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miércoles, 13 de noviembre de 2013

La otra cara del crimen

En el primer plano de 'La otra cara del crimen' (The yards, 2000), de James Gray, un tren surge de un túnel, de la oscuridad. Leo (Mark Wahlberg) abandona la prisión, en la que ha estado recluído durante año y medio, pero ingresa en otra, como no abandona porque se introduce en otro túnel menos visible. Esa prisión y ese túnel que conforman los códigos de silencio, las maniobras clandestinas, o turbios tejemanejes, en los 'patios traseros', en esos patios (yards: el título también alude a las cocheras de los trenes, 'las playas de maniobras') donde se realizan los acuerdos entre las empresas y los gestores políticos, los acuerdos no visibles que rigen la ciudad, que la corrompen, los acuerdos que permiten ciertas presiones, cierto juego sucio, para que unas empresas dominen el mercado. Dominar los patios implica dominar la pantalla de las fachadas. Como la posterior 'Two lovers' es una desoladora obra sobre la decepción. Como 'La noche es nuestra' (2005), es una obra sobre la desintegración. En la secuencia inicial, en el tren, Leo intercambia su mirada con un policía. La mirada de Leo es una mirada cansada, una mirada con agujetas. La mirada de quien ha sido vapuleado, como un saco de boxeador. Leo desea integrarse en la sociedad, no estar expuesto a la mirada punitiva de la ley, pero se encontrará en el centro de una cacería, y se revolverá contra todo un sistema corrupto que realiza sus cálculos y considera cuál puede ser la pieza sacrificada, como será su caso.
Se revolverá contra esos códigos de silencio que pueden determinar que, por conveniencia, por supervivencia, tu mejor amigo, Willy (Joaquin Phoenix), o tu familia, caso de tu tio, Frank (James Caan), te conviertan en oportuno chivo expiatorio para que sus crímenes, errores y corruptelas no se aireen. Uno es el prototipo de arribista, aquel por condición etníca, latina, se siente un privilegiado por poder ser un sicario, un esbirro, un eslabón en la escala de poder, dentro de la empresa de suministro ferroviario que dirige Frank. Hay prioridades en su mirada, la posición que pueden alcanzar, la posición que detentan. La introducción de Leo en ese universo revela su condición tan esquinada y turbia como engañosa. El intercambio en un descampado de Willy con quien favorece las concesiones, en el que Willy se desnuda, porque el otro no se fía de que no lleve micrófonos. O los ralentíes de la secuencia que encadena otros tratos bajo cuerda, y los de la entrada a la discoteca, como si fueran los protagonistas de una fantasía. En la última secuencia, Leo viaja en tren. No le vemos salir de ningún túnel. Quizá no lo haya hecho, aunque se haya enfrentado, y haya salido incólume. O quizás si, ha salido de ese túnel que no era tan visible, ese que te puede atrapar como un agujero negro y aplastarte. Su mirada es como un puño apretado, de rabia, como si la negrura hubiera invadido sus entrañas.
En la versión estrenada en su momento, el estudio impuso la secuencia previa en la que Leo no acepta el acuerdo que le proponen, y denuncia a todos los implicados en la alianza corrupta, desde políticos a empresarios. En la última edición, Gray logró eliminarla del montaje. No sólo era una nota discordante por explicitud, por subrayado, sino musicalmente. Porque esta es una pieza musical, hilvanada con sombras, un requiem, orquestado por la exquisita música fúnebre de Howard Shore, y el portentoso sentido de la modulación de Gray. Sus obras están atravesadas por las tinieblas. En sus composiciones las sombras son peso, los volúmenes se hacen espesura. Sus planos son dilatados, como si el tiempo se escanciara lentamente, como un goteo, como si se fuera desprendiendo de la vida. Los rostros se convierten en máscaras secas, como el de Leo, mientras el resquicio de lo que suponía su aliento de vida, su prima, (Charlize Theron), desaparece.
Porque Willy, quien fantaseaba con disfrutar de los privilegios del 'castillo', con ser 'alguien', con ser el príncipe que se casaba con la princesa, la hija del rey, no acepta perderla, no acepta ver reflejado en su mirada la decepción, por haber hincado la rodilla y tragado el veneno de la traición para seguir ascendiendo en esa negrura de brillos engañosos. Durante la narración se suceden los apagones. Durante el encuentro, en un edificio abandonado, entre Leo y su tío, Frank, el paso de un tren convierte al decorado a un vaivén de luz y sombras, como un péndulo que revela la volubilidad de quienes creen que dominan ese paisaje escombrado, una vaivén de incertidumbre y duda, porque nunca puedes estar seguro de nadie, confiar en nadie, ya que pueden variar sus afectos según las circunstancias, o subordinarlos si estas son adversas, un vaivén tembloroso, como unos latidos que son estertores, los de las integridad, los de una luz que se desvanecerá, porque nunca se salió del túnel.

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