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domingo, 16 de enero de 2011

Ordet

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El abrazo de la resurreción. La resurreción de la secuencia final en La palabra (Ordet, 1955), de Carl Theodor Dreyer, se ha constituido en una de las secuencias más misteriosas de la historia del cine. Por la diversidad de interpretaciones que ha suscitado, y por su misma 'materialización narrativa'. Culminación de esa narración pausada, como de duermevela, tan abstracta como concreta, donde el tiempo se hace palpable, a través de esos delicados y largos movimientos de cámara, o de planos sostenidos en los que el tiempo pareciera escanciarse como el agua, y la realidad se percibe transfigurada, como si se captara su cualidad sino espiritual, interior ( esa 'experiencia interior' de la que hablaba Bataille), donde la orfebrería del tratamiento de la luz, en depuradas composiciones inspiradas en la pintura flamenca, parece que hagan honor a la frasa 'hágase la luz' en el sentido más amplio y epifánico del término.

En esta secuencia final, Mikkel (Emil Hass Christensen) llora ante el feretro donde yace su fallecida esposa, Inger (Briggite Federspiel), rodeado de su padre, Morten (Henrik Malberg), familiares, el doctor y el Pastor. (Re)aparece Johannes (Preben Leerdorf-Rye), el hermano de Mikkel, y digo reaparece, porque hasta ese momento era una figura que parecía 'fuera de este mundo', al que todos calificaban de trastornado por su convicción de que era una representación de la voz de Dios, cual encarnación de Cristo (a raíz de las dudas que suscitó en él la lectura de la obra de Soren Kierkegaard cuando estudiaba Teología). Y esto dentro de un contexto señalizado por los roces entre credos distintos. O cómo el dogma acaba ahogando a la verdadera fé.
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Un hombre que parece trastornado porque se cree depositario de una fé de la que carecen realmente el resto, no sólo el escéptico Mikkel, sino ante todo su padre y su contrincante de credo, Peter (Ejner Federspel), cada uno afirmando que encarnan la verdadera cristiandad (Morten reprocha a Peter que él tiene una noción lobrega y severa frente a la vital y solar que él tiene de las ideas cristianas). Ambos negarán la posibilidad de que el hijo de uno y la hija del otro puedan materializar su amor, porque son hijos de 'contrarios'. Si Morten, en un momento dado, se decide a apoyar a su hijo es porque éste le comunica como Peter le ha rechazado porque no es lo suficientemente bueno, por sus ideas, para su hija. Es revelador que mientras los padres discuten, o se enfrentan, ambos enamorados, en la cocina, lean un libro en el que contemplan una 'resurrección'. El trastorno de Johannes, en suma, no es más que el reflejo del extravío, del trastorno implicito, de la aplicación de su fé de ambos padres, que la han convertido en distancia, en semilla de enfrentamiento, en vez de en proximidad, que es la real resurrección, fé que se hace carne en la unión con el Otro.

En la citada secuencia final, como decía, Johannes (re)aparece, y declara que ha recuperado la razón. Y paradójicamente ahora es cuando se muestra determinado a realizar algo que suscita la perplejidad o indignación de los presentes, por inusitado, o hasta blasfemo (para los representantes de la iglesia). Pedir a Dios que le dé la palabra para devolver la vida a Inger (esa palabra que han perdido los que se creen depositarios del Credo). No es casual que quien se acerque a él, cogiéndole de la mano, y apoyándole e incentivándole a que lo haga, sea una niña (la hija de Mikkel e Inger). Porque esa es la sustancia de la genuina fé ( y no sólo en el sentido religioso del término), esa condición 'despejada de prejuicios o rígidos dogmas', o cerrazón de mente instituida que convierte la fe o el impulso de acción más en un inercial hábito (o identidad) que en una actitud vital (talante), que late en la ingenuidad.
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Y la resurreción tiene lugar. Y Mikkel e Inger se funden en un abrazo. Transpirando una exultante sensación de carnalidad, de recuperación de aliento de vida. Pocos besos se sienten tan físicos, quizás ninguno, como el que le da Inger a Mikkel en la mejilla, casi un mordisco, como si quisiera devorarle. Un beso casi vampirico, de transfusión y ansia de vida, de unión de carne y espíritu. Uno de los besos más desgarradoramente carnales, de voraz sensualidad, que he podido ver en la pantalla. Un beso que es abrazo y resurrección y mordisco de vida. Es el primer plano que quiebra el plano de conjunto, el mordisco de vida. Porque hasta entonces, si había habido un primer plano, que rompiera la dinámica de planificación de planos generales, habían sido del cadáver de Inger, cuando muere al dar a luz. Ahora el primer plano de ambos juntos restituye la carne y el aliento de vida. Y si durante la narración, cuando Inger estaba viva, predominaba en la banda de sonido, el tic tac del reloj, que desaparece cuando ella muere, ahora el hermano, el enamorado del la hija del contrincante de su padre, vuelve a poner en funcionamiento el reloj. El tiempo de nuevo respira. Y la última frase que dice Inge es: 'Ahora, la vida comienza'. Esa es realmente la palabra.

‎'Ordet' (1955), la adptación que realiza Carl Dreyer de la obra de Kaj Munk es uno de los más asombrosos 'Milagros' que ha dado el cine. Su refinamiento visual, con un trabajo lumínico sorprendente, casi epifánico, de Henning Bendsten, no tiene parangón. Una obra que es un auténtico prodigio, misterio y revelación a un mismo tiempo. La transcendencia realizada como resurrección.

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