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viernes, 25 de abril de 2014

Matterhorn

Hay variadas maneras de contrarrestar un sentimiento de pérdida. Algunas peculiares. Puede servir, incluso, un señor con barbas, más bien cuarentón, que necesita gasolina, aunque no tenga coche, y que no emite más que onomatopeyas o monosílabos, o repite en un murmullo ininteligible esa particular letanía, que puede ser una oración, con la que buscas crear lazos de orden en un mundo que se ha desmoronado en tu interior. Por algún motivo, decides adoptarlo, o acogerlo, o simplemente, dado que no se sabe de dónde ha podido surgir, te lo quedas y lo utilizas como compensador emocional, un fetiche que sirve cubrir los huecos que se han agrandado en tus entrañas como una herida que no es que se haya cerrado sino que parece que ha abierto cada vez más sus fauces. Es lo que tiene cuando no se logra afrontar las pérdidas, o los distanciamientos, de seres queridos. Claro que para que tengamos una cierta noción del por qué de los actos de Fred (Ton Kas), tendrá que transcurrir buena parte de la narración de la singular producción holandesa 'Matterhorn' (2013), de Diederik Ebbinge. Fred es un señor cuarentón, sin barba, de aspecto impoluto y atildado, muy ordenado y meticuloso (realiza sus comidas siempre a la misma hora, y en punto: espera a que el segundero llegue a dar la hora para empezar a comer). Vive en un paraje que asemeja a cierta Arcadia, una serie de casas en un plácido ambiente rural. Parece la calle del extrarradio de una ciudad pero en el campo. Un mundo aparte, en medio de nada, una nada que no parece poder alterarse, mancharse, trastornarse.
Es un hombre de férreas creencias religiosas, que asiste cada domingo a misa. Este hombre de vida tan medida, como si a todo aplicara una regla, y un cartabón, toma la desconcertante decisión de acoger a ese extraño ser, o señor con barba, que pide gasolina aunque no tenga ningún coche en la que utilizarla. Este cuarentón, cuya cabeza no parece regir con normalidad, por lo menos no parece tender a usar reglas y cartabones en la vida, se llama Theo (Rene Van T'Hof. En principio, parece que Fred sólo le pide, más bien exige, que haga cierta limpieza en su jardín, pero una invitación a cenar se convierte en que pase la noche en casa, en una habitación habilitada, que parece de su hijo, porque cada que finaliza su oración antes de comer mira a una fotografía en la que vemos a una mujer y un niño. Pronto, se convierte en su compañero de piso. Alguien podría decir que adoptará la condición de mascota, de animal de compañía. Desde luego, le encanta relacionarse con otras criaturas animales, e imitar sus voces, sea una cabra, una oveja o lo que fuese. Eso hace gracias a los niños, por lo que les contratan como amenizadores de cumpleaños infantiles. Hay quien piensa, si su mente es más bien pía y pacata, que entre ambos puede haber ciertas prácticas físicas cuya posibilidad les incita a santiguarse, salir corriendo con el gesto trasegado y responder con el estigma de que son como Sodoma y Gomorra, especialmente si se ve portando a Theo las ropas de la esposa de Fred.
Durante su primera mitad, 'Matterhorn', es una obra desconcertante, desde luego sorprendente, inusualmente peculiar, que se podría calificar de extravagante, porque sólo transitamos superficies, como si miráramos desde la distancia a dos figuras de las que desconocemos su pasado. Sus accidentes vitales. En principio, puede parecer un mero espejo distorsionado de un fatuo orden que esconde bajo la alfombra sus heridas, frustraciones y carencias. Por eso, no se puede comprender el dolor que palpita en el hecho de que Fred permita que aquel hombre desconocido, que no parece saber articular frase alguna, porte la ropa de su mujer ausente, desaparecida. Porque resulta dificil, en muchas ocasiones, articular el dolor. Porque resulta difícil, en muchas ocasiones, decir que ausencia y desaparición son sinónimo de muerte. En cuanto comienza a asomar la sangre seca de las emociones, comienza a atisbarse las secuelas de unos atropellos y unas colisiones. Y hay hasta cierta poética que puede tener su punto siniestro, quizá la adecuada para despertar de nuevo, para dejar de pensar en cuadrículas de horarios, en vida de regla y cartabón, porque no es más que un espejismo para creer que se contiene la inundación de una pesadumbre que ha seguido golpeando los torpes muros que se han intentado erigir para no afrontar la pérdida y el distanciamiento.
Puedes perder a quien amas, como es el caso de Fred, o puedes perder, simplemente, conseguir a quien amas, y pensar que te la ha robado otro, como si eso compensara tu amargura, tu dolor, tu frustración, como siente su vecino. Puedes distanciarte de tu hijo porque no ha sido como tu quisieras que hubiera sido, como es el caso de Fred, porque la vida de los otros no se acopla a tus reglas y cartabones, no pueden ser como tu mascota, no pueden vestir la ropa de tus ilusiones muertas. Un señor con barba, cuarentón, que emite monosílabos, onomatopeyas o murmullos ininteligibles es el reflejo de lo que ha atropellado tu vida. Eres tú, desvalido, sin dirección, desgarrado en tu mente, sin saber articular lo que te ha quebrado. La diferencia es que tú has construido otros diques. O eso pensabas. Quizá sea hora de desprenderte de ellos, de ese fatuo espejismo que erigiste como protección, y escalar hasta la cima del Matterhorn, esa montaña alpina en la que han perecido 500 escaladores desde que se comenzó a ascender en 1865. Tú no tienes por qué ser uno de ellos.

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