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lunes, 28 de abril de 2014

La maldición del hombre lobo y otras miradas sobre la figura del licantropo

La leyenda de la figura del licantropo u hombre lobo no es la que ha disfrutado de mejores aproximaciones en la historia cine. Es difícil encontrar obras de verdadero valor tanto como obra de arte como indagación en las raíces de esta leyenda. En los últimos años, se han realizado diversas películas que, sin demasiada fortuna, o cuando menos quedándose a medias tintas, han realizado un acercamiento a esta figura, de 'Lobo'(1994), de Mike Nichols, a Underworld (2003), de Len Wiseman, y su continuación, Underworld evolution(2006), pasando por El pacto de lobos (2001), de Christoph Gans, Dog soldiers (2002),de Neil Marshall, La maldición (2005), de Wes Craven, La hora del lobo (2007) de Katja Von Garnier, o Skinwalker (2007), de James Isaac, o apariciones secundarias en 'Van Helsing'(2004), de Stephen Sommers, o la sí apreciable 'Harry Potter y el prisionero de Azkaban' (2004), de Alfonso Cuaron, entre otras.
Ahora estamos habituados a unos deslumbrantes efectos visuales con la caracterización y transformaciones de los hombres lobos. Pero ¿hay algo más? Estas obras no sólo carecen, en buena medida, de un sustancioso poso reflexivo, el que indaga, de un modo u otro, en esta figura en su condición de reflejo, sino, lo cual es peor, dado que es lo mínimo que se puede pedir, de una consistente atmósfera perturbadora. En ocasiones, esos apuntes especulares resultan incisivos, como en el caso de 'Lobo', como reflejo de la condición depredadora de nuestra sociedad capitalista, y, en concreto, del arribismo laboral, pero su incapacidad de crear una 'desestabilizadora' atmósfera, sumiéndose en la más anódina correción, lastra sus intenciones. Y algo parecido puede decirse de 'El pacto de lobos' con su proyección de aquel pensamiento de Hobbes de que el hombre es un lobo para el hombre, situados en los albores de la revolución francesa, y como contrapunto y espejo de las manipulaciones del poderoso, pero, de nuevo, el conjunto se desequilibra por la incrustación de luchas a lo 'Matrix', y una subordinación excesiva, en ocasiones, al montaje percutante.
En esta línea inciden sin rubor las dos partes de 'Underworld', en donde vampiros y licantropos son criaturas circenses en festines tecnológicos de acrobacias en forma de combates cruentos. Imponente, eso sí, su diseño estético, y su enérgica narrativa, de la que no están ausentes ciertos sugerentes apuntes siniestros, pero adolece, de nuevo, de convertirse en una llamativa carcasa que desperdicia el crear una atmósfera en favor de una pirotecnia sin pausas (algo extendible al resto de últimas producciones). Esto es, mucho ruido y pocas nueces, mucho avance tecnólogico, con efectos visuales cada vez más sofisticados, pero con una entraña hueca. ¿Siempre ha sido así con respecto al hombre lobo?. Ahora prima el resaltar su condición de bestias, como meras violentas fuerzas de instinto desatado, pero a lo largo de la historia se han sucedido diversos de acercamientos a su figura, unos tan elementales como los de la actualidad, pero los ha habido más complejos, en donde se le representa al hombre lobo como una criatura en conflicto con un entorno social, o consigo mismo, con sus instintos más primitivos, en una dualidad no armonizada, y con una condición maldita que lo acerca al vampiro.
¿Cuál ha sido su evolución histórica? ¿cómo se creó este icono de personaje maldito, condenado a una transformación en animal que no controla, y en la que pierde la consciencia humana, siendo solo una criatura de instintos desbocados?. A diferencia de otras figuras canónicas del género, como Drácula y la criatura de Frankenstein, basadas en reconocidas obras literarias, el cine ha sido fundamental a la hora de definir este icono y sus características. Es con obras como El lobo humano (1935), de Stuart Walker, y, sobre todo, El hombre lobo (1941), de George Waggner donde se gesta el icono popular que ha perdurado durante tantas décadas. En la primera ya nos encontramos con elementos característicos como el contagio a través de una mordedura; la influencia de la luna llena para propiciar la transformación y la noción de la licantropía como expresión de los instintos más violentos (en este caso los celos son un detonante para propiciar su transformación), e inspirada en la frase que se pronuncia durante la película, ´Matamos aquello que amamos’. Por esto, y por su caracterización física, aún evidentes, en buena medida, los rasgos humanos, puede decirse que la representación del hombre lobo es, en este caso, deudora de la dualidad perversa del doctor Jeckyl y Mr Hyde.
Pero Si ha habido una película influyente, y no sólo en el cine, sino incluso para la literatura, es El hombre lobo (1941). El principal responsable fue el guionista, Curt Siodmak, a quien se le debe el establecer los rasgos definitorios de esta leyenda: La dolorosa transformación; la radical escisión entre los estados de humano y hombre lobo, ya que nunca recuerda nada de lo que hace cuando es la bestia, y los consiguientes conflictos de conciencia que le causa; la estrella de cinco puntas que aparece en su pecho durante el día; o en las manos de las víctimas; o la utilización de la plata para acabar con su vida, en este caso con un bastón, ya después reconvertida, en películas posteriores, en forma de bala. Y, además, un elemento, que no existía en casi ninguna leyenda previa alrededor del licántropo, también condicionado por el escaso desarrollo de los efectos visuales entonces: el ser humano no se convierte en lobo, sino en una criatura de constitución humana al que crece el vello, las garras o los dientes, y en donde la creación de maquillaje de Jack Pierce ha quedado como un icono característico durante muchas décadas como seña de identidad de El hombre lobo. Aunque, todo hay que decirlo, más allá de la importancia de ambas obras en la configuración de este icono tampoco destacan por su complejidad, sin levantar el vuelo más de allá de un repertorio de convenciones, y sin tampoco crear esa atmósfera fantástica deseable.
Será con la llegada de los ochenta cuando se apreciarán unos significativos cambios, unos meramente formales, otros de contenidos. Con respecto a los primeros, nos referimos a los avances en los efectos visuales. Gracias a películas como Aullidos (1980) o, sobre todo, Un hombre lobo en Londres (1981) asistimos a transformaciones espectaculares (obra de Robb Botin y Rick Barker, respectivamente), rompiendo con la imagen prototípica asentada, y animalizándolo ya notoriamente, más acorde a las leyendas del folcklore. Pero su interés como películas se acaba ahí, quedando como discretas muestras del género, en la que sólo destaca algún instante logrado, como sería en el caso de la obra de Dante, pero de nuevo sobresale la incapacidad para saber crear, o mantener, una atmósfera inquietante, más allá de los puntuales recursos efectistas para suscitar un sobresalto. Y, además, no aportan nada relevante en su acercamiento a esta figura.
Cosa que sí hacen dos interesantes películas, En compañía de lobos (1984), de Neil Jordan, y Lobos humanos (1981), de Michael Wadleigh, las dos mejores aproximaciones, junto a la obra de Terence Fisher, a la figura del hombre lobo. La primera destacaba por su ingenio expresivo y sus mordaces asociaciones entre licantropía y sexualidad. Y en cuanto a la segunda, logra lo que no conseguirá 'Lobo', convertirsé en un espejo de la sociedad contemporánea. Sugiriendo la existencia de una raza licantropa que convive con la humana desde el principio de los tiempos, y en relación con las tribus indígenas, la película incide en la condición depredadora de la sociedad capitalista donde vivimos, en la cual la codicia y el desprecio al medio ambiente van de la mano. Recupera la virtud transgresora del fantástico con una densidad casi perdida hoy día. No alcanzó, desgraciadamente, la notoriedad de 'Un lobo americano en Londres' y 'Aullidos', cuando es netamente superior a ellas. Es doblemente premonitoria, primero porque define cómo ha interesado más el efecto especial que el discurso o la capacidad de crear una atmósfera, y segundo, porque la peli ya definia hace casi treinta años lo que ha llegado a ser nuestra sociedad. Aparte crea un gran personaje, interpretado por el magnifico Finney, y sabe inquietar de modo sutil, e intrigar con la más rica ambiguedad.
Pero si hay un hito cualitativo en el acercamiento a la figura del licantropo es 'La maldición del hombre lobo' (The curse of the werewolf, 1961), de Terence Fisher, la película que mejor ahondó en las raíces y condición de esta figura mítica maldita, y sí, por fin combinando una mirada compleja y turbadora. Situada la historia en la España del siglo XVII, e impregnada de de un trágico romanticismo, nos presenta a El hombre lobo como el fruto y reflejo de la crueldad y abusos del poder. En concreto, nacido de la violación de una sirvienta por un trastornado mendigo que había sido encarcelado, durante decadas, por el capricho de un cruel y depravado marqués, de preclaro nombre, Siniestro. La animalidad descontrolada se convierte en la huella o marca de una maldición, que no es sino la crueldad humana, y en símbolo de una inconsciente y desesperada rebelión ante una condición impotente, con respecto a la cual ni el amor puede redimir del peso de unas discriminatorias convenciones y rígidas reglas sociales, y la congénita crueldad humana. Además, la transformación en hombre lobo no será 'visible' hasta los últimos minutos, consecuente con el propósito de indagar en la raiz de su por qué, que no es sino ese 'fuera de campo' que son los 'otros'.
Así dedica su primer tercio a ese dibujo de las circunstancias que dieron a luz a esta maldición, esa sucesión de crueldades del marqués con el méndigo, al que abandona como criatura 'invisible' en sus mazmorras, reflejo de una realidad social, aquellos que carecen de los privilegios, que se silencia con el abuso de un poder. Elocuente es esa imagen de un ya avejentado marqués, arráncandose tiras de su piel casi pútrida. La ironía es que su nuevo gesto de arrogante y caprichoso poder, el recluir a la joven sirvienta muda con el mendigo, al negarse ella a satisfacer sus deseos libidinosos, propiciará tanto la violación del mendigo a la chica ( el oprimido que reproduce los abusos del poder), como la posterior insurrecta reacción violenta de la chica, que acabará con su vida.
El relato se centrará después en el nacimiento e infancia de su hijo, León, con situaciones tan sugerentes como ese aullido que se confunde con los berridos del bebé al dar a luz, que escucha su perplejo protector, o las sombras que surgen en el interior de la iglesia cuando van a bautizarle, a lo que se añade la agitación de las aguas bautismales, en la cual se refleja una siniestra gárgola del artesonado (añádase la leyenda que hace mención a la maldición que pesará a quien nace a la misma hora que Cristo, cosa que ocurre a Leon). Durante su infancia, será la contemplación de la sangre por primera vez, en una acción de crueldad humana, la caza de unos animales, cuando se 'despierta' esa bestia en él, aunque no recuerde nada cuando esté despierto (magnifica esa imágen del niño asido a los barrotes de su ventana, con expresión poseida, porque desea salir a matar). Pero el cariño y el amor, que son los aspectos que el sacerdote señala como los que podrán evitar su transformación, conseguirán durante unos años que no vuelva a repetirse.
Pero ya adulto, con los rasgos de Oliver Reed, la maldición resurgirá cuando se enfrente, de nuevo, a las aleatorias injusticias de un rigido entramado social que impide que su amor por Cristina pueda materializarse, porque su padre, por conveniencias, la ha 'destinado' a un rico petimetre. Y la furia inconformista y rebelde le domina, y la fiera vuelve a 'reaparecer'. Sus primeras acciones no serán 'visibles', jugando con el fuera de campo o el reflejo de las sombras, o incidiendo en la idea de 'aparición' como ese plano de su brazo sobre el cuello de una chica, en el primer crimen (ejemplar en su utilización del cambio de plano, como abrupta expresión de la aparición de la violencia). No, las circunstancias, demasiado rigidas, no parecen poder superarse. Sólo quedará la constatación de esa furia que es reflejo de una realidad social sustentada sobre el abuso de poder, y de una rebelión impotente. Si el relato comenzaba con la llegada del mendigo al pueblo, acompañado por las campanas, la muerte de Leon tendrá lugar en un campanario. No hay más hermosa y desgarradora manera de expresar la fatalidad que anunciaba el destino de este personaje que quería amar pero fue dominado por la crueldad humana.

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