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viernes, 26 de julio de 2024

El tren de las 3'10 (2007)

 


El tren de las 3'10 conecta tanto con el pasado, por ser una nueva versión, tras la realizada en 1957 por Delmer Daves, de un breve relato de Elmore Leonard, como con el presente, por ser uno de sus elementos vertebrales, como en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, rodada ese mismo año, la mirada de un personaje, en este caso secundario, un adolescente, sobre otro ( u otros, ya que son fundamentalmente dos, la figura parterna, que al principio del relato desprecia, y el forajido, al que considera con la capacidad de resolución que no ve en su padre). Ya es elocuente la secuencia de apertura, que se desmarca de la versión realizada en 1957, y se revela, por un lado, como una de sus aportaciones más sugerentes, y, por otro, dignifica el termino remake (rehacer) al proponer una nueva mirada sobre un material preexistente, a la vez que mantiene, sin devaluarla, la médula de los aspectos más sustanciosos de aquella primera versión. La secuencia nocturna que abre el film nos muestra a dos niños en la cama. Uno dormido, respira trabajosamente. El otro, el mayor, William (Logan Lerman), observa, a la luz del candil, un libro que versa sobre forajidos del oeste. Portada que acaricia, casi como si con ese gesto estuviera realizando una invocación. Acto seguido, todos despiertan por unos extraños ruidos, y por los mugidos de un inquieto ganado. Unos hombres están quemando el granero, advirtiendo así que, si el padre, Dan Evans (Christian Bale), no paga sus deudas, lo próximo que quemen será su casa, y después expropiarle sus tierras. El hijo, furioso, coge una escopeta para disparar sobre los jinetes que se alejan, pero su padre se lo impide. William le reprocha su indecisión, y su incapacidad para enfrentarse a los problemas. No es como esos forajidos de leyenda de sus libros, capaces de resolver cualquier entuerto. Pero, por otro lado, ya se nos ha insinuado algo que se desvelará después. Es, precisamente, la enfermedad del hijo pequeño, esos problemas con su aparato respiratorio, con los gastos consiguientes, lo que determinó el endeudamiento del padre.


En la obra de Daves, la lucha era contra los elementos, la falta de lluvia durante un largo periodo de tiempo que ponía en peligro la supervivencia de la granja. Por eso, el padre decidía arriesgar su vida para conseguir el dinero. En este caso, hay una imposición, un ganadero vecino que usa artimañas (la retención de agua) para impedir que fructifique la granja de Dan, por conveniencia, ya que le interesa adquirir esas tierras. Por ello, se introduce la mirada juzgadora de otro personaje con respecto al padre, el hijo que cuestiona su modo de actuar con respecto a una imposición o abuso. En las secuencias introductorias ya nos han condensado, y sugerido, el conflicto seminal del relato. Los condicionamientos, por un lado, que impiden que uno logre lo que quiere, y el anhelo, por otro, a través de la mirada partícipe, pero espectadora (por cuanto no puede influir en los acontecimientos), del hijo mayor, de resolver de modo determinado y tajante los problemas, filtrado en su transferencia sobre los idealizados forajidos. Proyecta en una imagen ficticia una virtud o poder que ve ausente en su padre, al cual, por ello no respeta. Es la añoranza del resolutivo hombre de acción. Claro que aún ignora cuáles son los límites entre determinación y falta de escrúpulos. Y cuál es la real condición de esos forajidos. Inciso de cajas de resonancia: De alguna manera, al dotar de más relevancia dramática a la figura y mirada del hijo mayor se hacen más evidentes los ecos existentes, en la versión de Daves, de Raices profundas (1953), de George Stevens. No sólo en el contraste, en ambos films, entre un perversamente ambiguo o misterioso personaje ( en El tren de las 3'10, Glenn Ford, y en Raíces profundas, Alan Ladd) dotados de un aura de distinción, y un más tosco hombre común (en ambos Van Heflin), no por ello rudimentario, sino cabal y sensato, con un marcado sentido de lo justo y digno. En esta versión de Mangold, al recuperar la figura del hijo, se acentúa aquella influencia, como una variante de la figura del hijo que, en la obra de Stevens, incorporaba Brandon de Wilde, fascinado por la figura del pistolero encarnado por Alan Ladd. Sin olvidar la variación sobre la misma que dirigió Clint Eastwood en El jinete pálido (1985), donde, de hecho, el componente de invocación se hacía más explicito con el encadenado entre la plegaria de la hija, y la aparición del personaje de Eastwood, cual fantasma que acude a materializar un deseo, realizar la misión requerida (la capacidad resolutiva para la liberación de una imposición).


Curioso cómo El tren de las 3’10, de Mangold, una variante de una obra anterior, retoma aspectos de aquella obra referencial que influyó a la realizada por Daves, y otros de una variación de ese referente. Como curioso es, también, que Mangold realizara, en 1997, la notable Copland (un western encubierto bajo los ropajes del thriller, donde, mira qué casualidad, el protagonista interpretado por Stallone se llama Heflin), inspirada, en cierta medida, en el espíritu de Solo ante el peligro (1952), de Fred Zinemann, cuya sombra también aleteaba sobre la versión de Daves. Pero que aquí, en la de Mangold, en contraste con todas estas obras, será objeto de una muy reveladora modificación en su conclusión. Pero yendo por partes, y retomando las ideas de la invocación y fascinación por el resolutivo hombre de acción (que sabe usar un arma y no se arredra un ápice en hacerlo), en la obra de Mangold, la presentación de Ben Wade, el forajido que encarna Russell Crowe, se corporeiza en consonancia con esos deseos del hijo de Evans. Wade se encuentra en una aislada loma. Parece que él y sus hombres están a la expectativa de algo, prestos a entrar en acción y dar un golpe. Pero el detalle más llamativo es que Wade está dibujando un ave rapaz, un halcón en vuelo. Como si dibujara aquello que anhela ser el hijo de Evans, y, claro, como se ve el propio Wade, cual autorretrato. El halcón representa aquello que ambos admiran, en lo que uno se gustaría ver reflejado y en el que el otro se reconoce y afirma. Y aquí, como en la obra de Dominik, podemos advertir otro ejemplo de contrapunto de la otra mirada, la de la imagen que se anhela, representada a través de esta singular afición, los dibujos, porque en ellos refleja Wade lo que admira. Y se lo volveremos a ver hacer en dos puntuales y significativas situaciones. La primera en el encuentro con Emmy (Vinessa Williams), la camarera del saloon, con la que mantendrá un fugaz romance, y a la que propondrá que se vaya con él a Méjico. Le vemos dibujar su cuerpo desnudo, de espaldas. La ironía es que esta admiración (o imagen de anhelo y deseo), entra en conflicto y contradicción con la primera, la de la rapaz y libre ave, porque es cuando baja la guardia al priorizar el lado sensible. De hecho, el demorarse, para irse, determinará que le capturen. Aunque, cierto es, en la versión de Daves se hacía más palpable cómo la sensación de estar apartada del mundo de Emmy se constituía, a su vez, en reflejo de una faceta de Wade que nos lo hacía ver más complejo en sus contrastes. Porque esa primera imagen, la rapaz, es la que no cesa de proyectar frente a Evans, como necesario modelo, o imagen referente de conducta y acción, para sobrevivir, y que, en la primera secuencia del robo de la diligencia, remarca cuando dispara sobre uno de los componentes de su banda, para así hacerlo contra el agente que se había parapetado tras él. Wade cree que no sirve de nada ser un cándido (como Evans), o andarse con escrúpulos, ya que, al fin y al cabo, hacerlo es lo que le ha conducido a Evans a sufrir todas sus adversidades. No hay grises intermedios, como le hace ver al hijo en las secuencias finales, él no es bueno, y si ha ayudado en algún momento a los otros era para su propio beneficio y conveniencia. Una imagen proyectada que proviene de la necesidad de adaptarse al medio. Eres tú o ellos.


El tercer dibujo, precisamente, retrata a Evans. El porqué es lo que explicará el que se preste a ayudarle frente al acoso de sus hombres cuando Dan le lleva hacia la estación para coger el tren de las 3'10 que le trasladará a la prisión de Yuma. Y ese porqué no es otro que la admiración que le suscita Evans cuando éste se mantiene firme en llevar a cabo su misión, aun cuando ya le hayan pagado el dinero que necesita para cubrir su deuda y mantener su propiedad, y se encuentre solo ante el peligro por la deserción de los representantes de la ley. Dibujo que, significativamente, quien visualizará, y de paso nosotros espectadores, será el hijo, lo que le determinará a ayudar a su padre, ya que ha visto en la mirada de aquel que admiraba, Wade, que éste admira a quien él, hasta entonces, había no sólo no admirado sino despreciado. El momento determinante en el que Wade decidirá ayudar a Dan, aunque haya conseguido dominarle, será cuando, este ya derrotado, le diga que su herida en la guerra no fue debida a un gesto heroico, como cree su hijo, sino un disparo accidental de un compañero cuando estaban en retirada. Wade comprende lo que significa ese acto de llevarle hasta el tren, y decide ayudarle. Es un acto para reafirmarse en los ojos de su hijo. Pero los hechos parece que dan la razón a la visión rapaz de Wade, cuando Evans sea abatido por sus hombres. Su reacción, matándoles, no es sino la expresión de una furia, la de haber vislumbrado por un instante que quizás fuera posible que un gesto digno, sin doblez ni interés alguno, superará las adversidades y mezquindades ajenas. Pero no pudo ser. Esta vez estar solo ante el peligro no sirvió de mucho. ¿Espejo del tiempo en que se realizó la película, quizás? Resulta tentador considerar esta visión de la implacable actitud rapaz como inevitable triunfadora un reflejo de la depredadora sociedad en la que vivíamos, y vivimos aún, del mismo modo que esa maraña de competitividad, recelos conspirativos y arribismos, cual conflicto corporativista, en la obra de Dominik, pudiera verse de modo semejante.

El tren de las 3'10 es una de las más sugerentes, y logradas, obras de Mangold, junto a Heavy (1995), Copland, Identity (2003), Ford V Ferrari (2019) y, en especial, la magnífica Logan (2017). Puede que esta nueva versión no alcance la densidad dramática de la versión de Daves, pese a que amplifique situaciones (como las peripecias del viaje de traslado de Wade a Yuma) o intensidad de montaje (más muscular que atmosférico) y dote de más presencia, y singularidad (por estética y conducta, inclemente), al segundo de a bordo de Wade, Charlie (Ben Foster). La secuencia en la que Wade come en la casa de Dan carece de la sutil desestabilización que suponía, en la obra de Daves, el contraste del hombre de mundo que representaba Wade (en particular, para la esposa; esa otra posible vida que no había tenido). Ciertamente, la larga secuencia de espera en el hotel, entre Evans y Wade, de la obra de Daves, concentraba más tensión que todas las secuencias de tiroteos y acción de la versión de Mangold, y aún estando bien tanto Bale como, sobre todo, Crowe, no poseen el carisma y la potencia actoral de Heflin y Ford o al menos el de su efectivo contraste (allí, Wade era un personaje más ambivalente y refinado). Pero, no por ello, uno deja de apreciar esta sugerente aportación sobre la mirada, o la proyección, que, junto a la obra de Dominik, nos enfrenta, dentro de este espejo mítico o legendario, a otro espejo de nuestro tiempo. El de cuáles son los modelos necesarios, el de cuáles creamos y por qué, y cuál es el reverso de éste y, por añadidura, qué dice de nosotros.

miércoles, 24 de julio de 2024

El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford

 

Quizás casualidad, quizás reflejo de unos tiempos en que los modelos de actuación estaban en cuestión, ¿contra qué se lucha, y con qué medios, dónde están los límites entre lo justo y lo necesario?, pero no deja de llamar la atención las coincidentes resonancias que se podían apreciar en las secuencias de apertura de dos revisitaciones del paisaje genérico del western estrenadas el mismo año, Tren de las 3’10 (2007), de James Mangold, y El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007) de Andrew Dominik. Resonancias que hacen alusión a la relevancia de la mirada, tanto narrativa, integrada en el propio relato, como simbólica, en cuanto mediatizada y proyectora. La intermediación de una determinada mirada es clave, en un grado u otro, en la narración de ambas películas. Una mirada puesta sobre el modelo del hombre de acción, sobre su mito fundacional, el hombre del oeste, el forajido de leyenda. En la obra de Dominik vertebra el relato. Su introducción es un bello montaje secuencial, de raigambre Malickiana (incluido plano de mano acariciando unas hierbas), una sucesión de fragmentarios planos sobre Jesse James (Brad Pitt, en una de sus mejores interpretaciones), o meros espacios vacíos, cuya conexión es la voz de una voz narradora, que puntuará la narración de modo intermitente, como constancia de un tiempo pasado, y de la muerte de su protagonista. Es una narración que se inicia con la constancia de lo que ya fue y ya no es. Tras esa introducción se nos presenta, de espaldas, a Robert Ford (Cassey Affleck), dirigiéndose hacia Jesse James, que habla con su hermano, Frank (Sam Rockwell) y el primo de Jesse, Wood (Jeremy Renner). Cuando se sienta junto a ellos, justo les llaman para comer. Es un paso frustrado, infructuoso, como lo será su intento de conversación con el hermano de Jesse, Frank James (Sam Shepard), que es un intento de presentación de sus capacidades como compinche de su banda. Frank acabará, a punto de pistola, exigiendo que se aleje de él. Frank es un chico de diecinueve, que dice que tiene veinte cuando le preguntan, porque se siente ya hombre, y eso significa capaz de lo sea. Pero vive de espaldas a la realidad, de la misma manera que proyecta sobre la presencia o imagen de Jesse.A través de la mirada de Ford, la realidad es otra gracias a la imagen modelo de James. Porque este no deja de ser un fantasma del deseo, para Ford, de ser Otro, de ser lo que representa James. En cierto momento, el propio Jesse le preguntará si quiere ser como él o quiere ser él. Pero el modelo está hecho de barro, es quizá como esas serpientes que él mismo decapita en su jardín delante de Bob Ford. La relación con su modelo ideal se definirá por la frustración.


Lo que diferencia esta nueva versión de las realizadas, anteriormente, por Henry King, Nicholas Ray o Walter Hill, entre otros, sobre las andanzas o vida de este forajido, no es que se convierta en una revisión sobre su imagen (ya la de King incidía en sus claroscuros; puede que su imagen estuviera embellecida en sus rasgos, por ser interpretado por Tyrone Power, pero no su visión sobre sus contradicciones), sino cómo conjuga, en una misma obra, dos figuras y dos miradas, la del espectador y la imagen, la del interprete y el referente, la del émulo y el modelo, y esto a través de dos personajes contrapuestos, y, quizás, complementarios, Ford y James. Y digo, sí, dos miradas, porque no es sólo la mirada de Ford la que guía la narración. Ya su misma estructura discontinua, con saltos de perspectiva de uno a otro, de Ford a James, nos indica cómo en esa aparente disonancia hay una convergencia. James también proyecta, por así decirlo, sus fantasmas. Por eso cobra tanta relevancia en el relato sus miedos a una conspiración por parte de los miembros de su escindida banda. Es su mirada, tensa y escrutadora, la que modula estos enfrentamientos encubiertos, a través de diálogos con cada uno de ellos, transformándose, aun latentes, en las secuencias más violentas del film, más que su puntual descontrolado estallido, después del cual él mismo, James, se sume en lágrimas, tal es la tensión que padece, ante algo que cree inminente, su fatal muerte, como una sombra permanente que le persigue. Y que de hecho será así. Por eso, a diferencia de otras versiones, aquí se representa su muerte como una asunción, por parte de James, de algo inevitable, ofreciéndose a Ford, cuando descubre que él va a matarle, como si, a la vez, esa muerte fuera una liberación (su mirada al zapatito que su pequeña hija perdió cuando él la cogió en brazos). Ambos personajes miran pero no ven, proyectando Ford en el otro lo que le gustaría ser, y James sus miedos a dejar de ser. Uno crea una imagen, el otro teme la destrucción de su cuerpo. Pero es también el proceso de una decepción, para Bob, cómo se va modificando su concepción de Jesse, aunque un día antes de que le mate, aprovechando su ausencia, recorra sus habitaciones y beba el agua de su vaso o se ponga su sombrero. De la misma manera que se acrecentará el desquiciamiento de Jesse, Bob parece oscilar en la indefinición. Su destino parece ser el de un actor que representa, durante un centenar de funciones, un hecho, un asesinato, que se convertirá en fenómeno social, como también él, pero como el opuesto a Jesse James. Se convertirá, precisamente, en la imagen no deseada, en aquel que debe ser borrado, y que no merece ni el recuerdo.



El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), segunda obra del cineasta australiano Andrew Dominik, es un magnífico western que plantea una sugerente reflexión sobre la mirada, o la proyección, y nos enfrenta, dentro de este espejo mítico o legendario, a otro espejo de nuestro tiempo. El de cuáles son los modelos necesarios, el de cuáles creamos y por qué, y cuál es el reverso de éste y, por añadidura, qué dice de nosotros. Dominik escribe el guión que adapta la novela de Ron Hansen, y plantea una narrativa discontinua, bajo el influjo de Terrence Malick (de hecho, destacó Malas Tierras, 1973), entre sus diez películas predilectas para Sight & Sound en 2012), y transitando el cine sensorial, atmosf´wrico, vertebrado a través de miradas y acciones, en el que el mismo entorno, la naturaleza, es un personaje crucial (esos páramos a los que mira desde su casa Ed, Garret Dillahunt, cuando entrevé, atemorizado, la figura de Jesse James cuando se acerca a caballo; ese hielo sobre el que dispara Jesse James mientras habla con Charley, que intenta convencerle de que su hermano se una a ellos para los atracos previstos. Roger Deakins realiza uno de los trabajos fotográficos más deslumbrantes de la década (consideraba el encuadre el tren con su luz acercándose en la noche a la figura de Jesse James uno de los mayores logros de su carrera), y Nick Cave (que realiza un cameo en la parte final como cantante en un bar) y Warren Ellis componen una bellísima banda sonora. Me parece la obra más lograda de Andrew Dominik, junto a sus documentales acerca de Nick Cave, su música y su dolor (la pérdida de su hijo), One more time with feeling (2016) y This much i know to be true (2022). Su fluidez narrativa es admirable, así como la capacidad de, en ciertos pasajes narrativos, centrarse en personajes secundarios, como derivaciones que son reflejos, como el conflicto de Wood con Dick (Paul Schneider), cuando éste mantiene relaciones sexuales con la joven esposa de su padre, pese a sus advertencias. Ese primer conflicto será eliptizado pero no la espléndida secuencia de su casual reencuentro en la casa de la hermana de Bob y Charley, en la que se produce un enfrentamiento que culmina con la primera muerte de Bob. Los desquiciamientos parecen una tónica extendida. Son excelentes todos los pasajes finales en los que, pese a que con ellos planee otro robo, se acrecienta progresivamente la desconfianza de Jesse James con respecto a ambos hermanos ( a quienes no les permitirá, incluso, que estén solos sin él). Un desquiciamiento, o una contradicción, que también evidencia la soledad del propio Jesse James, porque más allá de su esposa e hijos, ya no puede confiar en nadie, pero necesita a otros con los que realizar sus propósitos. Y eso no refleja sino una imposibilidad, un cortocicuito cuya única conclusión solo parece ser la muerte.

lunes, 22 de julio de 2024

Jubal

 

Uno de los significados de la palabra hebrea jubal es pequeña corriente. En las primeras imágenes de Jubal (1956), de Delmer Daves, quien adapta la novela Jubal Troop, de Paul Wellman, junto a a Russell S. Hughes, Jubal Troop (Glenn Ford) es una pequeña figura en el inmenso paisaje que parece errar sin dirección, tambaleante, hasta que cae por un ladera, siendo recogido, inconsciente, por el ganadero de vacas Horgan (Ernest Borgnine). Jubal es alguien que piensa que trae mala suerte a los demás, por eso parece preferir errar de un lugar a otro, sin establecerse. Aunque su errancia es también la de la supervivencia y la de la huida. Cuando Pinky (Rod Steiger) le dice, porque huele a oveja (era recurrente entonces el conflicto entre ganaderos de vacas y ovejas por los pastos), que cualquiera moriría antes que trabajar con ovejas, Jubal replica dime uno. Jubal parece querer fluir por la vida en segundo plano, como una corriente pequeña, sin que reparen en él, como si él mismo se sintiera irrelevante. Pero para los demás, en este rancho, representará algo que le colocaría en el centro del escenario de la vida que ha parecido rehuir. Para Horgan representa alguien con un acusado sentido de la responsabilidad, que incluso trabaja, para terminar adecuadamente su labor, más allá de las horas asignadas, y que, por ello, podría ser un idóneo capataz para su rancho. En cambio, para el avieso e insidioso Pinky (Rod Steiger, en un papel que rechazó Aldo Ray), es una interferencia, sobre todo en como rival amoroso. Advierte que Mae (Valerie French), la esposa de Horgan, con la que en el pasado mantuvo un breve romance, muestra interés por Jubal. Para Mae, que se siente atrapada en mitad de la nada, y que se casó con un hombre rico porque pensaba que supondría lograr lo que ansiaba, Jubal es un incentivo que contrasta con la, para ella, vulgaridad de su marido (un noble bruto ingenuo que sorbe el café del platillo y que le da entusiastas azotes en el culo), en suma, con el prosaísmo y desilusión de su existencia.

Jubal es una obra de turbulentas corrientes subterráneas narrada con una armoniosa serenidad. Si este espacio, representante de la llamada civilización, no parece un lugar muy habitable (por la suma de insatisfacciones y amarguras larvadas), aparece, como contraste, una caravana de religiosos errantes, cuyo líder, Hoktor (Basil Ruydael), aboga por el amor y la generosidad y no por el odio, que tampoco está exenta de comportamientos mezquinos, como es el caso del joven que siente celos de la atracción que siente Naomi (Felicia Farr) por Jubal (en la posterior, y magistral, El tren de las 3'10, de Daves, Ford y Farr compartirán un hermoso breve romance, probablemente no solo una de las más hermosas secuencias del cine de Daves, sino del western). Naomi ofrece a Jubal la posibilidad de hogar, de conciliación consigo mismo, a traves del amor, de la conexión o complicidad que siente con Naomi. Al fin y al cabo, Jubal es alguien no ha dejado de huir. Hay una bella secuencia que lo condensa, y en la que el agua toma presencia como reflejo de esa perdida, de ese extravío en el que estaba sumido Jubal, y de encuentro con el hogar de las emociones. En su conversación con Naomi, junto al río, Jubal, quien previamente había compartido con Horgan que en su vida solo ha confiado en su padre, relata cómo cuando era niño su madre, de la que pocas muestras de cariño recibía, reaccionó con indiferencia cuando cayó al agua del barco en el que navegaban. Fue el padre quien, tras oír sus gritos, se lanzó al agua para salvarle, pero con tal mala suerte que las hélices de otro bote lo mataron (recibiendo por añadidura el reproche de la madre de por qué fue él el que se salvó y no el padre). Su relato lo realiza precisamente de espaldas al río, una admirable forma de conjugar pasado y presente, y la purga del primero ( le confiesa a Naomi que es la primera vez que lo comparte con alguien). Esta forma de convertir a la naturaleza, el paisaje, como otro personaje de la obra, es una de las cualidades de esta gran obra, y refrenda su sutilidad. Además, queda manifiesto en las exquisitas composiciones de los encuadres, la armonía que transpiran, cómo interrelaciona a los personajes con el paisaje, integrados o en colisión.

El conflicto provendrá, en variante del Otelo de Shakespeare, cuando Pinky, cual Iago, hace creer a Horgan que Jubal y su esposa son amantes (y que, por despecho, corroborará Mae cuando Horgan la escuche decir el nombre de Jubal en la oscuridad, porque ella espera que haya vuelto). Esa creación de un falso fuera de campo que sugestiona a Horgan tiene su correspondencia en un portentoso plano: aquel en el bar del pueblo en el que la cámara, que encuadra a Jubal sentado en una mesa, realiza un travelling de retroceso para hacer visible el fusil de Horgan, que viene dispuesto a matarle. No es el único inspirado uso del fuera de campo. Previamente, cuando ella espera que Jubal suba a su dormitorio escucha el ruido de los cascos del caballo de Jubal alejándose (no hay contraplano del caballo, la cámara se acerca al semblante contrariado de Mae en la ventana). Pinky, para su conveniencia, no dudará en azuzar a otros cowboys para capturar a Jubal. Cuando se alejan, uno de los compañeros del rancho, Sam (Noah Beery), asqueado por la mezquindad de Pinky, apunta que podría haberse evitado la creación de la especie humana. Si en la primera secuencia veíamos esa figura tambaleante de Jubal en el inmenso paisaje, cual imperceptible pequeño arroyo humano, el plano de cierre nos lo muestra cruzando un puente, sobre las aguas, con la mujer amada, Naomi, aquella en la que ha encontrado el hogar, en el movimiento que es puente, de firme base, de conexión, de relación ya conciliada con el paisaje de la vida.

viernes, 19 de julio de 2024

Tres colores: Azul

 

Tres colores: Azul (Trois couleurs: Bleu, 1993), de Krzysztof Kieslowski, comienza con un plano de la rueda de un coche en la carretera. Otro plano, cuando se detiene el coche, remarcará que pierde aceite. El trayecto de un accidente: fragmentos: Rostros en fuera de campo: la rueda que gira (destino, aleatoriedad, lo imprevisible). El sonido del accidente también se escuchará en fuera de campo, porque la cámara encuadra a un joven que juega con piezas que deben ajustarse. En el momento que acierta, se oye el sonido del coche accidentándose. Piezas ajustadas, piezas desajustadas, la vida y su imprevisible recorrido. La vida de Julie (Juliet Binoche) evidenciará sus piezas desajustadas, lo que desconocía sobre su marido, su relación con otra mujer desde hacía ya años. Cuando sepa que su marido y su hija de cinco años murieron en el accidente intentará suicidarse, pero no podrá tragarse las pastillas. Se convierte en un espectro en vida (que interpone distancia protectora). Cobran relevancia, en el decorado, como reflejo de Julie, perlas azules que cuelgan del techo, recuerdos que penden, lágrimas congeladas como brillos. Perlas que primero sacude, como gesto de impotencia, pero que luego mantendrá en su nuevo piso. Contempla la despedida final, el funeral, en un monitor, en la distancia, oculta bajo las sábanas. Libertad: ser otro, ser nadie, ser una indigente emocional: reflejos: el indigente que no lo es, al que un coche deja en la esquina para interpretar la música que evoca a la composición inacabada de su marido, célebre compositor, que era también suya. La ascensión: la música de Zbigniew Preisner, la música que une, que revive y concilia, que recupera la voz propia. Recuperar su voz es asumir que su voz quizá estuviera algo amordazada. Romper con el pasado supone recuperarse, hacerse más presente de lo que era.

Magulladuras en los nudillos, el puño apretado que raspa contra el muro de piedra, fundidos en negro de una pesadumbre, fundidos de negro, constantes en la narración, como respiración trasegada, respiración que busca recuperarse, acompasarse de nuevo, música como oleaje de dolor que brama contra las indiferentes piedras de lo inevitable, de lo que no se puede rectificar. La melancolía es azul. En ocasiones, cuando la vida ha perdido aceite, la dirección se ha estrellado contra un árbol y la pérdida deja una huella como un cuello ortopédico invisible, se siente como una inflamación amoratada que duele cuando es golpeada por los chillidos de unas pequeñas crías recién nacidas de rata que se agitan porque comienzan a respirar la vida, y ella no puede soportarlo porque le cuesta respirar de nuevo la vida, porque le hace recordar que lo que llevó en su vientre, su hija, ya nunca respirará. Le duele pensar que está viva, prefiere pensar que sólo es un objeto, indiferente, materia a la que nada afecta. Se deja acariciar por el sol, pero no quiere sentir que genera vida, que genera relaciones. Se aísla, desconecta, rompe con todo, se pierde, quiere ser sentir la libertad, aquella que hace sentir que no ha creado vínculo alguno con ningún ser vivo que también respire, que también le necesite, que también le haga sufrir si un día desaparece. Folla pero prefiere que sea algo impersonal, como un intercambio, un chute de energía que no se arraiga en el tiempo, sino que es pasajero, un vagón en el que se viajaa por un breve trayecto, un grito efímero como raspar sus nudillos contra un muro de piedra. No quieres implicarse con nada ni con nadie.

Intenta desconectarse del mundo, su relación con la realidad busca un aislante. Sus ojos están cerrados cuando a una anciana le cuesta introducir una botella en el contenedor de vidrio. Y no puede ayudarla porque no mira alrededor. No asiste a quien toca las puertas porque le persiguen para apalizarle. No firma para echar a una vecina, ya que a los demás vecinos les molesta que ejerza de prostituta. Y no lo hace, sobre todo, en primera instancia, porque no quiere involucrarse con nadie. No es parte de nadie ni de nada. Su reflejo en el espejo (borroso, con vaho, hasta que empieza a perfilarse un rostro) será, precisamente, aquella chica, Lucille (Charlotte Vary), que establece distancias con un ejercicio del cuerpo que le reporta dinero, con el que disfruta como si no estuviera presente en un anonimato en el que sólo es materia. Pero duele cuando su padre es uno de aquellos clientes en el local donde trabaja, y el placer del anonimato se desgarra como la película que se quema en un proyector. También ella, Julie, comienza a mirar a su alrededor de un modo distinto, empieza a recobrar la sensibilidad, en su iris ya no está la figura de aquel doctor que le notifica que su esposo e hija han muerto en el accidente del coche; ahora, en su iris, hay otro cuerpo, hay otro, Olivier (Benoit Regent), alguien con quien comienza a crear un vínculo, con el que comienza a colaborar, componiendo música, no sólo aquella que no finalizó su marido ( y ella, aunque no lo reconociera), sino la que se gesta entre los sentimientos de ambos. Es una doble resurrección. En las secuencias finales, los diversos rostros que son acordes de una misma composición unidos en un travelling que les aúna en diferentes espacios, como si fueran los dedos de una mano abierta, el chico testigo del accidente, la madre, Julie, quien vive, crea vínculos, deja que sus lágrimas broten, está presente.

miércoles, 17 de julio de 2024

Mannequin

 

Erase una vez cuando el melodrama era un género que aunaba el sutil ingenio y la exuberante inventiva, la hondura y complejidad y emocional y el incisivo retrato de una sociedad que no era sino el desgarro desde dentro de la tramoya de los cuentos de hadas ( no sólo los de las convenciones dramáticas o lugares comunes sino los de la sociedad, en este caso, en la década de los 30, los de los cantos de sirena de la prosperidad económica que incentivaban el arribismo y el obcecado anhelo de ascender en la posición social para disfrutar de los parabienes de la riqueza, como si no hubiera otro paraíso). Frank Borzage fue uno de los más excelsos cultivadores del melodrama; en especial de ese considerado romántico; Borzage trenzaba la peripecia emocional, una relación sentimental en curso, que también era proceso de aprendizaje en muchos de los casos, con un perfilado contexto social, que entraba en conflicto o se convertía en impedimento para el desarrollo de la relación; las figuras no estaban suspendidas sobre el vacío, sino sobre un fondo con el que forcejeaban para que no les anulara. Borzage conjugaba la inmediatez con la alegoría con mano maestra, y lograba alcanzar en determinados momentos una altura emocional de soberana magnitud. Las nociones de artificio y realismo se conjugaban difuminándose los contornos. Un ejemplo maestro está en cómo logra dar tal entidad, concreta y abstracta, a unas escaleras en las primeras secuencias de Mannequin (1937). Jessie (Joan Crawford) sale de la fábrica donde trabaja, y asciende, con caminar pesado, los dos tramos de escaleras hasta el piso donde vive con sus padres y su hermano; Jessie se siente ahogada con esta vida, de la que no parece que pueda escapar, acrecentado por los reflejos que suponen las figuras masculinas: la madre subordinada a su padre, a sus necesidades de hombre sentado en el sofá, o al hermano cínico que vive de gorra; es como si ya se viera en su madre a lo que está abocada. Citada con su novio, Eddie (Alan Curtis), baja las escaleras; ahora dos planos cortan el seguimiento, uno de él y otro de ella: ya se hace insinuar que él representa esa posibilidad de huida. Tras disfrutar de un armónico momento de noche de sábado, en la orilla del mar, vuelve a casa. Asciende la escaleras, oye los ruidos del vecindario, y se apaga la luz de la escalera: corta a un plano de ella con expresión desesperada, seguida de un travelling que recoge cómo ella baja con ímpetu las escaleras para abrazarse a Eddie y pedirle que se casen ya, que no soporta más esa vida.

Borzage ha trazado con admirable precisión unas condiciones sociales y una circunstancia emocional en conflicto. Más adelante tiene lugar una secuencia clave, casi se puede decir que el corazón de la obra, y de un doliente lirismo: Jessie conversa con su madre en la cocina; la madre, por una vez, abocada casi al silencio, físico, y por subordinado papel de ama de casa ( como dice el padre, es el lugar de la mujer), da rienda suelta a lo que siente y piensa en beneficio de su hija, esto es, que no sea como ella, un mero maniquí, como tantas mujeres de su generación, condicionada a vivir por delegación la vida de su marido; apostilla que apueste por lo que ella quiera, aunque sea sola. Claro que para lograr ésto hay que pasar un importante escollo, como expresa Jessie, lo difícil que es conseguir dinero, aunque necesites poco. En ese esfuerzo de lograr perfilar su propia vida, la mujer parecía abocada en aquellos tiempos a fluctuar entre dos modelos masculinos que representaban las dos restrictivas tendencias a no tener que abocarse a ese modelo de maniquí vital que representaba su madre. Uno es Jessie, su marido, que la aboca, también, a ser otro maniquí. Jessie anhela a ascender del modo que sea en la escala social, pero sin esforzarse, dejando de lado los escrúpulos, y para ello cualquier medio vale (los demás son meros medios): convence a Jessie para que deje su trabajo en la fábrica y pruebe suerte como bailarina en un night club, y que aproveche su físico para conseguir beneficios con hombres ricos, como es el caso de Hennesey (Spencer Tracy), con respecto al cual llegará a proponer a Jessie que, tras primero divorciarse de él, se case con Hennesey para divorciarse, a su vez, seis meses después y volver con él con el dinero conseguido por la separación.


Hennesey representa esa figura recurrente en los dramas y comedias de aquella década, el millonario, aquel al que las mujeres debían aspirar, en versión príncipe azul, para salir de la situación precaria ( lo que las convierte en otros maniquíes). Hennesey es un hombre que se ha forjado a sí mismo, a base de esfuerzo. No es que carezca de escrúpulos, pero se ha acostumbrado a conseguir de modo directo, sin circunloquios, lo que desea, y por eso se muestra impetuoso con Jessie a la hora de besarla. Expresa lo que siente, porque se ha enamorado de ella, pero avasallando. En la narración, que tampoco transita la gravedad, hay momentos distendidos de agudo ingenio, como el montaje elíptico secuencial de varios poses de modelo, en el nuevo trabajo de Jessie, al que asiste, perseverante, Hennesey, hasta que consiga que acceda a una cita. Incluso acepta casarse, aunque exprese que no siente lo mismo. Claro que Borzage expresa con sutilidad, con acciones, que las cosas no son lo que parecen. Y aquí entra en juego el ingenioso uso de una pamela: Eddie la ha visitado ( no ceja en busca su beneficio, y piensa que las motivaciones son como las de él: ir en pos del dinero); aparece Hennesey; ambos hombres son encuadrados en la puerta, mientras Eddie se despide; Jessie baja la cabeza, y su rostro queda ocultado por la pamela; Hennesey se acerca y le expresa lo que siente, y ella eleva su rostro, que aparece radiante: las acciones y gestos hablan. La ruptura con esa fatalidad de llegar a ser un maniquí con ambos modelos de hombres se resuelve, con resonancias de otros de sus bellos melodramas, Fueros humanos (Man's castle, 1934), aquella historia de amor en los arrabales de dos desposeídos: Hennesey pierde su fortuna; ahora él y Jessie vivirán en una precariedad pero juntos, creando un proyecto de vida de igual a igual en que nadie es maniquí de nadie, sino dos cómplices del amor en la intemperie de la vida.