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martes, 21 de diciembre de 2010
El desierto de los tártaros
'El desierto de los tártaros' (1976), de Valerio Zurlini, es una cautivadora obra que bordea lo fantástico, un extrañamiento que se adhiere a la narración, como la ruinas de edificaciones de una innominada civilización pretérita que rodean la fortaleza militar en la que transcurre la mayor parte del relato. En esta alegoría sobre la prisión de los anhelos de gloria militares, sobre su inmovilismo intrinsécto, sobre su desértica condición vital, no hay certidumbre, como no lo hay en ese horizonte, rodeado de elevaciones pétreas, junto a una frontera, y en la que se espera desde hace años que quizás algún enémigo, los tártaros, 'aparezcan' en el horizonte. Inconcreto es el mismo tiempo en el que transcurre la acción ( o la acción permanentemente suspendida que no parece acaecer), quizás a finales del siglo XIX o principios del XX. El tiempo se incrusta, asímismo, en la narración, como un aliento de indeterminación, de espera en el vacío, y atrapa a sus personajes como en un ambar. Inconcreto es la nacionalidad de estos militares, cuyos nombres son tanto alemanes como ingleses, franceses o italianos.
La narración se vertebra a través del teniente Drogo (Jacques Perrin), joven que ansía un cambio que de un giro a su vida, un nuevo horizonte (como señala a su hermano antes de marchar), pero el horizonte que definirá su vida será un telón inmovil. En la fortaleza Bastiani se encuentra con diversos representantes, o actitudes, del estamento militar. Antes de su llegada se encuentra en la inmensidad del paisaje con el capitan Hortiz (Max Von Sydow), el primero en el valle, y el otro sobre una elevación; de algún modo premonitorio de su destino. Hortiz, de cabal actitud, lleva largos años esperando la llegada de ese enemigo que una vez creyó entrever en la distancia. Hortiz suele entrar en fricción con el comandante de la fortaleza, Mattis (Giulano Gemma), inflexible a la vez que acomplejado porque no pertenece a la clase noble, como su superior, el general Filimore (Vittorio Gasmann). Figura inquietante es la de Nathanson (Fernando Rey), quien casi no emite palabra, la única figura de los presentes que alguna vez combatió, y que tiene que portar por su heridas un chaleco de metal. Secuencia clave es aquella en la que Drogo tiene que ayudar al doctor (Jean Louis Tritignan) a contener las convulsiones de Nathanson. La secuencia se cierra con una mirada de Drogo hacia el chaleco de metal, que asemeja a la coraza de un caballero medieval. Un momento de turbado extrañamiento que continuará con una secuencia elíptica que refleja el paso del tiempo, como una gota de agua que cayera sobre el ánimo de Drogo (en la banda sonora se amplifica el ruido de una gota cayendo), postrado. Una exasperación del tiempo que hace tomar la decisión a Drogo de pedir el traslado, aun recién llegado, porque ya presiente no sólo que la vida en esa fortaleza se teje sobre la espera, sino la ponzoña o corrupción que transpira esa vida, como esa enfermedad que afecta los pulmones de algunos de sus habitantes, como Amerling (Laurent Terzieff), y el muchos años más tarde, y que el doctor lleva años intentando averiguar su origen en las piedras de esas antigua civilización.
La narración se hilvanará entre situaciones que revelan el absurdo del estamento militar: la secuencia en el que el sargento Tronk (Francisco Rabal) evidencia las contradicciones de cómo están diseñadas las contraseñas a Drogo mientras se desplazan por el laberíntico, en espiral, diseño de las almenas de la fortaleza; Y que más tarde provoca la muerte de un soldado, aunque le reconozcan, pero es muerto por no decir la contraseña, lo que propicia el motín de sus compañeros; o las incongruentes justificaciones del general (Philippe Noiret) para no conceder el traslado de Drogo, que se verá apresado,corrompiéndose y avejentándose progresivamente como si ya habitara un sinsentido. Hay una secuencia especialmente fascinante, aquella en la que surge de la nada una caballo blanco, como una aparición que pone en evidencia que el Acontecimiento, su anhelo de que acaezca, ante todo revela el vacío de los que esperan. Sólo existe la planicie del tiempo mientras estos hombres se enquistan en su absurdo teatro.
'El desierto de los tártaros' (Il deserto di Tartari, 1976) es la apasionante última obra de Valerio Zurlini. Una turbadora alegoría sobre el absurdo militar, narrada con esquiva y cautivadora poesía, que abunda en la atmósfera de extrañamiento, en la que incide la admirable banda sonora de Ennio Morricone, quizás una de sus grandes creaciones. Zurlini crea una fluida narración elíptica que da protagonismo a la respiración del tiempo, orquestada a través de impecables composiciones (en un modélico trabajo del espacio, que es protagonista fundamental), una simetría que evidencia paradójicamente la asimetría del universo fantasmal en el que viven estos militares durante largos años en espera del Acontecimiento, mientras se revela su inmovilismo connatural, en un espacio árido e inhóspito como el de interior de estos personajes.
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