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jueves, 4 de diciembre de 2014

La isla mínima

Hay acordes en la música compuesta para Julio De la Rosa para La isla mínima (2014), de Alberto Rodriguez que evocan algunos de los compuestos por Ennio Morricone para La cosa (1982), de John Carpenter. No es un paisaje helado sino un paisaje en el que parecen indefinidos los contornos, tanto que desde la perspectiva cenital parece en ocasiones asemeja la geografía de un cerebro. ¿Qué vemos? Las certezas son como islas mínimas. La amplitud de perspectiva es engañosa. Entre el agua y la tierra, las marismas asemejan a la transición que vivía el país, entre los que habían apoyado la dictadura, los que la habían servido, y los que aspiraban a transformar el país, crear otro <> que no tuviera que ver con aquel pasado, lo que representan los dos policías, Pedro (Raúl Arevalo) y Juan (Javier Gutierrez), encargados de la investigación de la desaparición de dos adolescentes. En la transición aún quedan residuos de lo que fue, la realidad pretérita no desaparece, se fusiona con la presente. En la primera habitación que ocupan, un crucifijo con las efigies de Franco y Hitler. En la transición se arrastran lodos, infecciones que no se curan y enquistan, se camuflan bajo la superficie o adoptan otros rostros. En La cosa realizaban una prueba con la sangre de cada uno para poder descubrir quien no era lo que parecía, quién había sido suplantado por la criatura extraterrestre. En La isla mínima hay quien orina sangre, Juan, aquel de quien un periodista dice a Pedro que fue un entregado esbirro del régimen dictatorial. En ambas secuencias finales de La Cosa y La isla mínima, dos personajes se miran. En la primera, uno mira al otro preguntándose si será un extraterrestre que en cualquier momento acabará con su vida, y en la segunda, uno le mira al otro, Pedro a Juan, preguntándose, si como le dice el periodista, fue realmente un torturador y asesino, alguien que apoyaba el régimen entonces y que ahora también acepta su posición, su condición de esbirro sin otras aspiraciones, adaptándose al entorno, por eso no replica a sus superiores, ni pone en cuestión sus decisiones, como si hace Pedro.
Juan es una criatura invisible que se repliega en el nuevo paisaje, entre el agua y la tierra, y adopta la apariencia necesaria para sobrevivir en el nuevo medio ambiente. Como tantos hicieron en las estructuras de poder (no parece que Felipe Gonzalez pudiera extirpar durante sus años de mandato a los ultraderechistas que se enquistaron en los pasillos y recovecos de las diversos estamentos). No importa quién sea el criminal, si porta capucha o sombrero de fieltro, porque emana del mismo paisaje. Para matar al asesino, Juan utiliza como arma la navaja de uno de sus cómplices. No hay contornos claros, dónde estuvo él antes y dónde ahora, quién utiliza o porta la navaja, si está matando a su reflejo. Hay raíces resecas en la tierra, como plantas ponzoñosas, y terrenos inciertos en los que puedes hundirte. A ras de suelo, unos intentaban fugarse, escapar, de una vida restringida, como las diversas hijas que se dejan seducir por los cantos de sirenas de quienes les ofrece la posibilidad tanto de la huida de ese pueblo de vida reducida, de vida seca en la que se sienten ahogar, como la promesa del éxito en ese espacio de fantasía en el que las mansiones son hoteles de veraneantes. También en la transición se deseaba desprender de los lastres de unas restricciones y represiones pasadas, de una mentalidad provinciana, a la vez que caciquil.
En La isla mínima hay quienes disfrutan de sus señoríos, sean empresarios que abusan de los obreros y jornaleros o sean traficantes de heroína. Si quieres salirte de tu lugar, apropiándote de lo que encuentras, como el padre de las niñas un paquete de heroína, pagarás con creces por salirte del tiesto o de tu posición en el escenario. Si deseas cobrar más, tendrás que unirte a otros en la lucha, o bajar la cabeza y aceptar lo que te ofrecen. Si tienes ilusiones de otras realidades tendrás que aceptar que tus sueños se degraden cuando te veas convertida en mercancía, o en mero deshecho, un cadáver mutilado en una acequia, en un territorio indefinido, cuando ya seas utilizada. No ha variado mucho el paisaje, el cerebro de este país, las marismas en las que aún vivimos. Aún hoy este país no parece aceptar que pueda darse una transformación completa, todavía atrapados en el bucle de aquella transición, aún infectados.
Por eso no se puede aceptar que alguien de verdad pueda materializar ese cambio deseado, ese cambio que se convirtió hace tres décadas, por cierto partido político que representaba un nuevo paisaje frente al antiguo, en eslogan de la promesa de una realización. Por eso, se somete a tal inclemente escrutinio a esa fuerza política que ha surgido con imprevista fuerza en el escenario sociopolítico. Los recelos intentan demostrar, o directamente denunciar, que es una criatura extraterrestre oculta. No puede ser diferente a los que ya estaban como quistes escénicos, no hay opción posible a la alternancia en el poder en la que nos hemos atascado, no hay nada entre la tierra y el agua. Tiene que estar también infectado, no puede ser lo que promete. Más allá de que luego corrobore los recelos, parece que se tiende a pensar que mejor lo malo conocido que lo malo por conocer. Juan se mira con pájaros en varias ocasiones, no se sabe si su contraplano es real o no, si están ahí o no. ¿Qué vemos? A esta sociedad le pasa lo mismo, perdida en su isla mínima, reducida, porque no se ve capaz de volar, porque no cree que sea posible volar, o quizá porque la infección sigue propagándose en su interior, y aunque no quiera verse de ese modo, aún orina sangre.

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