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jueves, 24 de mayo de 2012

Adiós a la reina

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Granos, maquillaje, espejos. Un reloj de oro en un depojado habitaculo de desconchadas paredes. La realidad, deslustrada, la sordidez de lo orgánico, la descomposición del cuerpo, los mosquitos que chupan la sangre, el aprovechamiento de la mirada servil, la fascinación que ciega. Y el tiempo, el que ahora penden como la amenaza de una guillotina, desde el catorce de julio que fue tomada la Bastilla, y sus días posteriores, que se narran en la muy sugerente 'Adiós a la reina' (Les adieux a la reine, 2012), de Benoit Jacquot. Amenaza los que aún habitan Versalles, en la reclusión de su mirada, de su ajenidad, ajenos hasta ahora a la suerte del pueblo llano, como si vivieran en un mundo aparte, ajenos ahora a lo que bulle 'afuera' y que, ahora, sí les afecta y condiciona, porque es una realidad que puede irrumpir en su ya deteriorado universo de pelucas, joyas, lustre y maquillajes, que deberán abandonar si quieren salvar su vida, ese universo recluso de sí mismo, de su arrogancia, condensado en la secuencia nocturna en el pasillo en el que asemejan ens agitación a una manada de espectros atrapadas cual insecto en un cristal que comienza a resquebrajarse. Los granos son los que tiene Sidonie (Lea Seydoux), quien tiene un reloj dorado en su habitación ( para que llegue puntual), lectora de Maria Antonieta (Diane Kruger), quien se los cura, aunque Sidonie ignora, o no quiere ver, que ella le chupa la sangre de un modo no tan visible, no ve cómo la utiliza (o no ve que para Maria Antonieta ella es nada, algo como mucho conveniente, mientras que para Sidonie lo es todo), porque la ve en un espejo, entre reflejos, los de la fascinación que abduce su discernimiento. Es otra figura en ese universo de oropeles y simulaciones que representa, que vive en y de la mentira, como ese criado gondolero que le dice a Sidonie que es italiano, cuando todo lo que le narra es falso, dicurso para conseguir un objetivo, seducirla.
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Maria Antonieta es sus posesiones doradas, su lustre , sus joyas (cfr. esa secuencia en la que Sidonie llora cuando le tiene que quitar todas las pulseras de su brazo; llora porque Maria Antonieta le ha reprochado delante de otros, 'negándola', despues de que ella solicita hubiera ido a hacerle un favor; sus lágrima no le importan mucho; pero la ceguera de Sidonie persiste). Maria Antonieta es su maquillaje; su desnudez, su desesperación aflora en esa secuencia en la que se desprende del maquillaje blanquecino de su rostro (máscara); la desnudez de lo que anhela es lo que siente por Gabrielle (Virginie Ledoyen), lo que la desgarra, su pasión, el centro de su mirada. No deja de ser elocuente que sean los ojos de Sidonie los que contemplen la desnudez de Gabrielle, dormida en su cama. Como que sea el desnudarse delante de Maria Antonieta la culminación de una humillación, de una subordinación, a través de su fascinación, por una mirada ajena a ella (que nunca la ha visto ni la verá), precisamente cuando Maria Antonieta le ha pedido que suplante a Gabrielle, que se haga pasar por ella, vistiéndose con su vestido (mientras Gabrielle se vestirá con los de una criada), exponiéndose, en lugar de esta, al peligro de que su vida pueda sufrir un atentado.
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La desnudez de Sidonie es servidumbre, un cuerpo sacrificable, un pantalla en blanco que ahora podrá servir para ser un reflejo que evite que el cuerpo anhelado permanezca indemne. Aún así, la sugestión no se desvanece, la representación la supera, voluntad servil que sólo aspiraba a ser cómo quien le fascinaba. Sidonie no deja de representar a esa voluntad tan sugestionable del pueblo llano que sólo aspira, realmente, a invertir las posiciones (en las jerarquías del poder). Por eso, el fracaso de las revoluciones, el fracaso de una transformación radical. Algo que no ha perdido validez hoy en día, y que explica que por mucho que se cuestione a los políticos, cmo si vivieran en un mundo aparte, en su ajeno 'Versalles', la mayor parte del pueblo llano, como Sidonie, espera disfrutar de sus mismos privilegios, de su misma posición. Porque es escasa la diferencia entre unos y otros, sólo la posición que ocupan y detentan. La obra de Jacquot pone el incómodo dedo en la llaga, que muestra nuestros 'granos', y nuestra fascinación por los relojes dorados.

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