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jueves, 20 de noviembre de 2014
La gaviota
Aun esplendoroso el verbo de Anton Chejov, la lectura de sus dramas teatrales, por ejemplo, de 'La gaviota' (1896), resulta insuficiente, como si faltara o se hubiera extirpado algo fundamental, el cuerpo, la densidad de las emociones proyectadas a través de los registros de voz y expresiones corporales. Palabras y frases que necesitan su correspondiente alumbramiento, la correspondiente magnificencia actoral que las expanda como si cualquiera de las frases fuera un universo en gestación. Y ese estado de gracia se logra en 'La gaviota' (1968), de Sidney Lumet, a través de James Mason, Denholm Elliott, Harry Andrews o David Warner. El verbo se proyecta como si fuera una corriente eléctrica, con sus variaciones y contrastes. La intensidad extrema, al borde del propio electrocutamiento, conjugada con el pozo de sombras de su mirada en David Warner como el joven Konstantin, escritor en ciernes, mirada en ciernes, aún ofuscada en los remolinos de la emoción a la que no logra dotar de puerto, explorador de un lenguaje teatral que rompa con lo establecido o convencional, suspendido entre los sueños y las pesadillas que intenta materializar en sus creaciones, renegando de la realidad a ras de suelo del presente o de lo que pudiera ser, esa realidad en la que tanto le cuesta sostenerse, sobre todo porque no encuentra la correspondencia sentimental en su musa, Nina (Vanessa Redgrave), a la que le cuesta entender lo que expresa, porque transita en otra frecuencia, aun mirada en ciernes, pero no contestataria o sublevada, como la de Konstantin, demasiado sugestionable o moldeable, de ahí su fascinación por el escritor consagrado, Trigorin (James Mason), y su consiguiente idealización. En ese presente tempestuoso, que define a Konstantin, que se abre paso hacia un futuro neblinoso, se contrastan los que ante todos miran más ya hacia al pasado que al futuro.
El doctor Dorn (Denholm Elliott), hombre que ha vivido plenamente los placeres sencillos, el hombre sabio de penacho blanco, canas que parece que hubieran florecido como simientes de un templado conocimiento germinado en las agitadas mareas de la vida (lucidez orgánica equiparable a la de otro memorable médico, Astrov en 'Tío Vania'), pero que se pregunta, frente a ese entusiasmo creativo de Konstantin que intenta rasgar fronteras, si hay experiencias, territorios, más elevados o sustanciosos que se ha perdido transitar. O Sorin (Harry Andrews), el hombre que ha aparcado su vida como funcionario durante treinta tres y años y que siente que no ha vivido la vida, en su reclusión de vida de trámite, ahora un cuerpo que sufre puntuales desmayos, quizá por toda esa vida que no ha logrado vivir, vida paralela estancada que pesa en sus sesenta y cinco años que comienzan a mirar demasiado a lo que no fue. Resulta admirable el trabajo interpretativo de Andrews, su macizo cuerpo que se desplaza cansado, torpe, si, por ejemplo, se compara con el arrogante vigor que transmitía en su anterior colaboración con Lumet, en la magnífica 'Llamada para el muerto' (1967), adaptación de una obra de John Le Carré, en la que también intervenían Mason y Simone Signoret. En esta obra la intervención de Harriet Anderson establecía un lazo con el cine de Ingmar Bergman, manifiesto en los sobrecogedores forcejeos maritales entre Mason y Anderson (en esa desnudez emocional obscena incluso superaría al sueco en 'La ofensa', 1972). 'La gaviota' está rodada en Suecia, y su paisaje, y el peso de sus sombras, de su desesperación fronteriza, es antecedente del que rezumaban algunas secuencias de 'Sacrificio' (1986), de Andrei Tarkovski.
Pero el arte de Chejov no sólo se despliega a través del talento actoral, sino también a través de la puesta en escena de Lumet. El trabajo sobre el montaje interno en la primera secuencia en la que conversan Trigorin y Nina. Mason, con su fabuloso dominio microscópico del gesto o el registro de voz, da vueltas alrededor de ella, en círculo, mientras expone su perspectiva del arte de la escritura, y cómo lo vive él, reflejando a través de ese movimiento ese cautiverio vital, cierto ensimismamiento del que no logrará salir, una voluntad no lo suficiente firme, una inconstancia emocional, como expresa en una secuencia posterior junto a su amante, la actriz Irina (Simone Signoret), madre de Konstantin. Frente a la gaviota que ha matado este, como acto extremo de su despecho hacia Nina, Trigorin se inspira para un posible relato, una historia en la que una mujer, con la que identifica el vuelo librre de la gaviota, será dañada, porque sí, por un hombre que la enamora. Pero en Trigorin hay más inconsciencia que consciencia porque sí. Trigorin vive más bien para lo que le inspira la vida para sus obras, ignorante e inhabilitado para las emociones. Será él quien dañe irremisiblemente a Nina, al establecer una relación con ella, preñarla y después abandonarla, pasajes que son relatados verbalmente (la idealización es visible, espejismo, la decepción, invisibilización, ausencia).
Chejov establece una elipsis de varios años, lo que hace herida de ese tránsito, y Lumet lo condensa en un movimiento de cámara, coreografiado con las posiciones y movimientos de los actores, que se acompasa al relato de esos hechos que realiza Konstantin. En esa variación de reencuadres durante ese movimiento deslizante, se suma otra herida, a través de su posición en un extremo del encuadre, mientras Konstantin sigue su narración al fondo, la de Masha (Kathleen Widdoes), enamorada desde hace años de Konstantin, y ya casada con el profesor local. Las sombras ya son desolación de negrura, noche que pesa, en el desesperado último encuentro entre Konstantin y Nina, en el que ambos supuran su intemperie, que él sellará con su suicidio. La conclusión es seca como un garrotazo. La cámara realiza una lenta panorámica circular que se detiene en cada uno de los personajes sentados alrededor de una mesa, en la que jugaban a una especie de bingo. Y concluye con un plano cenital de todos ellos, como si fueran las horas de un reloj detenido, con la figura del doctor Dorn de pies, la fisura en unas vidas inmóviles ya sumidas en su propio silencio, en sus propias distancias con la vida, solo roto por la desangrada lectura de otro número por la voz de la mujer que amó en la distancia.
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Siempre pensé en Josema Yuste de "Martes y trece" cada vez que veía a Vanessa Redgrave y aquí no ha sido una excepción, embutido en ese vaporoso vestido. A Mason lo adoro de toda la vida, of course...
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