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viernes, 27 de septiembre de 2024

La colina de los diablos de acero

 

Anthony Mann quería reflejar, la concreción, los pequeños detalles que componen el día a día de la vida de un soldado en tiempo de guerra, pero el Pentágono no estaba de acuerdo con la idea, con su retrato, en particular con la falta de disciplina que refleja en ciertos comportamientos, por lo que decidió no dar su apoyo. Pese a la dificultad para conseguir tanques o extras suficientes Mann consiguió lo que se proponía con La colina de los diablos de acero (Men in war, 1957); ¿a quién se le ocurriría ese título en español cuando además no se sabe a qué se refiere con esos diablos de acero?. “Cuéntame la historia de un soldado de infantería, y te contaré la historia de todas las guerras”. Con esta frase se inicia esta magistral obra, una de las más admirables del género bélico. Ya la frase y título nos anuncian, e indican, que nos vamos a sumergir en el arquetipo, en la experiencia prototípica, en la raíz o entraña de la vivencia de la guerra, en su esencia, la que se trasluce en el rostro de los hombres en guerra que son todos los hombres en tal circunstancia, como la posterior Hombre del oeste (Man of the west, 1958), lo era con semejante mito/arquetipo, como exponía su también abstracto pero conciso título. “El batallón no existe, el regimiento no existe, El cuartel general no existe, Los Estados Unidos no existen, ellos no existen”, son palabras del teniente Benton (excepcional Robert Ryan) en los últimos pasajes de este calvario que asemeja a una alucinación que parece negación de vida, de razón, durante un día, por unas tierras áridas, pedregosas, quemadas por el sol, un paisaje mineral en el que no parece brotar vida (aunque haya quien intente ponerse unas flores en su casco, para, precisamente, morir a continuación). Es un paisaje tan deshabitado, despojado, como el paisaje lunar del último tramo de Hombre del oeste, como si representar la esencia de la naturaleza humana confrontada con sus turbias sombras comportara el vaciamiento. La violencia del ser humano se refleja en su vacio, en un origen mineral.

Hombre del oeste parecía hilvanada con componentes del cine fantástico y terror (la irrupción del extraño, la aparición de lo insólito, la casa en medio de la nada en el campo de resonancias de castillo gótico, el pasado como manifestación siniestra fantasmal) derivando hacia la ciencia ficción, ese pueblo abandonado en aquel paisaje mineral lunar en el que los personajes se revelaban como fantasmas, o el héroe enfrentándose a sus fantasmas, a su raíz siniestra, a las sombras de las que también está constituido. No hay inocencia primigenia. La civilización se gestó con la barbarie. El hombre civilizado en busca de dinero para la educación revela su pasado como brutal forajido, como aquellos con los que se reencuentra. El inicio de La colina de los diablos de acero se asemeja a otro escenario de ciencia ficción, ese difuso paisaje, dominado por una brillante luz que arrasara todo contorno, entre humaredas, donde metal, piedra y carne se confunden, con soldados desperdigados entre la maleza y los hoyos, como figuras que no se sabe si están dormidas o despiertas. A Benton le alude uno de sus sargentos, y él pregunta, casi con desesperación, ¿Qué quiere? y el otro responde que le había indicado que le despertara a esa hora. No se sabe si están vivos o muertos (un sargento zarandea a un compañero que cree dormido para que le releve en la vigilancia, pero está muerto, acuchillado). Los personajes parecen al borde de la asfixia en este desacogedor paisaje abrasado que parece carecer de refugio. La irrupción de lo anómalo es la irrupción de la anomalía que es en sí la guerra: un jeep en el que viajan un coronel (Robert Keith) enmudecido, de mirada extraviada, atado al asiento; es el rostro de quien ya ha desertado de ser guía y orientación, porque no la hay ya donde sólo rige el caos, ese que representa, y que domina quien le asiste y protege (y que le llama padre, como si fuera su creador), el sargento Montana'(Aldo Ray), aquel que, como señala Benton, 'tiene siempre razón', porque su brutalidad es parte del mismo paisaje, el que les rodea, el de la guerra; es otro mineral, es la guerra; Montana es el prototipo de perfecto soldado, el hombre con vocación guerrera, aquel que actúa adecuadamente, el que sabe actuar porque no piensa, como cuando dispara a unos soldados americanos que no lo son sino coreanos. Cuando Benton le pregunta por qué les disparó, cómo sabía que eran coreanos si no les veía los rostros, Montana le dice que intuición, siempre hay que adelantarse a las situaciones, por si acaso. Benton no puede sino contestar que 'Dios les asista si tienen que ganar la guerra con gente como usted' (un Benton exhausto que ya no puede ni pensar, figura errante de la razón desesperada).

Pero es así cómo se ganan las guerras, porque Montana es el puro hombre de guerra, el eficiente guerrero. No hay lugar para los otros rostros, los de las fotografías de los seres queridos, los rostros que además unen a los hombres más allá de los uniformes, los rostros que les humanizan, y los rostros que les equiparan, los rostros que evidencian el absurdo de un horror, la guerra. Los soldados transitan un espacio exterior, pero pocas películas resultan tan claustrofóbicas, tan opresivas. Los personajes parecen encerrados (como si no pudieran salir, como en El ángel exterminador, 1962, de Luís Buñuel), cautivos en una prisión mineral (en otra dimensión, otro planeta), hasta sus desplazamientos parecen exasperadamente trabajosos, como si se desplazaran en una espesura ralentizada. El entorno es un continuo obstáculo, una amenaza persistente: el pasadizo que tienen que sortear, de dos en dos, porque cada ciertos segundos lanzan tres bombas los coreanos ( aunque de repente, la frecuencia varía, la rutina se trastoca, no saben cuándo lanzarán las siguientes; ¿Qué hacen?), o tienen que superar un campo de minas, y ya por último acceder a aquella colina numerada, que dominan los coreanos, una colina tan desoladora, inhóspita y terrible como la que da título a la también magnífica película, o inmersión en el horror de la guerra, de Sidney Lumet La colina (1964). La colina de los diablos de acero es la inmersión en el grado cero de la guerra, por tanto, en una alucinación, en un desesperado pasaje al horror. Una inmersión en la primigenia violencia mineral del hombre.

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