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sábado, 9 de octubre de 2010

El parador del camino

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Una pierna de mujer,la de Lily (Ida Lupino), sobre la mesa de un despacho, es lo que destaca en el primer plano de ‘El parador del camino’ (1948), de Jean Negulesco, indicativo de cuál es el ‘cuerpo’ (presencia, fetiche y representación) generador del conflicto dramático, pero no porque lo propicie sino porque que se proyecta sobre ese ‘cuerpo’ el conflicto que se crea en dos hombres, uno por prevalecer en su voluntad el esquivo mecanismo de defensa y otro por tender al otro extremo, a la voluntad avasalladora. El primero, Pete (Cornel Wilde), gerente del parador en el camino (road house) en el que transcurre buena parte de la acción dramática, es el primero que entra en escena, en el despacho, y se sorprende de la presencia de Lily. Su reacción primera es de suspicacia y desconfianza. Al saber que es la nueva artista contratada por su socio, Jefty (Richard Widmark), piensa inmediatamente que es su nueva conquista u objeto de deseo, el ‘nuevo asunto’, como dice con desprecio. Jefty, dueño del local, hace acto de presencia mostrando su entusiasmo por Lily. La rigidez, casi sombría, de uno contrasta con la exuberancia del otro. Pete es consciente de su grado de entusiasmo cuando Jefty le dice cuánto va a cobrar Lily, mucho más de lo habitual. Su reacción, aunque diga que la va a llevar al hotel (consideración que extraña al mismo Jefty, porque no es nada usual en él con las mujeres), es dejarla en la estación. Pero Lily, mujer que no se deja imponer en ningún momento, no está dispuesta a ser tratada así, además de que deja claro que no es el ‘nuevo asunto’ de Jefty ni pretende serlo. Una bofetada es la forma de zanjar la presunción de Pete. Quien, por otro lado, además descubrirá en la primera actuación de Lily que vale ese dinero que va a cobrar, dado la admiración que genera en el público su particular estilo, esa voz como la ‘grava’, como dice Suzie(Celeste Holm), la secretara, el último componente de este cuadrilatero afectivo, ya celosa porque se siente atraída por Pete. Lily no es una cantante al uso, su voz no es lo que usualmente se considera convencionalmente una gran voz, pero es tan poco ortodoxa como cautivadora.
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Sí en ‘El gran Lewobski’ (1998), de los hermanos Coen, se utilizaba la bolera como metáfora del mundo, también aquí se revela como espacio metafórico de los desbocados impulsos viscerales que pueden dominar al ser humano, y convertir a los otros en ‘bolos’ que tumbar según su voluntad. Bien clara es la primera secuencia en tal espacio que ya anuncia el conflicto que dominará la segunda parte de la película. Jefty quiere que Pete imparta clases a Lily de cómo lanzar los bolos. Pete se muestra remiso, y cambia su gesto, en pocos instantes, a una expresión que amenaza violencia:su mirada se crispa y se envenena 'rogando' que acepte sus deseos (extraordinario Widmark) . Por supuesto, esas clases entre Lily y Pete son todo un duelo encubierto de insinuaciones y reticencias, de pulso de atracciones y recelos. Hay otro detalle que define muy bien a los personajes, lo que sienten, y sus actitudes. Jefty, que se va a ir de caza una semana, no tiene reparos en entrar a las siete de la mañana en la habitación de hotel de una dormida Lily, para llevarla una bandeja con el desayuno, e incluso dejar patente lo que siente por ella,; no es que haya cortejo sino ya se entreve que es imposición de que sea su pareja; la voluntad de ella no cuenta. En la secuencia siguiente, Pete despierta porque oye a alguien jugando a los bolos. Se dirige allí y descubre que es Lily. Después ella entra en su habitación, llevándole el desayuno. Está claro quién le atrae a Lily. La cuestión es que Pete abandone esa coraza defensiva, en la que se sigue manteniendo la idea de que ella ‘es’ de Jefty , aunque Lily le remarque que no tiene ningún derecho sobre ella.
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Por otra parte esa reticencia, que es resquemor, de Peter refleja su inseguridad, y esa minusvaloración de la mujer que fácilmente se vende o pliega a los deseos de alguien con poder económico no deja de ser una transferencia de su dependencia subordinada con respecto a su ‘dueño’, por mucho que se califiquen más como amigos: de nuevo, la actitud en la citada secuencia de la bolera refleja esa latente relación de poder). Ejemplo de cómo se protege y escuda Pete ante su acercamiento es el hecho de que en su cita para ir a nadar, ella se encuentra con que también ha invitado a Suzie. Brillante es cómo Lily reacciona ante la situación, al ver sus risa chapoteando en el agua; como no tiene bañador diseña en pocos minutos un singular bikini que les deja a ambos boquiabiertos. Será significativamente una situación violenta, un cliente ebrio, embobado con Lily mientras canta, empieza a pelear con todos, lo que propicie, tras que Pete logra reducirle, ese acercamiento entre ambos (en una intensa secuencia que extrae fuerza de los primeros planos, que parecen irrumpir como los sentimientos). Pero la vuelta de Jefty corrobora lo anunciado en la citada secuencia de la bolera. No aceptará que ambos estén enamorados, y reaccionará despechadamente, complicándole, en primera instancia, a Pete en una falsa denuncia que le lleve a juicio, aunque realmente su propósito es crear una situación en la que ambos estén bajo su dominio y voluntad. No es extraño que la resolución sea en un entorno natural (y junto al agua, donde de nuevo Lily toma la actitud más resolutiva), en un bosque nocturno, porque son las tinieblas de la emoción desbocada y avasalladora que se quiere imponer sobre los demás, como si fueran bolos, las que han sido las propiciadoras del conflicto, porque esa pierna, con la que se abre la película, es o debe ser ‘suya’.

‎'El parador del camino' (Road house, 1948), de Jean Negulesco,es una notable obra que oscila entre el drama y el film noir,dominada en su primera parte por una magnífica Ida Lupino, que nunca ha estado tan sensual, y en la segunda por un turbador y portentoso Richard Widmark. Una obra que entre líneas nos narra las incapacidades de saber amar por ser demasiado desconfiado o defensivo o por tender a avasallar con la voluntad a los otros. Sugerente y sutil el guión de Oscar Saul, Margaret Gruen y Edward Chodorov, y admirable la fotografía de Joseph La Shelle.

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