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miércoles, 15 de diciembre de 2010

Muerte en Venecia





Muerte en Venecia (1971) es una obra en la que Luchino Visconti pareció recobrar el pulso creativo perdido, o desenfocado en un extravío vital (tan ajeno se sentía al tiempo en qué vivía el gatopardo Visconti), en sus anteriores obras, las afectadas y engoladas (en su enfático y lastimero regusto por la suciedad moral y lo abyecto) El extranjero (1966) y La caída de los dioses. Aunque recupera también el refinamiento estilístico de sus mejores obras, incurre en el otro extremo, en un esteticismo demasiado (auto)complaciente, aún afeado por algún que otro zoom, que limita o mengua (cual vaselina) las aristas de una admirable construcción dramatúrgica en su adaptación de la obra de Thomas Mann. Enigma es el joven Tadzio (Bjorn Andressen) para el músico Aschenbach (Dirk Bogarde). Una pantalla en la que éste proyecta su anhelo de Ideal Absoluto armónico y equilibrado. Pero la esfinge le devuelve la mirada, evidenciando su condición corpórea. Trastorna sus sentidos porque desajusta su férreo orden moral y quiebra los límites posibles. El enigma se ha hecho abrasiva incertidumbre. En la ambigüedad de su mirada se enmaraña la promesa de éxtasis armónico y el miedo a la decepción. Por ello, Aschenbach le musita: No me mires así. Porque ¿Qué se hace con el cuerpo de un Ideal de absoluto si, además, es un joven efebo? El querer ajustar la realidad a unos ideales sensibles puede abocar a otro tipo de destierro que es extravío. Como se percibe en el primer paseo de Aschenbach, quizás un pálido espectro de Salina, por el salón del hotel buscando un lugar donde ubicarse, movimiento descentrado que asemeja al de Salina en la secuencia final de la fiesta en El gatopardo. Errante sombra fuera de lugar, Aschenbach es un hombre extenuado, desprovisto de ilusión, derrotado (cfr. los largos primeros planos sobre su rostro, mientras arriba su barco a Venecia). Está atenazado por el peso de lo pérdida: La juventud, su hija recién fallecida y la imposibilidad de materializar sus ideales en la realidad. Es un condenado, un fracasado. En el fondo se siente grotesco, una figura ridícula, como el homosexual pintarrajeado que le alude en el barco al llegar, cual burla de la realidad, y más tarde, el cantante de dientes cariados. 
El asistente, Alfred (Mark Burns), cuestiona a Aschenbach por pensar que la belleza sólo puede ser espiritual, ajena a la realidad, y, por tanto, a los sentidos, así como le reprocha que no asuma la mediocridad de la realidad o, lo que es lo mismo, que reprima su espontaneidad por el temor a la decepción (ese atasco emocional queda condensado en ese ascensor en el que sube apretujado junto a unos chicos y Tadzio, el cuál, al salir, le mira, desde afuera, con esa ambigüa sonrisa que es inquietud y tentación, mientras él permanece preso de su adentro). Aschenbach, nostálgico de la visión apolínea, proyecta su ilusión de armonía espiritual, la máscara invulnerable e ideal que aún no muestra fisuras, la música transcendente de lo puro y sagrado, para conjurar el equilibrio perdido por la consciencia de la fugacidad del tiempo y de la futilidad de una vida sólo sostenida sobre los rituales ( véase cómo, en su primer día en la habitación del hotel, besa las fotos de su esposa e hija y ordena con esmero sus pertenencias). Ilusión que abarca a la misma imagen que destila la familia, compuesta por madre, hermanos e institutriz (contrapunto restitutorio de su familia rota por la muerte de la hija). En la citada primera secuencia en el salón del hotel, la cámara encuadra a la familia. El plano se abre con un zoom de retroceso, y vemos de espaldas a Aschenbach contemplándoles como si fuera un espectador ante una pantalla, en la que se conjuga lo que fue y se ha perdido, y lo que se desea pueda ser. Pero la realidad se siente corrupta como la propia ciudad, dominada por el cólera. El Apocalipsis ya en marcha. Una peste que no es sino encarnación de sus inseguridades, el miedo ante unas pulsiones que no puede dar rienda suelta porque desestabilizan el incontaminado ideal de absoluto, pero que, a la vez, no logra dominar y se transfiguran en abismo. 
Muerte en Venecia, por ello, se constituye en la ceremonia fúnebre de un fracaso. La fascinación de la superficie de la ciudad es equiparable a la de la cautivadora superficie de Tadzio. Pero Venecia es una ciudad que puede hundirse. Sus cimientos se sostienen sobre las inciertas aguas. Es tanto la representación de la arquitectura amenazada de los rígidos ideales, como de una realidad vulnerable ante la anarquía incontrolable de las emociones. En cuanto se hace un primer plano sobre lo real, sobre la piel, se tambalea la deletérea construcción del ideal En la secuencia final, en la playa, Aschenbach, ya convertido en una grotesca imagen maquillada, mientras el tinte de su cabello surca sus mejillas, niega desesperado la agitación de los cuerpos cuando contempla a Tadzio enzarzado en una pelea, que es juego, con un amigo. La imagen se perturba. Como evidencia ese plano con Tadzio, dentro del mar, a la izquierda del fondo del encuadre, y una cámara sobre un trípode en el ángulo derecho en primer término, es una proyección, una idea o imagen estatuaria. Aschenbach muere en la orilla del mar, de la vida, prisionero en su caverna platónica, ante la visión de un cuerpo que prefiere mantener en su contemplativa mirada como idea de horizonte, y de elevación. Tadzio apunta con un dedo hacia lo alto, y Aschenbach con el suyo hacia su imagen fuera de campo. Dedos que no se tocan como las figuras de la Capilla Sixtina, porque les separa esa cámara interna de Aschenbach. La represión ha vencido a la espontaneidad, la corrupción de su incapacidad de hacer y sentir real a esa imagen divinizada, que es pantalla y simulacro, con la que se ausenta de la realidad. (Extractos de mi artículo publicado en el Dossier dedicado a Luchino Visconti en Dirigido, 'Entre el infierno y el limbo': la trilogía alemana)



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