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sábado, 12 de junio de 2010
La vida privada de Sherlock Holmes
Un lirismo melancólico dota de una pregnante hondura al relato de 'La vida privada de Sherlock Holmes' (1970), de Billy Wilder, dejando una huella que permanece, casi dolorosa, como los acordes de la bella música de Miklos Rosza, tras que sus imágenes ya se hayan desvanecido.Lo subterráneo, lo oculto bajo las apariencias, adquiere rango de distinción en quizá la más sutil narración de la obra de Wilder. Cómo no iba a cobrar relevancia en la trama la figura de un submarino.La aparición de una mujer de mente 'nublada', sin memoria, detona la trama del misterio, compuesto de inquietantes monjes con capuchas que cruzan verdes prados, pero que no son lo que parecen, como tampoco la supuesta aparición del monstruo del lago Ness. Como las sombrillas no son meras sombrillas sino también un instrumento de señales (un objeto que cubre es también un objeto que 'descubre' o revela). Sí, nada es lo que parece, o las apariencias indican una realidad ambigua o movediza. Una tienda abandonada está solo habitada por una jaula de canarios, y el intrigante rastro de unas marcas estrechas en el polvoriento suelo( en una de las más cautivadoras secuencias de la película que mejor logra hacer cuerpo de lo insólito y lo enigmático) . Además, se convierte en una nueva demostración del absurdo de la consideración, extendida durante años, de la perspectiva misógina del cine de Wilder, cuando si uno analiza debidamente sus films, no puede ser más extremadamente opuesto. Pocos cineastas han puesto sobre la picota cierta identidad masculina, la más rígida y tradicional, y asociada en muchos casos a una actitud laboral y social como emblema de una depredadora y arribista sociedad capitalista. Y aquí la figura femenina, Gabrielle (Genevieve Page) se constituirá en aquella que propicie la primera fisura en su suficiencia intelectual. O su inteligencia. A lo que se añade la admiración, y el sentimiento que suscita en Holmes.
Ya de entrada el dibujo de la figura de Holmes (Robert Stephens) es más matizado, y menos distante su presencia, gracias a la cálida interpretación de Robert Stephens, alguien que sufre con la inactividad, y que necesita de adicciones para sentir una intensidad vital que no acaba de encontrar en un mundo de escasas inquietudes intelectuales en las que se siente un 'cuerpo extraño'. Mientras que Watson (Colin Blakely) se convierte en el epítome del hombre integrado, conformista, sin ansiedades porque no aspira a mucho, mientras que Holmes es alguien con hambre de experiencias, de ahi su cualidad excepcional. Aunque su condición paradójica se revela en cómo se enerva con la asistenta porque ha limpiado el polvo de su mesa, ya que tiene identificado temporalmente cada archivador por la capa de polvo. Se siente constreñido vitalmente como si el polvo le ahogara, 'clasificado', pero él está tambien preso de su sistema clasificador (que se verá quebrado por las astucias de una representación que sabe jugar con la inasibilidad de la fascinación).
El primer tercio del relato ironiza sobre las presuntas virtudes o idiosincrasias de Holmes, algunas de las cuales han sido alimentadas por las narraciones de Watson (como su famosa indumentaria, a la que se ha resignado a vestir, o su dominio del violín que realmente no es tal). Y, tambien, incide en ese aspecto de subvertir las presunciones viriles. Poner sobre el tapete las inclinaciones sexuales de Holmes, generalmente ausentes, como si fuera puro cerebro, sirve para hacer, en este tramo del relato, irrisión de la mente cuadriculada viril, encarnada en la de Watson, para quien todo asomo de ambiguedad, o sea, de posible tendencia homosexual, es origen de inquietud y amenaza.
Por eso, son desternillantes los pasajes iniciales, cuando una bailarina rusa propone a Holmes que la 'insemine' (despues de desecharse las opciones de Tolstoi, Nietszche y Tchaikovski), y Holmes sale del paso sugiriendo que, como el último, sus gustos son otros, y que Watson no sólo su compañero de piso.Despechado, el agente de la estrella susurra a las bailarinas, que danzan con un entusiasmado Watson en el escenario, que éste es la pareja de Holmes, y Watson entregado al baile no se percata de cómo van siendo sustituidas por los bailarines, todos ellos homosexuales, para su horror. Indignado por esa situación en la que le ha colocado, Watson llega al extremo de interrogar a Holmes sobre sus reales inclinaciones, algo que nunca se había planteado, pero éste se muestra elusivo, dejándole con su desconcertada turbación. Gabrielle, que aparece en su domicilio, y que parece necesitar ayuda, y desvelarse en su misterio, que ni ella misma parece saber, se convierte en un agudo emblema de cómo la inteligencia sabe jugar con las apariencias para nublar hasta a la mente más aguda, la de Holmes. Si esto no es toda una clara declaración de homenaje a la inteligencia femenina. De ahí la poderosa emotividad de las secuencias finales (qué hermosa y delicada la despedida, en la que se utiliza precisamente la sombrilla como cómplice adios), pues si algo dignifica a la genuina inteligencia de Holmes es que sabe admirar, e incluso conmocionarse, con la inteligencia ajena.
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