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lunes, 19 de enero de 2015

El pequeño Quinquin

¿Qué hace ese hombre con pasamontañas en un funeral? La pareja de sacerdotes no logran que el micrófono se estabilice, oscilando de uno a otro. En otro momento del ritual, mientras ascienden y descienden, no pueden contener las risas. O realizan una desconcertante coreografía gestual con sus manos, como si no pudieran mantenerla en el gesto ya pautado de las dos manos juntas en posición de rezo. Y como colofón una de las asistentes entona una canción, acompañada por el organista, que dota a la singular secuencia de aún más contrastes, pues se empapa de un extraño lirismo que se convierte, valga la paradoja, en cautivadora epifanía, uno de los grandes momentos musicales de la producción del año pasado, a la altura de algunas secuencias de 'Sólo los amantes sobreviven', de Jim Jarmusch, la secuencia de la prueba en 'A propósito de Llewyn Davis', de los Hermanos Coen o, por ser muro montaje musical aunque no haya ningún interprete musical, los seis exquisitos minutos acompasados a la composición 'Technically, missing' de Trent Reznor y Atticus Ross, que condensan el cambio de rumbo de la narración y el salto a la perspectiva de la protagonista, en 'Perdida', de David Fincher. Es una de las secuencias más deslumbrantes que deparó la producción del 2014. Y probablemente, el funeral más surreal visto. Es, en suma, o por otro lado, otra sorprendente digresión o ruptura de tono de esta extraordinaria mini serie de cuatro capítulos, 'P'tit Quinquin' (2014), de Bruno Dumont, que sin dejar de ser Dumont, uno de los más sorprendentes y admirables cineastas actuales, se desprende, en parte, de la despojada severidad o gravedad tonal de sus obras previas, y se acerca a los territorios de Lynch, en particular de 'Twin Peaks', con el mismo desmelenado ingenio expresivo capaz de combinar tonos con plena maestría sin perder nunca la circunspección.
La excentricidad define la narración, la extrañeza que brota de un realismo habitado por dibujos animados. El semblante del investigador policial que ha acudido a investigar, a ese pueblo del norte de Francia, el asesinato de una mujer cuyo cadáver ha aparecido despedazado, aunque falten trozos, en el interior de una vaca que se ha encontrado, sorprendentemente, dado que no se entiende cómo ha podido llegar hasta ahí, en el interior de un bunker, el comisario Van Der Weyden (Bernard Pruvos), está dominado por un incesante baile de tics. Es un semblante adusto de vocación coreógrafa. En el rostro de su lugarteniente, el teniente Carpentier (Philippe Jore) destacan sus dos incisivos superiores rodeados de oscuridad, lo cual le hace asemejarse a cierto roedor. Entre superior y subordinado se orquestan singulares diálogos mediante variados arqueos de cejas. En los márgenes que son a la vez el centro se desplaza como una figura transversal, siempre en medio, de un lugar a otro, el pequeño Quinquin (Alane Delhay), otro de esos rostros que parecen cincelados como los de los previos protagonistas de las obras de Dumont centradas en el ámbito rural. Hasta su pelo cortado a cepillo parece cincelado. Su nariz es un gancho, como la nariz que no deja de curiosear y hasta encuentra direcciones,o sea, pistas que indicarán nuevos senderos de investigación a Van Der Weyden y Carpentier.
Quinquin suele ir acompañado de dos complementos que, como en los dibujos animados, o en las películas de gangsters (por ejemplo, los que escoltaban a Glenn Ford en la maravillosa 'Un gangster para un milagro', 1961, de Frank Capra), son más altos que él. Aunque sobre todo suele ir acompañado de Eve (Lucy Carron), la niña que ama, y que le corresponde,con la que se baña en el mar aunque el viento sea helado porque siempre habrá un momentos para quedarse suspendidos en un tierno abrazo. Hay más crímenes, cadáveres que parecen estatuas marinas, un deficiente mental que a veces se desploma cuando da una vuelta en redondo, una variedad de rostros minerales, en ocasiones de gesto impávido, y en otro aficionados a la contorsión, caballos blancos que desea montar el comisario porque es una de sus ilusiones de niño aún no cumplidas, niños que se pintan los rostros como si fueran espectros en traje de baño, niños musulmanes que se suicidan, cheerleaders funerarias y bunkers, muchos bunkers en esta Francia profunda de bestias humanas. Pero sobre todo, singularidad, la singularidad del ingenio excepcional.

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