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martes, 18 de noviembre de 2014
The stranger came home
Un extraño vuelve a casa, pero no dejan de ser todos extraños. Quien vuelve, quiere saber qué ocurrió cuatro años atrás. Y todos parecen hacerse la misma pregunta, porque se suponía que Vickers (William Sylvester) estaba muerto. Pero cuando a esa pregunta se responde con la misma pregunta, sin duda hay alguien que miente. El hecho de que se califique de extraño a quien retorna al hogar inesperadamente también implica que, en cierta medida, Vickers no parece el mismo. Ha recuperado la memoria que perdió tras el golpe que alguien le propinó tres años atrás, pero al mismo tiempo parece otro, la reaparición espectral que irrumpe para desvelar la inconsistencia de todos, de un modo de vida. Vickers ignora quién fue o el motivo, aunque está convencido de que el motivo no fue el robo, sino que el perpetrador fue uno de sus tres colaboradores en la empresa que regía. O quizá su esposa, Angie (Paulette Goddard). Sin duda, algo olía de podrido en aquellas relaciones empresariales o afectivas. Una de las principales virtudes de este apreciable producción de la Hammer, 'The stranger came home' (1954), de Terence Fisher, adaptación de una novela firmada por el actor George Sanders (aunque realmente escrita por Leigh Brackett) es la turbia y envenenada atmósfera que se sedimenta de sus primeras secuencias. Vickers irrumpe como un fantasma; su mirada, como brasas encendidas, su cabello en el que parece haberse aposentado una blanquecina patina, la cicatriz en su frente, le confiere reminiscencias de espectro. Es alguien que busca resarcirse, contaminado, como apunta el inspector Treherne (Russell Napier), por la ponzoña de la venganza. Un crimen en el presente enmaraña aún más la percepción de unas relaciones definidas por la desconfianza y la falsedad. Deseos que se ocultan, miedos que se proyectan.
Vickers añora a su mujer y a la vez no se fía de ella, lo cual también delata la fragilidad de su relación. Piensa que quizás ha podido establecer otras relaciones, e incluso conspirado por ese motivo para matarle, sin pensar que puede más bien sufrir la insistencia de otros admiradores. Pero las interrogantes o sospechas también alcanzan a Vickers, no sólo sobre el asesinato del presente, sino sobre su supuesta amnesia sufrida, y cuánto tiene de invención aquel ataque del pasado. Sobre todos los personajes sobrevuela la duda, y entre todos los personajes se enquista como una purulencia, una infección que emana del tejido empresarial, dominado por la instrumentalización en las relaciones, la codicia y el afán de poder. Hay quien dice que no le gusta la gente, incluidos los que le gustan. Los tejemenajes que mantienen algunos no se explicitan porque son más bien emblemáticos de una tónica; se insinúa que Vickers no era precisamente un afable empresario, algo que se percibe también en ciertos modos autoritarios; de ahí también esa ironía en la calificación de 'extraño' que retorna: un fantasma de alguien que se impuso a los demás y ahora retorna, como víctima, para reclamar justicia. Aparentemente. Esa atmósfera opresiva, de corrupción ambiental, no deja de anticipar las que Fisher logró materializar notablemente en su etapa más conocida, a partir de la magnífica 'La maldición de Frankenstein' (1957), en la que Fisher dinamita los mecanismos de identificación, ya que resulta difícil simpatizar con alguno de los personajes. Fisher desprovee de apoyo (ni siquiera la mirada neutra de la policía), y nos enfrenta a un entramado de relaciones infecciosas, por eso las muertes se deben más a impulsos que al cálculo, aunque precisamente estén relacionadas con una trama de relaciones sostenidas sobre las apariencias, y con la codicia subterránea, no visibilizada, como dinamo. En ese entramado integrado por extraños y fantasmas, la competencia puede ser por lo que se desea o por quien se desea. Una posición de poder o un cuerpo.
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