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domingo, 24 de noviembre de 2013

El limpiabotas

'El Limpiabotas' (Sciuscia, 1946), de Vittorio De Sica es el reflejo de una mirada tambaleante, es la huella de una herida que no se cierra porque un un grito aún agranda la brecha. El país acababa de pasar una guerra, pero aún no la ha superado. Intenta abrir los ojos, pero las luces de una nueva era los queman porque aún penden las sombras de un pasado que ha dejado ruinas, emociones e ilusiones arrasadas. El país sueña con ser un caballo de carreras triunfante, superar la miseria. Es como un niño que quiere crecer de nuevo, ser otro adulto distinto a aquel en el que se convirtió, en un error, en un fracaso, un país enfrentado, infectado, un adulto del que quiere olvidarse como si no hubiera existido, una bota que no pisó ni oprimió sus sueños hasta convertirlo en amasijo. Pero más bien es aún como el limpiabotas que contempla la suela del zapato que puede pisarle, o que aún puede pisarle. Como unos niños limpiabotas que aún creen que el sueño es posible, que pueden comprar el caballo más veloz con el dinero que ganan.
Claro que limpiar botas no es suficiente, estás abajo, bajo la bota. Se necesita recurrir a ciertos atajos, ser parte de ciertas acciones clandestinas, ilegales, como vender productos del mercado negro, como unas mantas. Tienes frío en la intemperie de la vida, provees de mantas a una adivinadora de futuro a través de la carta. Tu futuro es incierto, pero sueñas, sueñas que la vida sea calor, seguridad, velocidad que supera todas las adversidades. Así sueñan y actúan Giuseppe y Pasquale, dos niños limpiabotas. Pero el atajo se convierte en callejón sin salida. La adivinadora del futuro se convierte más bien en condena de futuro. Y las sombras crecen y se hacen espesura. Una espesura constituida de miradas y gestos que no saben de solidaridad. No se puede superar la adversidad porque los cuerpos forcejean para ahogar al de al lado, en vez de unirse para lograr salvar el barco que se hunde.
Y el caballo de carreras se transmuta en prisión. Y la alianza en rivalidad. Y la afinidad en recelo. Giuseppe y Pasquale son separados, cada uno en una celda distinta. Son separados cuando son interrogados para que desvelen para quiénes trabajaban en el negocio clandestina. Son separados por las ofuscadas percepciones, por la manipulación de las apariencias. Pasquale subordina el código de silencio, el código instituido, a su compasión, porque piensa que están torturando a Giuseppe a base de fustazos. Pero Giuseppe no ve en la confesión de Pasquale un gesto de solidaridad en el sufrimiento, sino una traición a un código, a una abstracción, y esa ofuscación es alimentada por otros.
Y la realidad se hace prisión de abstracciones, de ofuscadas escenificaciones y percepciones que se convierten en puños y que impide que el país, que la realidad, se haga caballo de carreras que supere todas las adversidades, sino prisión, oscuridad, en la que no hay piedad para unos niños, a los que se condena a prisión, sin contemplar sus necesidades, su precaria circunstancia, la realidad en la que intentan no ahogarse, sólo una abstracción de un acto, el robo de unas mantas, que implica castigo, condena, apartamiento de la realidad, de la ilusión. Y sólo dejan resquicio para que sólo desees escaparte, fugarte, porque no parece haber resquicio para construir sueños. Ya sólo importa ante todo escaparse, como así siente un desesperado Giuseppe, aunque suponga sacrificar una ilusión. O te pierdes en la prisión, o te fugas hacia la oscuridad, en la que no hay ya puentes que superar, porque no han dejado opción que la de precipitarte sobre él, o que acabes empujando, aunque sea accidentalmente, al que antes era tu compañero de carreras en la ilusión. Aunque el empujón al vacío ya os lo habían dado antes.

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