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martes, 19 de junio de 2012

Vivamos un poco

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Duke (Robert Cummings), protagonista de Vivamos un poco (Let’s live a little, 1948), es un publicista, dueño de una empresa, que padece la particularidad de escuchar el sonido de un teléfono aunque no suene. En la primera secuencia, da una reprimenda a uno de sus creativos por utilizar una palabra demasiado refinada como pulcritud para un anuncio de cosméticos, aunque él necesita ducharse, pese a que ya lo haya hecho hace una hora, simplemente porque le relaja. Suelta un comentario que parece destilar misoginia cuando dice que las mujeres deberían dedicarse a las tareas del hogar, aunque lo que esconde más bien es la desesperación por el hecho de que no ha logrado que una empresaria de cosméticos, Michelle (Anna Sten), firme un codiciado contrato con su agencia, porque ella, que fue novia suya, ha puesto como previa condición que ceda y se case con ella. Duke, sin duda, está sometido a una notable carga de tensión. No es de extrañar que cuando se afeite en el taxi, se cargue, sin darse cuenta, la mitad de su bigote, cosa que sí hacen el taxista, el portero y la secretaria de J.O. Loring (Hedy Lamarr), una psiquiatra a la que a va a visitar para realizar la campaña de publicidad de su libro, Vivamos un poco. Aunque no es de extrañar que crean, en principio, que pueda ser un paciente. Lo que no se espera él es que J.O. Loring sea una mujer, lo que en un primer momento le consterna, dado su actual rechazo hacia las mujeres por el conflicto con una, Michelle. Claro que en un segundo momento le consterna cuánto le atrae, por lo que siente un incontenible impulso de besarla. Ambas consternaciones colisionan.
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J.O Loring se convertirá en clienta, psiquiatra que solventa sus conflictos y mujer que le enamora y reconcilia con el género femenino. Aunque en el trayecto también ella tenga que resolver sus particulares contenciones. Esta estimulante comedia de vivaz talante excéntrico que ironiza, aparte de sobre las marañas amorosas, sobre la dificultad de articular las emociones y el absurdo de querer controlar los sentimientos ( y a los demás), y sobre la tendencia en aquella década a las reductoras casuísticas del psicoanálisis, contiene estupendas secuencias: la que transcurre en un restaurante con un cuadrilátero de enamorados que están con quien no quieren o con quien no les corresponde y cuyo fuego cruzado acaba en una expeditiva y fugaz reyerta (con el caballero con un casco en la cabeza, el del cubo del champán) o aquella en la que Duke, se esfuerza denodadamante en conciliar el sueño, primero contando ovejas (sobreimpresionadas sobre su rostro; incluso cuando se congelan porque se muestran reticentes a saltar la valla), y después imaginando que tala un árbol de poderoso tronco (que al caer provoca que él mismo se caiga de la cama), con la guinda final, cuando va a por leche caliente, de que se asuste con la voz burbujeante de Michelle que sale del auricular que ha quedado dentro de la pecera.
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Quien se pregunte cómo ha llegado hasta ahí ese auricular que lo esclarezca disfrutando de esta deliciosa comedia en la que, incluso, por muy lúcida psiquiatra que seas no estás exenta, sobre todo cuando niegas lo que sientes, de oír el sonido del teléfono cuando no suena, o de ver superpuesto en cualquier rostro de hombre el del hombre que has negado que amas, Duke. Como otras estimulante comedia de Wallace, Una jovencita encantadora (1942) y ¡Qué noche aquella! (1943), Vivamos un poco permanecía en el limbo del olvido. El cine de Richard Wallace no ha suscitado mucho interés, ni mucha tinta gastada sobre su obra (menos aún que otros considerados artesanos, caso de Richard Thorpe, Clarence Brown o Edmund Goulding), cuando escarbar entre los anaqueles de su producción puede deparar gratas sorpresas como ésta o La máscara del otro (1933), Perseguido (1943) o el notable noir Paula (1947).
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