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miércoles, 24 de marzo de 2021

Domingo (Acantilado), de Nataliza Ginzburg

                           

Ya no tendrá tiempo de mirar alrededor, de confrontar las cosas y a sí misma. Un ansia, un afán continuo: las noches breves, la noche que sobreviene como una amenaza cuando aún no ha terminado los deberes. Es lo que teme la niña protagonista de Septiembre, el primer relato de Domingo. Relatos, crónicas y recuerdos (Acantilado), de la escritora italiana Natalia Ginzburg (1916-1991). La realidad ya es otra, se convierte en lastre, restricción, amenaza, mirada encorvada o evasiva. Ya no miras, buscas puntos de fuga. Y temes los huecos que abren en canal una realidad que oculta lo que no sabes si preferirías no imaginar. La nostalgia de una vida sin relojes también se tropieza en las rutinas diarias con el desconcierto de lo inusitado, una interrogante que se queda suspendida como un fleco suelto. La niña de Regreso retorna de una estancia en casa de su tía, una pausa armónica, un sueño, y vuelve a un hogar cuyo decorado de fondo son las crispadas voces de su padre, y su primer plano la mirada sustraída de su madre. En cada uno de sus gestos hay tristeza y temor. Dices adiós a lo que quieres, dices hola a lo que preferirías no encontrar. Pensaba que aquel era el paisaje que vería el resto de mi vida, que jamás conseguiría marcharme a otro lugar tenía aquel paisaje y el monótono y breve itinerario de la mañana. Pertenece a los recuerdos de la escritora. El temor por la realidad y sus bucles, como una noria atascada. Me duró mucho tiempo la infancia, esa solitaria estación de ritos secretos, de preguntas silenciosas a las que nadie podía responder porque nunca se las hacía a nadie.

 

En Domingo se conjugan los relatos, los recuerdos y las crónicas. Su infancia no era la misma que la de las  campesinas, como pudo comprobar cuando su marido fue desterrado, por el gobierno de Mussolini, durante tres años, a inicios de la guerra, en Pizzoli, un pueblo en Los abruzos. La infancia es breve para las campesinas. La miseria es una triste compañera que no admite juegos ni despreocupados pasatiempos. También su juventud es breve, y una vida de privaciones y de trabajos extenuantes hace florecer en los rostros de esas mujeres una belleza fugaz y enfermiza. La maternidad y la lactancia devoran sus cuerpos débiles. Era otro escenario de realidad. Nada que ver con sus domingos, en los que su vestido era el emblema de una vida que no se ajustaba a los patrones convencionales. Su infancia se salía de un molde, como su propia mirada curiosa e inquisitiva, una mirada que no dejaba de mirar alrededor, de confrontar las cosas, las otras vidas, los otros modos de vida, y a sí misma. Domingo conjuga todas esas miradas. Explora los moldes ajenos, esos que constriñen unas vidas como si quedaran incrustadas a la piedra de una rutina o costumbre inevitable, como las vidas campesinas, un molde, como un repertorio, que impide incluso distinguir quiénes son más ricos y más pobres, porque la letanía de todos es la misma: Todos se quejaban. Todos hablaban de su miseria, del agotamiento, de la dura lucha que tenían que afrontar a diario. Ginzburg, desde su mirada no convertida en piedra de costumbre, observa esas vidas que pertenecen a otra dimensión de realidad, un tipo de vida que se restringe a una parcela de vida que nada tiene que ver con las interrogantes ni las inquietudes sociales, políticas o existenciales. ¿Cómo se puede hablar de conciencia moral en quien ignora las normas más elementales de la existencia? Palabras como igualdad, justicia social, derechos del hombre les sonaría raro, les provocarían aburrimiento y miedo (…) existen fuera de la sociedad y del Estado. Hay otras realidades a nuestro lado, otras formas de habitar la realidad.

Ginzburg también rastrea y explora su miedo y su reverso, el vacío, tras que fuera asesinado su marido, tras ser detenido y ser sometido a tortura. Una conmoción, un remolino de emociones, y una ausencia de acontecimiento, como si se hubiera desangrado y convertido en un hueco, como un engranaje aparcado. Se pregunta sobre esas otras posibles vidas que podría ser la suya, porque las vidas no tienen por qué plegarse a un presunto molde, como si encajáramos en uno predeterminado, en vez de moldear nuestra vida, nuestra mirada, de acuerdo a los propios criterios, a la propia sensibilidad, aunque sea anómala. A todo el mundo le divierte de vez en cuando hacer creer a los demás algo que no es, y yo jugaba a ser un hombre (…) Me asombraba pensar cómo había sido antes mi vida, cuando acunaba a mis hijos, cocinaba y limpiaba. Pensaba  que siempre hay muchas formas de vivir y que cualquier puede hacer de sí misma una criatura nueva, tal vez hasta completamente opuesta. En el relato de Septiembre, la niña protagonista también se percata de que la relación, la conexión, con su mejor amiga Grazia ya no es la misma, como si fuera una desconocida. La realidad y sus modificaciones. Un día, a los otros los miramos de otro modo, con otros ojos. Los vínculos pueden ser pasajeros. Su amiga se enamora de un chico, y algo varía en la propia relación entre amigas. No hay ya armonía, sino extrañeza. Pero también se crean vínculos que superan todo cambio de la relación (o de sus circunstancias) como la del protagonista del relato Domingo, con respecto a quien fue pareja suya, y ha tenido hijos con diversos hombres. Se siente ligado a ella como un lazo casual y fortuito, parecido al de las cintas o las cuerdas, lazos desordenados y viejos, fortísimos, indestructibles. Todas esas observaciones, todas esas interrogantes, no dejan de reflejar una mirada disidente, una mirada resistente, una mirada que busca en la flexión de la escritura y la reflexión el pálpito de esa vida escurridiza que puede fácilmente convertirse en amenaza o vacío. Es la mirada que no deja de rastrearse, como de rastrear la sorprendente diversidad de la realidad. La lectura y la escritura dotan de ilusión o quizá, incluso, estructura de sentido a la vida. Leer versos y escribirlos era el único modo de amar la vida, aquella vida hostil e imposible de amar que tenía frente a mí, el único modo en que me permitía hacer algo extraño, algo secreto y misterioso donde todo tenía sentido. Fue así como conocí los bienes de la existencia.

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