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viernes, 4 de abril de 2014
El gran Hotel Budapest
'El gran Hotel Budapest' (The Grand Budapest Hotel, 2014), de Wes Anderson es como una de esas preciosas cajas de bombones. Pueden ser rectangulares o cuadradas, como los diferentes formatos de la película. Lo evoca también la misma disposición de las fotografías de los diversos personajes en el cartel promocional. Cada uno podría representar un bombón. Cada personaje, aunque aparezca efímeramente, está perfilado con unos detalles caracterizadores que lo resaltan como distintiva presencia, singularidad que también destacaba en el cine de Federico Fellini o Luís García Berlanga. Pero también lo podría representar cada plano. Pocos cineastas como Anderson nos recuerdan que el encuadre es composición. Sus encuadres son filigranas, estatismo evocador, como si las simetrías se fusionaran con las fisuras, con los puntos de fuga que abren a lo inefable. Como los zooms o las bruscas panorámicas sacuden como un seismo la armonía compositiva. También evoca la recuperación de lo primitivo, de los primeros encuadres en una linterna mágica, los primeros pasos, encuadres, del cine con Georges Melies. Por eso, rehuye los efectos digitales y recurre a las maquetas para recrear el hotel Budapest, o ese funicular que asciende hacia las alturas donde está ubicado, o ciertos espacios sorprendentes, como los picos a los que se accede con los teleféricos. Anderson rescata a la imaginación, y la infancia; su aventura es aquella con la que se explayaba la imaginación con los cromos de los que se componían los álbumes, o que lo iban completando como los eslabones de un sendero.
Y 'El gran Hotel Budapest' es también un album, como 'Moonrise kingdom' (2012) podía evocar una casa de muñecas. Sus encuadres son estampas, viñetas, en las que se desplazan los personajes, en un mundo fantástico que desafía la gravedad de la realidad, un universo en el que se puede encontrar una cabina en mitad de un prado nevado. O en el que un recluso va despojado de ropa, con un cuerpo surcado de tatuajes, como es el caso de Ludwig (Harvey Keitel), mientras sus compañeros portan el correspondiente uniforme carcelario. O en el que, mismamente, se conjuga una pareja protagonista tan dispar como la que compone en refinado conserje del Hotel Budapest, Gustave (Ralph Fiennes) y el botones, de ascendencia arabe, Zero (Tony Revolory). A veces los encuadres se despliegan como abanicos, en montajes secuenciales como los que sintetizan los atentos favores que realiza Gustave con sus clientes femeninas, todas con un mismo patrón caracterizador (si todas eran rubias no era sino porque ninguna era morena), o la escala comunicativa (vía telefónica) entre los conserjes de diversos hoteles que se alían para ayudar a Gustave en su fuga carcelaria en pos del testimonio que pruebe su inocencia con respecto al crimen del que es acusado.
'El Gran Hotel Budapest' se inspira en la obra de Stefan Zweig. En 'Episodio en el lago Leman', uno de los relatos que componen 'Amok', un hombre es encontrado desnudo en el susodicho lago, tras haber desertado de la división rusa que había sido enviada el frente francés, durante la primera guerra mundial. Su anhelo de reencontrarse con su esposa e hijo le había impulsado a la deserción, sin percatarse de la gran distancia que hay entre Francia y Rusia. Pero ahora se convertía en la causa de todo un conflicto ya que, aún en guerra, las autoridades no sabían como calificarlo, si como desertor o extranjero indocumentado, ni qué hacer con él. El hombre, dominado por la desesperación, pregunta al director del hotel si puede volver a su casa. Para él no hay distancias, ni guerras, ni leyes ni países ni fronteras. Sólo el anhelo de retornar a su hogar. La imposibilidad le impulsa a suicidarse en el río. Ahora su desnudez es la de un hombre muerto. Puede parecer desorbitada la asociación de 'El gran Hotel Budapest' con este relato, de trágico desenlace como el resto de los que componen el libro. Pero bajo las capas de la caja de bombones hay un poso sombrío, ese que relaciona el diseño, de afiliación anarquista, de la camiseta de la chica que atiende la tumba del autor de la novela, con la soledad espesa que emana de las diversas figuras aisladas, deshabitadas, como autómatas desconectados, que componen la escasa clientela del hotel en la década de los sesenta, cuando el escritor conoce a quien le narrará la historia. Como si fuera el relato el que reanimara la realidad.
Una realidad embalsamada, que necesita del anárquico impulso de la imaginación para despertar. Para liberar esas figuras que parecen apoltronadas en un aire viciado de decepción, de ausencia en vida. Quizás por eso el relato acontece un año antes de que el nazismo tomará el poder. Es como volver a la prehistoria, una prehistoria en la que incluso el personaje protagonista, Gustave, pertenece a un tiempo pasado, ya es una excepción en aquel tiempo, como lo es su integridad. Por ello desaparecerá, tras enfrentarse de nuevo a un autoritarismo que establece categoría y estigmatiza (si es un extranjero de otra raza como Zero). Hay quienes son cero. Y hay quienes al cero lo consideran también alguien, como Gustave. Su final será trágico, ejecutado. Narrado con distancia, en fuera de campo, como con distancia, la de un plano general, se nos referirá que el amor de Zero y Agata (Saoirse Ronan) no durará más de dos años, por una epidemia, que entonces no tenía cura, que se llevará la vida de ella y la de su hijo.
Pero erigiéndose sobre las sombras, sobre una mirada que no es nostálgica sino sublevación en los territorios de la imaginación, en otro tiempo que no sabe de fronteras, 'El gran Hotel Budapest' es un canto al arte de relatar, al relato como expansión de imaginación, como pliegues que se estiran y van descubriendo nuevas capas, como las misma caja de bombones. Abres la tapa, te encuentras con el papel acolchado, y una fina doble capa de papel, y quizá los mismos bombones tengan envoltorio. El relato de 'El gran Hotel Budapest' así se despliega. Comienza, en el tiempo presente, con una adolescente que visita la tumba del escritor que ha escrito la novela 'El gran Hotel Budapest', a quien se nos presenta en la siguiente secuencia, años atrás, en la década de los ochenta, con el rostro de Tom Wilkinson, dirigíéndose a cámara. Con una nueva elipsis, retrocedemos casi veinte años, para encontrarnos ya en el Hotel Budapest, donde el autor, ahora con los rasgos de Jude Law, conoce a Zero Moustafa (F Murray Abraham), con cuyo relato, el que protagoniza él en su juventud junto a Gustave, retrocederemos hasta 1932. Y así concluirá a la inversa, cuando se cierre la caja de bombones y finalice la película.
En el curso del relato nos hemos desplazado como surcos de imaginación que, provisionalmente, se imponen sobre la realidad, como en esa desopilante persecución entre pistas de esquies o bobsleigh que realizan Gustave y Zero tras el siniestro Jopling (Willem Dafoe), como si el coyote pudiera por fin alcanzar al correcaminos. En la caja de bombones de la imaginación el villano se precipita en el vacío, y el héroe es rescatado en el último segundo. No hay fusilamientos, ni epidemias aún sin cura, ni soledad en espacios sonámbulos. O sí, pero de algún modo nos hemos quedado con la sonrisa desplegada por el dulce regusto de unos exquisitos bombones que eran también las estampas de un álbum que era también los billetes para un viaje a los territorios infinitos de la imaginación. Claro que, para esto, tienen que gustarte los bombones.
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