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lunes, 14 de abril de 2014

El pasado

Duele cuando te muerden para extraerte el veneno que te ha inoculado en la sangre una serpiente, y cuando queman la herida para cauterizarla, pero es un dolor pasajero. El dolor será más intenso si no dejas que te lo hagan, incluso perderás tu vida. Con las emociones, con los sentimientos, pasa algo parecido. A veces, cuesta enfrentarse a ciertas circunstancias, a ciertos actos que has realizado, temes las consecuencias, lo que puede revelarte, lo que puede depararte, quizá reproches, quizá decepciones, desde luego una situación dolorosa que prefieres evitar. Por eso, muchas veces, se enquistan las palabras no dichas, las preguntas no realizadas, las confesiones no manifestadas, y el veneno crece y se expande y mata, a medio o largo plazo, las emociones, los sentimientos, y quizá de un modo irreparable, y dolerá mucho más, y será más difícil desprenderse de ese dolor, de sus secuelas. A veces, hay quien no opta por ninguna de las opciones, y toma el desvío hacia un callejón sin salida: simplemente duplica la dosis de veneno, y se sale por la tangente, porque prefiere abandonar el escenario de la vida. Hay quien, en cambio, es capaz de enfrentarse directamente al hueso de las situaciones, o a su pulpa, y morder cuando hace falta para extraer el veneno, quien sabe usar el acero ardiendo sin pestañear para impedir que se extienda la infección. Como es el caso de Ahmad (Ali Mossaf), en 'El pasado' (Le passé, 2013), de Asghar Farhadi.
Ahmad acude a París, para cumplimentar el divorcio con Marie (Berenice Bejo), pero se enfrenta con varias sorpresas, como que vive con otro hombre, con el que espera casarse, y que está embarazada. Además, no le había reservado habitación de hotel, porque no creía que iba a venir (sino que iba a cancelar el viaje como la última vez), y pretende que duerma en la misma casa que ella y el hombre con que convive, Samir (Tahar Rahim). Ahmad se desconcierta, se hace preguntas, pero no se las calla, las hace. ¿Por qué esa sustracción u omisión de información?¿Por qué arrojarla, como si nada, cuando se siente como aceite hirviendo, justo en el momento en el que se va a entrar en el despacho donde se va a tramitar el divorcio? ¿Por qué le pide que resuelva un problema de incomunicación con Lucie(Pauline Burlet), su hija de dieciséis años? Marie en cambio parece alguien que no tiene respuesta, sino que está superada por una vorágine que parece haberla abocado a un estado de desquiciamiento que le hace perder los estribos en varias ocasiones, con varios de sus hijos, incluido el de Samir, quien es propietario de una lavandería. Y hay muchas manchas interiores, o en la percepción, de unos y otras, que hay limpiar, aclarar. Quien más desestabiliza y trastorna a Marie, quien más la 'mancha' es, precisamente, Lucie. El porqué de sus actos, de sus desplantes y rechazos, es el veneno que habrá que morder para extraer, aunque también se descubra relacionado con otros venenos en el sistema circulatorio de ese hogar, que se ramifica hasta el estado en coma de la esposa de Samir, dueño de una lavandería.
En la primera secuencia, resalta un brazo con muñequera, aquel con el que saluda Marie a Ahmad cuando le recibe en el aeropuerto. Una lesión física que sugiere, como metáfora, una lesión anímica en esa relación a punto de finalizar definitivamente, quizá porque la firma de unos papeles no basta para finalizar ciertos flecos emocionales sueltos. Algunas lesiones quizás no estén visibilizadas, evidenciadas, de ahí, quizá, el comportamiento desconcertante de Marie. O así se lo parece a Ahmad, como si reflejara un rescoldo de resentimiento, aunque desde la perspectiva de Samir parezca más bien rescoldo de la llama de una atracción que no se ha apagado. Para él, si dos personas discuten después de cuatro años sin verse es porque algo aún palpita entre ellos. La película finaliza con la espera de respuesta de otro brazo, de una mano, lo que podría ser el indicio de que la esposa de Samir despierta de su estado en coma(como a mitad película, Marie pone la mano sobre la de Samir, aunque quizás más bien espera una respuesta esclarecedora de sí misma). Esa imagen final es la espera de un gesto, como tanta espera de incógnitas resueltas surcan la narración, esperas de esclarecimientos de las motivaciones de los personajes, para los demás, e incluso, en algunos casos, para sí mismos.
En la casa de Marie se están pintando las paredes. Hay quien deja caer un bote de pintura, en un arrebato de despecho. Hay quien se mancha la ropa con la pintura cuando se apoya en un dintel. Segunda capa, como si no hubiera aún calado. Como si el pasado siguiera presente de modo tan intenso que impide que se creen nuevas capas, nuevas relaciones, nuevas formas de habitar la vida. Como si el pasado aún manchara la percepción presente. Quizá heridas no expuestas, quizás rescoldos no difuminados, aunque se quiera manifestar lo contrario. Desde luego, muchas incógnitas, algunas que no parecen resolverse. Las apariencias enseguida se revelan abismos, arenas movedizas. Manchas que parecen difíciles de quitar. Resulta arduo, complicado, establecer certezas. La pintura se derrama, como algunas emociones parecen a la deriva, aún sin lograr perfilarse, u orientarse, anegadas en lágrimas o en la furia que ofusca. O en interrogantes que manchan, interrogantes que son lesiones, gestos que quisieran saludar aunque parezca que quieren despedirse. Incógnitas en estado de coma. A veces, lo que se quiere parece lo contrario. Aún hay heridas abiertas, relaciones no resueltas, más bien lesionadas, y por eso la pintura aún no cicatriza.

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