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lunes, 24 de enero de 2011

Sam Mendes, un extraño en el paraíso, un mundo sin hogar

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EN TIERRA DE NADIE
Sin duda, Mendes es un cineasta desconcertante Si se repasa la recepción crítica sobre su cine queda manifiesto que es difícil de etiquetar o de calificar, como que no hay consenso unánime sino una notable divergencia de valoraciones, en una variada escala que oscila del entusiasmo al desprecio pasando por la indiferencia. Ni es autor de culto ni sus obras son esperadas o recibidas como un acontecimiento, ni engrosa el podium del ranking de autores en alza. En estas mismas páginas, en relación a American beauty (id, 1999), fue calificado como un director con deficiente sentido de la planificación y que se sustentaba primordialmente en actores y texto o en el tema. Con respecto a Camino a la perdición (Road to Perdition, 2002) como un esmerado narrador, con algún notorio logro de puesta en escena, que transcendía los clichés de diseño de producción o las debilidades de guión, o un mero estilista que menguaba con sus preciosistas alardes las potencialidades dramáticas, a la vez que desactivaba toda posible emoción. Con Jarhead. El infierno espera (Jarhead, 2005), incluso, se llegó a resaltar una cierta ‘confusión ideológica’ en su obra. Y ya con Revolutionary road (id, 2008) se vuelve a recuperar el maldito y vago término de academicista (algo, ya se sabe, muy británico) para enfatizar de nuevo la noción de que ante todo es el texto y el tema lo que destacan y Mendes un mero aplicado ilustrador de buenas y correctas maneras con algún brillo puntual. En fin, mucha disparidad de opiniones y consideraciones. O demasiada confusión.
En suma, su discurso parece indefinido, como también su estilo, sin personalidad propia, tan maleable o mutable como su variopinto tránsito por diversos géneros, del bélico al cine de gangsters pasando por el drama trágico o la sátira, y esto desubica más si cabe. A esto no ayudará su última obra, Un lugar donde quedarse (Away we go, 2009), una escurridiza mixtura de drama y comedia con aires indies, de aparentes ambiciones livianas y escasos alardes formales. Porque, además, sus obras, dentro de esas coordenadas genéricas, son raras, o parecen a destiempo, e, incluso, a contracorriente.

A excepción de American beauty, sus obras no han alcanzado una especial popularidad ni, sin ser tampoco unos fracasos, han supuesto considerables éxitos de taquilla. No es un cineasta de público masivo, ya que un espectador medio sus obras las califica de raras, aunque las pueda llegar a considerar interesantes, y cuando han encontrado, de entrada, cierta atención ha sido gracias a que se sostienen en el aporte de nombres conocidos (Tom Hanks, Leonardo Dicaprio). Cuando no, caso de Jarhead o Un lugar donde esconderse, casi pasan desapercibidas. Quizás sea que Mendes no eleva demasiado la voz ni que se haga demasiado notar. Si su primera obra se convirtió en todo un epítome de obra controvertida o provocadora, el resto no ha causado especial impacto, aunque, desde luego, no sean nada complacientes en sus cargas de profundidad, y sí más sutiles que la primera. Quizás, por tanto, haya que rascar un poco en su superficie.
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UN EXTRAÑO EN EL PARAISO
Como pasó en su momento con Eastwood, que arrastró, hasta bien entrados los 80, tópicos cual lastres con respecto a su cine y persona, para enfocar bien el cine de Mendes habría que empezar a quitar la costra de varios estigmas que emborronan la percepción de su obra. Sobre él aún parece pesar su pasada dedicación teatral, exitosa para más inri, con renombradas representaciones como la de Cabaret, o The blue room, según obra de Arthur Schnitzler, con Nicole Kidman. Esto legitima su dominio en la dirección de actores y una capacidad para saber elegir textos con cierta consistencia, pero es como las cadenas de un fantasma que arrastran su condena a ser un cineasta limitado, o degradado a correcto ilustrador (3). Otro estigma, la maldición del Oscar. Encima, conseguido con su primera obra. Aunque su imprevista notoriedad fuera consecuencia de unas receptivas circunstancias sociales de disconformidad, le dejó marcado con hierro candente con la etiqueta de integrado representante del establishment.

Por último, es un cineasta británico que ha realizado todas sus obras dentro de la industria estadounidense, pero sin que se haya desasido de ese lugar común del academicismo inglés de anestésicas formas y grandes temas (síndrome Ivory, en suma). No hay unas señas de identidad que orienten hacia su lugar de origen, cual apátrida que hubiera borrado su identidad previa (4). Y dentro del cine norteamericano es una especie de rara avis, de nuevo, fuera de lugar, como si le hubieran permitido ese espacio propio, pero sin encajar en un molde definido. Su caso me parece parangonable al M. Night Shyalaman, otro cineasta integrado en la industria, sobre el que pesa un temprano éxito, El sexto sentido (The sixth sense, 1999), que ha determinado otra desenfocada visión sobre su obra. El planteamiento formal sobre el que trabajan ambos parece encajar en los modos más ortodoxos, pero sus miradas no las calificaría de convencionales, y sí de tan personales como revulsivas, aunque trabajen con convenciones (y el segundo en los senderos más acotados del fantástico), porque las transcienden o encuentran desvíos a través de una rigurosa puesta en escena. Algo que también se podría decir de cineastas como James Gray o Todd Field. Y, por otro lado, integrados en la industria también lo están cineastas más heterodoxos en sus formas, como Paul Thomas Anderson o Terrence Malick. O Clint Eastwood, con quien podríamos descubrir una conexión en su contundente forma de cuestionar las imágenes institucionales, las imágenes de conveniencia sobre las que sostienen unos pautados modelos de vida, y a la misma condición enajenante de las instituciones de todo orden, desde la familia al ejercito pasando por la empresa legal o ilegal (una organización gangsteril no deja de ser una corporación económica). Esa reflexión alrededor de la imagen se trama sobre la distancia entre las proyecciones y la realidad, la idea y acción, los modelos y la vivencia, corporeizado en la presencia de la cámaras de video, televisión o fotográficas, el punto de mira de un francotirador, las fotografías o los espejos. Y, aún más, por qué no plantear que comparten una puesta en escena precisa, sobria y despojada, a través de la cual, sin explicitud ni retórica, a partir de miradas, acciones, espacios o detalles de atrezzo, se establece la reflexión y se sedimenta la carga dramática.
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Por ejemplo, cómo plantean ambos un distinto tratamiento del color o de la luz en cada obra. En el cine de Mendes tenemos el azul y el negro, esa gelidez tétrica que angosta las emociones de los personajes, en American beauty; el color arenoso o el rojo hirviente, entre la difuminación y la crispación, de Jarhead, el mortecino marrón fantasmagórico de Camino a la perdición, que es un progresivo tránsito de las sombras a la luz; los dorados engañosos, que se ensombrecen con una patina nublada en el último tercio, de Revolutionary road, y la combinación de tonos suaves y sombríos, entre la calidez que buscan los protagonistas y que ellos transmiten y la negrura que domina sus circunstancias y el mundo que les rodea, en Un lugar donde quedarse. Otra de sus más sobresalientes cualidades es la afinada modulación, un pautado ritmo interno orgánico de medida atmósfera, en feliz conjugación con las extraordinarias composiciones de Thomas Newman ( en especial, la lírica ingravidez de Camino a la perdición o la contenida y progresiva intensidad de Revolutionary road) o en la última obra, con las canciones de Alexi Murdoch, y que culmina en catárticos finales como los de Un lugar donde quedarse, American beauty o Jarhead ( en estas dos a través de un montaje sintético de diversas escenas) y, de modo más brutal, en Revolutionary road. Estructuralmente, tres de sus obras (American beauty, Camino a la perdición, Jarhead) comienzan desde la evocación, dos de ellas remarcando que nos encontramos ante un relato (Jarhead y Camino a la perdición), y cargadas con un aliento tan fatalista como espectral aunque estén tamizadas por la ironía o la conciliación. Otra notable cualidad en sus obras: definir en pocas secuencias el conflicto, las circunstancias y a los personajes con condensados trazos. Y, como concretaré en el análisis de cada obra, se puede advertir un elaborado y significativo empleo de figuras como el fuera de campo, las elipsis, el tamaño de los planos o los movimientos de cámara que demuestran que no es un cineasta ni meramente caligráfico ni un cineasta funcional apoyado en el texto, los actores o el tema.
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UN MUNDO SIN HOGAR
En el cine de Mendes resaltan unas constantes que tocan cuestiones muy del acervo estadounidense, la búsqueda del hogar, de la propia raíz, o en sentido más amplio, del propio lugar, o, a la inversa, el sentirse extraño al propio lugar, o quedarse fuera de lugar. En sus obras se crea una tensión, irreversible y fatal, entre unos personajes integrados y unos personajes desplazados, más determinados o resistentes (American beauty, Revolutionary road y Camino a Perdición) o más vacilantes o confusos (Jarhead, Un lugar donde quedarse). Hay quienes desean marcharse (Swofford en Jarhead), quienes no pueden irse, pero tampoco quedarse (April en Revolutionary Road), quienes se ven forzados a marcharse (Sullivan en Camino a la Perdición), quienes se marchan en buscan de su lugar (Un lugar donde quedarse) y quien se queda aunque sin saber que no le permitirán actuar fuera del molde social (American beauty).
Como en el cine de Nicholas Ray (5), vibran las resonancias de unos sentimientos de orfandad y desubicación frente a una realidad o modelo de vida instituido. Es así que la paternidad aparece como cuestión recurrente, en cuanto a construcción de sentido. El aborto como negación, el embarazo como proyecto. Los adultos frustrados o handicapados emocionales que se pueden encontrar en Un lugar donde quedarse, Revolutionary road o American beauty, en la que, además, los límites de la madurez quedan difuminados en un juego de reflejos entre padres e hijos. Y en Camino a la perdición las relaciones paternofiliales se traslucen en un perverso cruce de espejos de modelos.
Los finales de tres obras (Camino a la Perdición, Jarhead y Un lugar donde quedarse) enfrentan a los personajes ante una idea de hogar, sea su posibilidad o imposibilidad, como exilio o como condena. Las otras dos culminan con la desintegración de un hogar, resultado del desencuentro entre quien acepta un modelo de vida y quien lo cuestiona o niega. Las aguas se convierten en símbolo de posibilidad de liberación. Ante las de un río encuentran su lugar Frank (John Krasinski) y Verona (Maya Rudolph), y ante las de un lago, Sullivan (Tom Hanks), la promesa de lo que pudiera ser. Y ante las aguas del mar tendrán April (Kate Winslet) y Frank (Leonardo Dicaprio), el primer enfrentamiento que anuncia cómo la realización del sueño de April, la ruptura con la vida que llevan, será impedida por el sueño de Frank, los cantos de sirena del ascenso laboral.

Fragmento del estudio sobre Sam Mendes aparecido en el número 394 de Dirigido por.

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