El hombre que observaba los trenes pasar, como observa pasar la misma vida. Inmóvil pasajero que observaba otras vidas en las que parecían pasar, ocurrir, cosas, el hombre, espectador, que soñaba con otros lugares, con otras vidas, como su expresión se interrumpe, arrebolada, cuando escucha pasar el expreso de París junto a su hogar. Kees (Claude Rains), en El expreso de París (The man who watched trains go by, 1952), producción británica dirigida por Harold French, quien adapta una novela de Georges Simenon, se sorprende de que el encargado de la estación nunca se haya preguntado sobre los trenes que pasan cada día ante él, hacia dónde van, como si no se preocupara de otras vidas más allá de la pantalla, del horizonte estrecho, que constituye su vida, en esa población de Holanda, Groningen. Ambos viven inmóviles, pero uno está satisfecho con su posición y función en un engranaje de vida, mientras que el otro sueña con lo que podría ser su vida, otras posibles narrativas de vidas, las que vidas que no han sido. Kees controla los horarios de los trenes mejor que él, como quien lleva la contabilidad de los sueños no realizados, pero aún posibles. También lleva, desde hace dieciocho años, la contabilidad de la empresa en la que trabaja, dirigida por De Koster (Herbert Lom); empresa en la que tiene invertido su dinero; labor y empresa en la que ha invertido su vida.
Kees ha instituido su vida en el cumplimiento de su función, ser alguien aplicado que controla los números de la vida, apoltronado en su pequeña esquina, o pequeño compartimento, con su familia, su esposa y dos hijos, con sus rutinas y rituales, mientras observa pasar la vida que podría haber vivido, que podría quizá vivir si alguna vez habitara los puntos suspensivos que ha aparcado en su existencia. Hasta que toma consciencia de que su vida ha sido un engaño, que su subordinación no tenía sentido alguno, que cumplía una función que posibilitaba que otros sí vivieran mientras disponían de su presente, y él aplazaba o abortaba sus posibles futuros, como descubre que ha hecho De Koster. No sólo es aquel que vive un sueño, más allá, como cuando le ve en la noche despidiéndose de una hermosa mujer, Michele (Marta Torne), sino que ha llevado a la bancarrota a la empresa, y por lo tanto el dinero invertido por Kees, todo su dinero, por esos sueños, por esa mujer, por ese otro mundo más allá, París. Y su furia posibilita un accidente, y que determine un giro radical en su vida, ya que intentará suplantar la vida de aquel otro que robaba la suya, sus sueños. Kees toma por fin ese tren, en dirección a París, y se convierte en otro.
French narra con eficacia y precisión, apoyado en unos excelentes intérpretes, este trayecto, que supone un viaje más que a la realización, al trastorno, a un callejón sin salida que resulta de una insalvable escisión, de no poder ser del todo otro. Intentar suplantar, vivir la vida de otro (no sólo disfrutar del dinero que hubiera disfrutado De Koster, sino incluso de la misma mujer, Michele) propicia el enajenamiento en el proceso de convertirse en otro para mantener la posibilidad de realizar sus sueño. Porque Kees aún sigue siendo vulnerable a los que quieren engañarle, aprovecharse de su ingenuidad, como es el caso de Michelle, pero también, a la vez, puede ser alguien, otro, capaz de realizar lo que no imaginaba, de ser tan expeditivo como cruzar umbrales inesperados, los que implican agredir, asesinar, a quien corporeiza la decepción de los sueños. Las secuencias oníricas en el último tramo señalizan ese proceso, esa pérdida progresiva de referencia. Más que la persecución del policía Lucas (excelente Marius Goring), entusiasta del ajedrez, templado y comprensivo, el peligro subyace en sí mismo, en las sombras que puedan brotar de la frustración al comprobar que los sueños largamente larvados, observándolos pasar en forma de tren, se materializan en unos siniestros y turbios sumideros.
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