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miércoles, 20 de septiembre de 2023

Secreto de esposa

 

El exquisito arte de la sutileza. En Secreto de esposa (Tsuma no kokoro, 1956), el matrimonio que forman Kiyoko (Hideko Takamine) yShenji (Keiju Kobayashi) tienen el proyecto de habilitar un espacio vacío colindante a su hogar para gestionar un restaurante. Es como un espacio en blanco, un fuera de campo, un espacio sobre o con el que especular, un espacio que ocupar. El espacio de los posibles. A la madre, en principio, le preocupaba que tuvieran intención de derruirlo. Lo posible y los derrumbes. Y las interrogantes que surcan los fueras de campo que palpitan en las miradas de los personajes. En su primer tramo la estructura narrativa parece la de unos pétalos incompletos, como si las secuencias se interrumpieran sin que las situaciones se desarrollen, sino más bien de las que queda suspenso un eco como los círculos concéntricos en el agua, porque las relaciones se sustentan sobre cómo completan lo que no saben o resulta intrigante. La narración se orquesta sobre los gestos que especulan, sobre los pensamientos que se intuyen que cruzan por las mentes, sobre lo no dicho, lo no compartido, lo no expresado, lo que quedará en el baúl de los sentimientos ocultos, nunca desplegados y, por lo tanto, nunca compartidos.

Kiyoko y Shenji se preguntan durante una semana por qué el hermano mayor de él, Zenichi (Minoru Chiaki), y su esposa e hija, aún siguen en su casa, si habrá perdido su empleo. Algunas vecinas, e incluso Shenji, evidenciarán con sus gestos, irónicos o contenidos, respectivamente cómo piensan que entre Kiyoko y Kenkichi (Toshiro Mifune), quien trabaja en un banco y va a facilitarles un prestamo para su negocio, puede estar gestándose una relación o ya consolidándose. Shenji se pregunta por qué una de las geishas con las que había pasado una noche, junto a un amigo, desapareció en el tren cuando retornaban. Entre Kiyoko y Kenkichi sí se está gestando algo, al mismo tiempo que se produce una fisura, que les distancia, entre Shenji y Kiyoko, en lo que es primordial lo no dicho, ya que con los fueras de campo se especula lo peor. Hay una bellísima secuencia, en un restaurante, en la que Kenkichi está a punto de expresar lo que siente, pero se queda con la palabra enmudecida en el gesto interrumpido, cuando advierte que vuelve la dueña del bar. La secuencia alterna planos de sus rostros, tanteándose, escurriéndose, vacilantes, con planos de la lluvia cayendo sobre la tierra. Las emociones no encuentran su cauce.

Sí aclaran sus dudas, como llamaradas que brotan doloridas, Shenji y Kiyoko, precisamente en ese espacio en el que quieren construir su restaurante, en ese fuera de campo que se había convertido en un semillero de perturbadoras especulaciones sobre qué significa para Shenji su relación con la geisha, sobre todo tras saberse su muerte, si está relacionada con Shenji, y, por último, qué implica para la continuidad de su relación. Circunstancia que no era sino reflejo de los fuera de campo que se habían ido enquistando en la inercia de su relación. Por fin, ambos preguntan lo que atenazaba su interior como metal ardiendo, lo que habían guardado socavando sus entrañas, optando por opciones alternativas que se convertían más en escenario de despecho, impelidas por la tensión de que tenían que dirimir si suspender o demorar su sueño de negocio ya que Zenichi necesitaba un préstamo: ¿Qué hacen con su vida, la relegan a favor de otros, y ¿Cómo afecta a la relación?¿Evidenciará el abandono de un proyecto que sus cimientos son frágiles, que son esos proyectos y no el amor lo que sostiene su relación?, Porque en el caso de Kiyoko la ambigüedad no deja de perfilarse, de modo constante, como una interrogante que es garfio, o de difuminarse en una sonrisa que no se sabe si es el gesto de quien se esfuerza por mantener el paso en una realidad conocida que puede afianzarse y despegar, a la par que asume que lo posible, lo excepcional, queda como agua de lluvia pasada, como un secreto en un patio interior que nunca se construirá más allá de lo soñado.

lunes, 18 de septiembre de 2023

La isla desnuda

 

La isla desnuda (Hadaka no shima, 1960), de Kaneto Shindo puede parecer un documental, pero es ficción, aunque quizás más bien una intersección. Es la trama desnuda del día a día, y es La Vida. Aunque no hay trama (en su sentido más convencional); los acontecimientos son puntuaciones mínimas, como esa diminuto islote, Sukune, junto a la isla Sagishama (parte de Mihara, Hiroshima) en el mar interior de Seto, en el archipiélago de la (repetición ritualizada de la) vida. La narración es la meticulosa y minuciosa descripción de unas acciones, hasta la exasperación, como la que se realiza en el dilatado primer tramo, que describe a los padres que van a abastecerse de agua a Sagishama, cruzan, remando, el mar que las separa, y ascienden una escarpada ladera, acarreando cual bueyes de carga, trabajosamente, con tenso cuidado, para no derramar el agua, los dos cubos de agua sostenidos por un palo, hasta llegar a lo alto donde tienen el cultivo de patatas para el que es necesario el agua. Acción alternada con la acompasada acción complementaria (todas las acciones son funciones a cumplir por este organismo de cuatro miembros medidamente organizado) de los dos pequeños hijos, que preparan la comida y colocan en la mesa (que devoran los cuatro con fruición prontamente) para ponerse de nuevo en acción ( la madre ahora llevando al hijo mayor en barca al colegio en la isla grande) mientras el padre echa el agua en el cultivo.

Las acciones se repetirán, veremos cómo vuelven a ascender esforzadamente la ladera con los barriles de agua (cual Sisifos condenados a realizar ineluctablemente la misma acción). Esa rutina es la vida de esos únicos habitantes del pequeño islote, definido por su aridez. Las rupturas son escasas, aunque haya cambio de estaciones ( y algún viaje para asistir a alguna ceremonia o celebración, narrado en cambio, como contraste, con elíptica síntesis), hasta que acontece un acción que rasga ese repetición exasperante. La esposa tropieza, y se le cae un cubo de agua. El marido la mira con furia, y la abofetea, con tal fuerza que la tumba. Retoman la acción (repetición), y continua la vida ritualizada. Hay alguna ruptura más, como las risas celebrativas cuando ambos hijos pescan un gran pez, que luego venderán en la ciudad (en donde, atónitos, contemplarán una televisión, que parece la conexión a otra galaxia o dimensión, en donde ven a una chica joven bailar desaforadamente), y comerán, como excepción, en un restaurante, tras contemplar la ciudad desde las alturas al bajarse de un funicular.

Hay composiciones, planos amplios, cierta distancia narrativa, que evocan, como la bella música de Hikary Hayashi, al cine de Jacques Tati ( aspecto, o intersección, también apreciable en el cine de Ozu). Kaneto Shindo declaró: "Quise expresar la lucha de los campesinos con la tierra. Mi madre murió sin protestar nunca de su duro trabajo, de su silencioso combate contra la naturaleza. Ese silencio me afectó y por ello concebí este drama sin diálogos". Nunca vemos conversar a los personajes, incluso no escuchamos la oración fúnebre del monje cuando se ha producido el acontecimiento que rasga inexorablemente la repetición, la muerte (se escucha únicamente la música). Pero la árida rutina, el denodado sacrificio, la enajenación de ser una función que ante todo sobrevive, como otro componente de la naturaleza (como remarcan los planos de la familia comiendo que se alternan con los de otros animales también realizando tal acción), la reiterativa prosa de la vida, hábito, inercia, repetición, ritual, se ve desoladoramente quebrada por la imprevista muerte (aun parte de la rutina de los ciclos de la vida es temprana y por tanto imprevista; la muerte puede acontecer en cualquier momento). De ahí que la voz que primero se escuche en la narración, con desoladora intensidad (como la desesperación de la poesía desgarrando la entumecida prosa de la vida), es el grito del Lamento de la madre. Y no deja de ser significativo que sea realizando la acción por la que fuera sancionada, y abofeteada por su esposo. Tras, una vez más, ascender la ladera, antes de regar las plantas coge el cubo y precipita, ahora voluntariamente, el agua en la tierra, arrancando, acto seguido, las plantas (¿para qué tanto esfuerzo?), sin que su marido, que la observa con expresión afligida, intervenga, hasta que ella se arroja al suelo, gimiendo desesperada, estrujando la tierra en sus puños, como impotente protesta. Ambos, en la noche, contemplarán desde lo alto los fuegos de artificio en la vecina isla, celebración que contrasta con su desolación. La frase hecha es que la vida sigue, pero no para los muertos, ni tampoco sigue del mismo modo para los vivos que les sobreviven con una sombra incrustada en sus corazones como un sordo lamento aunque sigan repitiendo, como Sisifo, las mismas acciones, una y otra vez, una y otra vez.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Misterio en Venecia

 

Misterio en Venecia (A haunting in Venice) es la tercera ocasión en que Kenneth Branagah interpreta a Hércules Poirot y dirige una adaptación cinematográfica de una novela de Agatha Christie, en este caso una de sus menos populares, Las manzanas (Hallowe'en party), publicada en 1969 (una adaptación que implica numerosas modificaciones). Como se refleja en las primeras secuencias, Poirot se encuentra en una circunstancia de pérdida de entusiasmo e interés en la actividad detectivesca. Se ha enclaustrado en su propio mundo, o su propia celda, en Venecia, con Vitale (Ricardo Scamarcio), un antiguo inspector de policía como guardaespaldas, quien ahuyenta a los más insistentes de quienes requieren su ayuda en la investigación de una circunstancia criminal que les afecta. Poirot ya no quiere que nada le afecte más, no cree en nada, como si la realidad fuera una ciudad sin cimientos sólidos. No siente ya el incentivo de desentrañar una incógnita. Piensa que la realidad es un mero engaño. Precisamente, será arrancado de su enclaustramiento vital por una amiga, la escritora Ariadne Oliver (Tina Fey), y si lo logra es porque el incentivo es un desafío que supone desentrañar un engaño, acorde a la forma de pensar de Poirot. El reto supone asistir a la sesión de una medium, Joyce (Michelle Yeoh), en un escenario, un edificio en el que hay quienes piensan que habitan fantasmas de unos niños que fueron abandonados a su suerte tiempo atrás. Y la sesión, precisamente, está planteada para realizar el contacto con la hija fallecida de Rowena (Kelly Reilly). Es decir, la actividad y la leyenda del edificio redundan, para Poirot, en la relevancia de la sugestión en la creencias, y por tanto, convicciones, de los seres humanos, siempre en función de unas necesidades.


El planteamiento del excelente diseño visual es tenebrista. La acción transcurre durante la noche de la celebración de Halloween. Los encuadres, en numerosas ocasiones, parecen desencajados, por el uso de grandes angulares, como si se remarcar la distorsión, por un motivo u otro, de la sugestión, la alteración de la percepción y, por extensión, concepción de los hechos, como reales y efectivos, aunque su mediatización sea la enajenación. Es un planteamiento estilístico de cariz histriónico cuya pertinencia quedará evidente, de modo más explícito, durante la resolución. Pero durante el desarrollo, Poirot parecerá fluctuar entre el mantenimiento de sus convicciones y la ofuscación de ciertas circunstancias extrañas, perturbadoras, que parecieran indicar actividad o presencia sobrenatural. La interrogante sobre si de algún modo sí será real lo que él cree que es mera ilusión, escenificación o (auto)engaño, se debate con el esclarecimiento de esos extraños fenómenos que quizá sean percibidos por el influjo de alguna circunstancia que determine esa provisional sugestión. Los cimientos de la realidad parecen difuminarse en la ambivalencia para el mismo Poirot, aunque durante el mismo proceso sí vaya desentrañando engaños o escenificaciones con clara intención embaucadora y, por supuesto, resuelva la autoría de los diversos crímenes.

Como en la obra anterior, Muerte en el Nilo (2019), también con guion de Michael Green, busca un hilo conductor que implique una modificación en la actitud de Brannagh. En aquel paso su relación con un amor frustrado con respecto al cual el bigote (o su ausencia) adquiría una condición emblemática. En Misterio en Venecia, ese proceso está sostenido sobre la recuperación de un entusiasmo vital, como la ascensión de un sótano a una azotea (escenario en el que concluye la narración). Recobra el impulso de acción o entusiasmo vital para volver a implicarse en los vericuetos laberínticos que implica la resolución de unas incógnitas en un caso criminal, con su capacidad de observación de que desentraña contradicciones, escruta las fisuras de las apariencias (los fingimientos) y advierte los deslices, esos pequeños detalles que dejan en evidencia una estrategia o una táctica tanto para la realización de un crimen como para su ocultamiento. En este caso, se incide en la atmósfera tenebrista acorde a su proceso de confrontación con los abismos de la pérdida de incentivo vital, en cuyos pozos parece haberse quedado cautivo en su encierro vital como quien piensa que hay que mantener distancia con la vida y sus recurrentes engaños, como la misma creencia en entidades sobrenaturales, invención causada por nuestra incapacidad para asumir las responsabilidades de nuestras acciones y omisiones. Su modificación de forma de habitar la realidad implicará la recuperación de la relación con la realidad como una espesura de incógnitas que desentrañar. Afinar la agudeza de la observación implica afinar el discernimiento de lo real.

lunes, 11 de septiembre de 2023

Les girls

 

El guion de John Patrick para Les girls (1957), de George Cukor, parte de un argumento de Vera Caspary, del que solo conserva el título. Caspary, quien volvía a colaborar en Hollywood después de haber sido vetada durante unos años por su pretérita relación con el partido comunista (y que fue obligada por la Metro Goldwyn Mayer, a firmar una texto en el que declaraba que nunca había pertenecido al partido comunista para poder ser acreditada), se había inspirado en un artículo de la revista Atlantic, en la que una bailarina evocaba sus experiencias como tal, aunque Caspary las convirtió las evocaciones en una disputa sobre la verdad, en otra reflexión sobre las apariencias y las ofuscaciones, en el escenario amoroso, como su novela Laura, cuya adaptación cinematográfica había dirigido Otto Preminger en 1944. En las primeras secuencias de Les girls, un vendedor de periódicos porta un cartel en el que se lee '¿Cuál es la verdad?' en relación al juicio que ha comenzado en Londres, en el cual Angele (Taina Elg) acusa de libelo a Sybil (Kay Kendall), por el relato, en sus recién editadas memorias, de su intento de suicidio, que ella considera falso, cuando ambas compartían piso y eran integrantes de la troupe de cabaret 'Barry Nichols y les girls'.

El primer relato, el testimonio de Sybil será contestado por el de Angele que no será no solo otra perspectiva sino una inversión. En el relato de Sybill, Angele, nueva integrante de Les girls tras pasar la correspondiente prueba con Barry (Gene Kelly), se enamorará de éste, pero sufrirá un colapso cuando su prometido la visite, y ella crea que es espectador durante una de sus representaciones (de hecho, no quedará siquiera claro si estaba presente o no). Según Sybil, posteriormente, intentó suicidarse porque la encontró desmayada en casa y con el gas abierto. En el relato de Angele será Sybil, quien tiene problemas con la bebida, quien establecerá relaciones con Barry (cuando Angele convence a éste de que Sybil está enamorada de él, una estrategia para evitar que la despida). En este caso, será Angele quien encuentra desmayada a Sybil, con el gas abierto. ¿En qué medida las evocaciones, más allá de las imprecisiones de la memoria, se ajustan a los hechos o son relatos maquillados por conveniencia, ya que ambas están ya casadas?¿Los relatos se ajustan más bien a lo que prefieren que piensen sus maridos?
La tercera evocación corresponde a Barry. Según su relato él estaba enamorado de la tercera integrante de Les girls, Joy (Mitzi Gaynor), de quien tenía fotografías colgadas en una de las paredes de su piso. Por la presión de los enamorados, y por su interés en que la remisa a sus encantos Joy por fin ceda, decide escenificar que tiene un problema del corazón para conseguir que Angele y Sybil se despidan, para casarse, y que Joy, preocupada, no ponga tantas trabas a sus acercamientos (pensando que su motivación es la meramente sexual) y al preocuparse por él logre que sus defensas cedan. De nuevo, la escenificación y las urdimbres y tácticas como motor de las relaciones afectivas. Pero, como planteará Mitzi, ya en el presente, pese a que la evocación de Barry sea, de modo intencional, un relato que pueda hacer sentir a Angele y Sybil que ninguna intentó suicidarse sino que ambas perdieron el conocimiento por una fuga de gas, y así sea suprimida toda sombra de duda para sus maridos, ¿en qué medida los relatos de una y otro no disponen de su vertiente de verdad con respecto a sus relaciones respectivas con Barry?. La verdad, por tanto, es la sombra difusa entre diversos relatos que parecen más bien configurados por la conveniencia.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

Mis textos en Dirigido por - Septiembre 2023

 

En el número de Septiembre de Dirigido por - Septiembre 2023 se publican mis textos sobre Las chicas están bien, de Itsaso Arana, Creatura, de Elena Martín y Mansión encantada, de Justin Siemen.

viernes, 1 de septiembre de 2023

Quemar después de leer

 

¿Qué diferencia hay entre el mundo de un gimnasio y el de las altas esferas de la seguridad nacional que rigen el tablero de juego de la geopolítica?. Ninguna. Ambos son un reflejo de un mundo donde ante todo importan las apariencias, la posición o imagen que detentas o representas (y la realidad o cuerpo que manipulas para lograrla). Y en el que es clave cardinal la codicia, factor determinante en ese teatro, o esa pantalla, de estrategias y conveniencias, para alcanzar lo deseado, puesto en cuestión por los hermanos Coen desde su primera obra, Sangre fácil (1985). Y cuyo reverso, bajo esos resortes, es el sinsentido, la banalidad de las ambiciones, y hasta del Mal (pues colinda con lo patético). Quemar después de leer (2008), es el reverso grotesco de la tragedia. Como al personaje de Josh Brolin (aunque con otros matices; para éste el dinero encontrado representaba lograr salir de su posición periférica en la vida) en No es país para viejos (2007), a Chad (Brad Pitt) le mueve la codicia, y para ambos su destino es fatal. También encuentra algo, en su caso un disco en los vestuarios de un gimnasio en el que trabaja, que piensa que le puede proporcionar una recompensa monetaria, pero no suministrará nada sino también su perdición. Al fin y al cabo, Quemar después de leer es una variante, en forma de mordaz sátira, de la austeridad sombría de No es país para viejos. Aunque ambas coincidan en una narración sintética, que deja de lado lo accesorio mediante una depurada capacidad de sobria condensación.

Si en la anterior obra, a través del personaje del sheriff interpretado por Tommy Lee Jones se apuntalaba la desolada melancolía del que no entiende el mundo en el que vive, rasgado por la violencia, la codicia y la ambición, y una desesperante aleatoriedad ( las monedas que lanzaba el personaje de Javier Bardem), aquí no queda ni eso. No hay un personaje sobre el que sostenerse en un mecanismo identificativo, a no ser Ted, el manager del gimnasio, enamorado de su empleada Linda (Frances McDormand), ignorante por completo de lo que él siente, ofuscada por las triviales ansias de transfiguración vía cirugía estética, impulsor de su codicia, como posibilidad de encontrar la pareja anhelada, por lo que recurre a las citas vía internet, entre las cuales conocerá al agente del Tesoro Harry (George Clooney). El ex agente de la CIA Osbourne (John Malkovich) decide escribir sus memorias, al ser despedido, y el disco que las contiene, al ser encontrado por un empleado del gimnasio, generará una sucesión de equívocos, por ser interpretadas erróneamente como importantes documentos por el lego en la materia, como es el caso de Chad, que derivarán en una maraña de acontecimientos que determina fatales cruces. La codicia de Chad y Linda colisiona, en primera instancia, con la susceptibilidad de Osbourne, soberbio como paranoico es Harry, quien Osbourne ignora que es amante de su esposa, Katie (Tilda Swinton).

Ya ese plano con que se abre y cierra el fin es toda una declaración irónica. Esa vista desde satélite de la tierra. En cuanto acercas la mirada se revela la inconsistencia inmanente. En plano general parece que se disimula algo con el teatro de las apariencias. Como con la cirugía estética, la realidad está maquillada, pero en cuanto hurgas un poco, queda la constatación de que somos como se sentía el protagonista de El hombre que nunca estuvo allí (2001), meros pelos, aunque queramos engañarnos pensando que no es así a golpe de cirugía o de fatuo despecho (como Osbourne). Y, además, con esa introducción, se insinúa la dificultad de que tengamos una visión de conjunto, ensimismados en, u ofuscados por, nuestras nubladas perspectivas individuales. Aspecto ya planteado desde su primera obra Sangre fácil, metaforizada en aquel callejón sin salida donde vivía el personaje encarnado por John Getz. En ningún momento cada uno de los protagonistas sabía qué estaba pasando, cada uno haciéndose una falsa idea de lo que ocurría, todos con una perspectiva errónea sobre los demás o sobre los hechos. Una trama sustentada en cómo cada personaje se montaba su particular trama mental sin al final llegar a esclarecerla y tener una visión clara de conjunto. En Quemar después de leer pasa algo de lo mismo. Los acontecimientos superan a los protagonistas, en una maraña de equívocos y condicionadas perspectivas, de cruces casuales sin que sepan del todo qué papel tiene el otro en la función, y siempre con deducciones erróneas. La trama del sentido, de la narración y de la vida, se desintegra o difumina en un universo de engañosas apariencias, limitadas perspectivas, y absurda y, a veces, fatal aleatoriedad. No hay realmente dirección. Como representaban el cero o vacío representado en El gran salto (1994), en aquel hoola hoop trasunto de las fuerzas gravitatorias que rodean la tierra, y sin las cuáles saldríamos despedidos al espacio ( o quizás es lo que nos pasa sin que lo sepamos), o aquel matojo del desierto zarandeado por el viento, en las imágenes que abrían El gran Lewboski.

Más allá de eso, en una realidad desértica camuflada por los teatros sobre los que se sostienen las relaciones, todo quizá dependa de qué lado caiga la moneda. Como esconderte en un armario ajeno puede determinar que te disparen en la cabeza porque quien dispara piensa que eres alguien, indefinido, que, por algún motivo, le persigue, idea que creerá corroborada cuando tiempo después una de las mujeres con las que se cita le diga que su amigo desaparecido dos días atrás iba a ese domicilio. La mujer, por su parte, no entenderá su atemorizada reacción y él pensará que ella es parte de una siniestra conspiración. Cada uno, sea en términos laborales o afectivos, engaña a los otros. Nadie sabe realmente con quién se relaciona. O no lo percibe con precisión. Y nadie sabe cómo se trenza la maraña de acontecimientos. La vida y su absurda aleatoriedad. La vida y sus inconsistencias. El superior de la CIA, encarnado por JK Simmons, cuando su subordinado intenta explicarle la maraña de sucesos, no logra percibir sentido alguno en el relato de los acontecimientos. Al final apostilla que quizá hayan aprendido algo con lo ocurrido, si supieran que es lo que ha ocurrido realmente.

miércoles, 30 de agosto de 2023

La dolce vita

 

La dolce vita (id, 1959) supone un gozne o un umbral en la obra de Fellini, quien colabora en el guion con Ennio Flaiano y Tullio Pinelli. Su final parece declarar una derrota ante una realidad miserable, que tiene poco de dulce. Una realidad, da igual en qué ambiente, monstruosa y descompuesta, como ese pez de aspecto tenebroso cuyo cadáver es encontrado en la orilla del mar. El rostro demacrado de Marcello (Marcello Mastroiani) sentencia la asunción de una renuncia, de una resignación a ser un vano espectro más sin conciencia ni escrúpulos, cualidades que no parecen tener cabida en la realidad que habita. Por eso, es ya incapaz de oír (entender) a la niña, Paula, emblema de la nobleza o inocencia, que le grita al otro lado del pequeño entrante del mar (como si fuera una herida ya imposible de curar, una distancia ya insalvable). No es casual que esta secuencia tenga lugar junto al mar si consideramos el agua como el símbolo de la relación natural y fluida con las emociones, o de la fuente de la vida. La emoción es movimiento, pero el ser humano está varado, como ese pez monstruoso, en el vacío de sus entrañas. Porque no sabe vivir. No se logra la transcendencia, sino que se culmina un proceso de degradación. Es el cáustico trayecto narrativo, desde las alturas, de la inconsciencia y la vanidad, a la conversión en monstruo que no es sino una caída abisal en el aturdimiento y mero embrutecimiento vital. La gravedad de la trivialización e insensibilización vence a cualquier anhelo de elevación. Recordemos que Marcello nos es presentado en la primera secuencia subido, como pasajero, en un helicóptero. Es un pasajero de la vida trivial, que todo lo mira desde la distancia, un periodista rodeado de fotógrafos que, sin escrúpulo alguno, ejercen de intrusos en vidas ajenas porque son célebres. El helicóptero traslada un icono religioso de Jesucristo. Unas bellas mujeres son avistadas en una azotea. Pero todo es ilusorio. No hay nada sacro, no hay nada elevado. Lo único real parece sólo el hecho de desear. Aunque ¿Qué desea?. Es significativo el encuentro con Maddalena (Anouk Aimee), en las primeras secuencias. Ella expresa su desorientación vital. Hacen el amor en el hogar, inundado, de una prostituta. ¿Qué siente por ella Marcello? ¿No se refleja en el uno y el otro su propia desorientación o desenfoque vital?

Cualquier ilusión de ascensión en el film será vana, como cuando siguen a Sylvia (Anita Ekberg) a través de las estrechas escaleras que suben a lo alto del Vaticano. Es otro falso espejismo, esa opulenta mujer, otra proyección para restituir lo que se carece en lo que no es más que una trivial imagen a la que se dota de transcendencia por el deseo de elevación. En cierto momento, llama a Maddalena, para visitarla con Sylvia. ¿Por qué? ¿Llama a su desorientación? Aún más adelante, en una fiesta en una mansión de una familia aristócrata, en unas habitaciones vacías, despojadas, comparten su amor mutuo en la distancia. La distancia siempre se impone. Se pierden de vista, como se pierden de vista a sí mismos. No hay posible elevación, como no representan transcendencia alguna los andamios construidos para que las cámaras rueden el esperado milagro de los dos niños, da igual si éstos quedan expuestos bajo la lluvia, abajo, en la intemperie (con los pies en el suelo, porque quizás sólo los niños, como Paola, pueden acercar a lo real o lo auténtico). No hay nobleza, sólo espectáculo, y desesperación, necesidad de que la vidas de unos y otros que corren bajo la lluvia tras los niños, cuando gritan que han visto a la virgen, sean curadas, resueltas. La vida se escurre, como la del padre de Marcello, que le visita, y siente, tras un vahído, cómo ya no es joven que resista una noche de embriaguez. Es una figura que mira a través de una ventana, porque ya es más pasado que presente y futuro. Una sombra de lo que fue.

Todos los espacios que se transitan transmiten esa sensación vacío y orfandad, como la desierta carretera, en la noche, en la que tiene lugar, en las últimas secuencias, la violenta discusión, entre Marcello y su novia, Emma (Ivonne Furneaux), entre acerados reproches y crispados chantajes emocionales (incluidas amenazas de suicidio), para concluir abrazados en la cama (¿por qué se mantiene esa relación si él no deja de quejarse de su amor agresivo y viscoso?), o aunque sea diurnos, como cuando esperan en la calle (rodeados de elevados edificios, lo que acentúa aún más esa sensación de orfandad) a la Signora Steiner para comunicarle cómo su marido ha asesinado a sus dos hijos (como dos eran los niños que decían haber visto a la Virgen) y se ha suicidado (¿de qué tenía miedo ese hombre para decidir abandonar la vida y también truncar la de sus hijos?¿Qué vacío monstruoso percibía extenderse en la vida dentro y alrededor?). Este personaje, Steiner (Alain Cluny) es una figura crucial (no sólo en la película sino en su obra hasta entonces, porque era una figura ausente), como contrapunto detentador de sensibilidad elevada, o de esa distinción aristocrática de nobleza de espíritu que busca realizar lo sagrado (se le presenta tocando música en el órgano en lo alto de una iglesia, como si no fuera de este mundo, casi cual fantasma de un castillo gótico al que pareciera rodear una luz glauca). En cierto sentido, recuerda, como contraste, al que representaban, en La vida privada de Bel Ami (1947), de Albert Lewin, el organista, en la iglesia, y su esposa, frente a un entorno cínico, pragmático y arribista. Su drástica decisión es, en consonancia con la misma obra, la desgarradora conclusión de que aquel que quiere vivir en las alturas (las del rigor ético y el anhelo de conocimiento o superación, lejos del ensimismamiento de los intelectualoides que asisten a su fiesta o de la banal mundanidad), no puede encontrar hueco en este misero mundo. Es el anuncio de esa derrota final de Marcello, como si se hubiera ya desprendido de su último salvavidas (o posibilidad, porque ha demostrado durante la obra su condición fluctuante) de con(s)ciencia. Marcello extirpa esa posibilidad de su vida (interior) porque no la considera viable para sobrevivir sino para sentir con más agudeza el dolor ante las inconsistencias de la realidad. Prefiere enajenarse, embrutecerse, y ser uno más de los triviales espectros de la vida acomodada y epicúrea (artística), un agente de publicidad que se olvida de la escritura, de la reflexión y de la belleza, para estancarse, sin dolor, en la orilla de la vida.

La última fiesta en la que participa es un festín de abyección, de sordidez y humillaciones, de desprecios y embrutecida embriaguez. Por mucho que Marcello reaccione furibundo, descalificándoles sin compasión, ya es demasiado tarde. No es más que la rabieta resultante tanto del dolor por la muerte de su amigo Steiner como de su frustración e impotencia (sabe que no podrá ser como él; y que ser como él le distanciaría del mundo pues las elevaciones no son posibles, solo conducen a otro tipo de enajenación por aislamiento; Steiner grababa los sonidos de la naturaleza, como si ya esta fuera distancia, como si perteneciera a otra dimensión). De alguna manera, Marcello también se suicida, aceptando las bases de un contrato (ya incluso es agente de prensa, publicista de un mundo que es mera imagen). Silenciar sus restos de conciencia, e integridad, y adaptarse a una representación en la que será una deshabitada máscara más. Se deja llevar por el peso de la gravedad. Perderá su condición corporal, convirtiéndose en otro fantasma. La realidad se desvela corrompida, como ese pez monstruoso varado en la playa, como si se revelara el cuadro que oculta Dorian Gray, porque émulos de éste son muchas de las figuras que desfilan ensimismados en ese espejismo de dolce vita. ¿ Porque no es acaso La dolce vita un desfile espectral? En algunos casos bien manifiesto, como el retorno de los aristócratas del castillo al amanecer tras su ronda nocturna de fiesta (con la misma sensación de vacío que en la celebración popular reflejada en Los inutiles; varían los ambientes pero no la sustancia, o más bien, su falta). Desfiles, personajes deambulantes, realidad sonámbula, teñida de muerte. ¿Por qué no evocar el final de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957) con los personajes en fila siguiendo a la muerte? En el cine de Fellini abundan los desfiles, las procesiones, como si casi eso fuera a lo que se restringe lo que hace el ser humano en la realidad entre vanas representaciones deshabitadas. Una realidad (o más bien escenario) en la que los espíritus nobles como el de Gelsomina o el de Steiner quedan al margen, cuando no son extirpados o se exilian definitivamente del desfile. Esa es la sensación que queda al final de La dolce vita. Perdidos en la orilla de la vida, y sin cuerpo, sin saber de esas reales y, por ello, fértiles emociones que representa el agua. Fantasmas que prefieren ignorar que sólo habitan un escenario.