le rodea). Es el cruzado (con máscara de gas) que espera la venida del monstruo para derrotarlo cual dragón (significativamente, serpientes y laberintos serán figuras presentes, incluso, claves, en un relato con resonancias alquímicas).
Pero a veces aparece, sin que le puedas ver su rostro. Su hija pequeña desparece, junto a una amiga, hija de un vecino, Birch (Terrence Howard), quien toca con su trompeta, desafinadamente, el himno nacional (mientras las hijas van en busca de un silbato a la casa de Keller; pero no volverán). La vida empezará a desafinar para ambos, y sobre todo Keller, empezará él mismo a desafinar. La bestia, la furia, clama dentro de Keller, no hay otra respuesta hacia la oscuridad, hacia la crueldad y la abyección, hacia la amenaza, que la misma violencia que ejerce sobre tu vida. Keller hace prisionero a quien cree que es el culpable, al rostro de ese fuera de campo que ha irrumpido en su vida, que ha talado los cimientos y raíces de su firme o rígida vida (previo a la desaparición, hay un turbador travelling hacia el tronco delante de su casa que anuncia que la hijas no retornarán, que no habrá sonido de un silbato que pida ayuda). Ese rostro, de gesto trastornado, como razón talada, es el de Jones (Paul Dano), que ha sido liberado por la policía porque no tiene pruebas contra él. Keller observa cómo Jones se divierte haciendo sufrir a su perro, al que pasea, manteniéndole suspendido en el aire con la correa. Keller será aún más cruel. Le somete a un interrogatorio que es tortura y violencia sin freno, que convierte en pulpa aquel rostro que es incógnita y mudez y trastorno, pero que corporeiza como la sombra de la amenaza. Su maelstrom.
La primera obra de Denis Villeneuve fue 'Maelstrom' (2000), en la que la protagonista vivía una sucesión de hecatombes vitales (aborto, despido) que culminaba con el atropello a un marinero noruego. En 'Polythecnique' (2009), el maelstrom lo causa un chico que irrumpe en una universidad dispuesto a disparar sobre las 'feministas'. 'Prisoners' (2013), es casi tan espléndida como ambas, y superior a la interesante 'Incendies', también tramada sobre un maelstrom que se revela al final (quizás demasiado teledirigida hacia esa revelación). Como en las dos obras citadas, 'Prisoners' se hace cuerpo, atmósfera, de ese maelstrom vital, una tensión sofocante que no decrece su opresión, sino todo lo contrario, modulada con magisterio hasta esa extraordinaria secuencia, catártica, en la que el oficial de policía encargado del caso, Loki (Jak Gyllenhaal), conduce en la noche, para salvar la vida de la niña, a la que han inyectado veneno, sorteando coches, bregando con la dificultad de visión que provocan tanto las gotas de lluvia en el parabrisas como la sangre que sobre sus ojos. En Loki, precisamente, destacaba un detalle relacionado con la visión; un constante parpadeo, que parece de naturaleza nerviosa. También destacaba que lleve siempre abotonada sus camisas hasta el último botón del cuello, como si portara una coraza. Su cuerpo parece surcado de símbolos religiosos, de cruces, como si se protegiera ante un caos con el que lleva bregando con éxito desde hace tiempo.
También hay un sótano en el que encuentra un cadáver en avanzado estado de descomposición, el de un asesino de niños, al que un sacerdote pedófilo ha matado, en acción equiparable a la que realiza Keller con quien cree el secuestrador de su hija. Cruzados, firmes troncos que quizá no lo sean, desafinamientos. Si Keller es el hombre de familia, un hombre cualquier de la comunidad, Loki es un solitario. Se nos lo presenta en un establecimiento de comida rápida, y de espaldas, entablando conversación con la camarera. Quizá vive de espaldas, como quien ha preferido dejar de mirar la realidad de frente, convertido en un funcionario vital, protegiéndose con cruces y camisas que parecen corazas, como quien se ha tomado prisionero a sí mismo. Poco más se sabrá de él, como si vida fuera esa tensión continua de dominar y controlar las amenazas, además de impedir la ira de los cruzados, de los que ejercen la misma violencia para defenderse de la alimaña, porque como instruye Keller, hay que estar listo, hay que ser fuerte, matar a la criatura más débil de la que nos alimentamos, porque siempre habrá otros que quieran 'alimentarse' de nosotros, devorarnos.
Loki tiene que desdoblarse, tiene que continuar con su búsqueda del secuestrador, y a la vez controlar al desmandado Keller, dos bestias sueltas. Pero Loki también comete errores, errores de juicio, como se deja dominar por la intemperancia (que propicia el suicidio de un detenido). La frustración le consume y hay un instante en que parece perder rumbo o dirección, hasta que le reorienta, elocuentemente, una imagen de un laberinto, el hilo del azar uniendo tiempos, espacios. Prisioneros o bestias sueltas, o criaturas extraviadas. En el último plano, Loki escucha la llamada del silbato de Keller, la criatura extraviada, atrapada bajo tierra, como ya lo estaba en el sótano de su mente (el de las furias y las máscaras de gas). No es invulnerable como podía imaginar, ni nunca se está del todo listo, porque puede la alimaña, la amenaza, superarte, cazarte y atraparte, convertirte en su pieza, bajo su punta de mira. El laberinto se convierte en círculo, en contraplano del plano inicial. Un trayecto que es reconocimiento en lo otro. Quizás Keller haya aprendido que también él es un venado. Quizás haya aprendido lo que es sentirse en la piel de un venado.
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