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domingo, 11 de mayo de 2025
Ghostlight- El Cine de Solaris en Youtube
John Sturges durante el rodaje de Estación polar Cebra
Este lunes entra en imprenta JOHN STURGES. LA MIRADA ECUÁNIME O DEPENDE DE A QUÉ LLAMES MIRAR (Providence) con la previsión de que ya esté a la venta en junio ( y con suerte que pueda presentarse en la feria del libro), y así comience su viaje hacia sus posibles lectores. Las dos primeras producciones que dirigió Sturges tras concluir su etapa (1960-67) como independiente en colaboración con la Mirisch Company, fueron dos obras relacionadas con desplazamientos o trayectos definidos por las incógnitas y los imprevistos. Aun siendo dos encargos de distintos Estudios (Metro y Columbia) ejemplifican la mirada personal de Sturges pese a que se le calificara como mero artesano. En Estación Polar Cebra (1968), un submarino tiene que efectuar una acción de rescate, el de los componentes de una base científica en el Océano Ártico, aunque sea más bien una excusa porque interesa más la grabación que contiene un satélite caído. En Atrapados en el espacio (1969), hay que rescatar a los tres primeros tripulantes de una estación espacial experimental, equiparables a los anteriores en su condición de científicos, así como es equiparable la larga duración de la misión. Dos escenarios remotos, lejanos de toda vida ordinaria. En una, el trayecto es bajo la superficie, a través del agua, en la otra es en las alturas del espacio exterior, más allá de la atmósfera terrestre. Dos entornos que el hombre no puede habitar, en los que es cuerpo vulnerable, y en los que debe recurrir a maquinaria, la cuál puede fallar, sea por error, sabotaje humano o imprevisto fallo técnico. De nuevo, se efectúa una sutil labor de abstracción (son viajes concretos y arquetípicos). Lástima que no pudiera rodar, con un tren como protagonista, The yards of Essendorf, con los previstos Warren Beatty, Jean Paul Belmondo y Ursula Andress, que conectaba con La gran evasión así como con El tren, de John Frankenheimer.
jueves, 8 de mayo de 2025
jueves, 1 de mayo de 2025
John Sturges en el rodaje de Joe Kidd y McQ


domingo, 27 de abril de 2025
John Sturges en el rodaje de Ha llegado el águila
viernes, 18 de abril de 2025
Confidencial (Black bag)
Confidencial (Black bag, 2025) me parece la obra más notable de Steven Soderbergh, desde La suerte de los Logan (2017), curiosamente, la última en formato panorámico. Ha sido el periodo menos inspirado de su filmografía, en el que ha alternado obras como mucho estimables, con tres de sus menos estimulantes películas, The laundromat: Dinero sucio (2019), Déjales hablar (2020) y El último baile de Magic Mike (2023), aunque su película más insípida me sigue pareciendo Ocean's 13 (2007), desvaída reformulación de Ocean's eleven (2001), una de sus más grandes obras, junto a The underneath (1995), Un romance muy peligroso (1998), Traffic (2000), Solaris (2002), Bubble (2005), Contagio (2011) y Detrás del candelabro (2013). Confidencial (Black Bag) conecta, particularmente, en su propia filmografía con Haywire (2011), otra obra inscrita en el género de los espías o las agencías secretas. Otra sinuosa obra sobre dobleces y traiciones y circunstancias y relaciones que parecen más bien marañas. Otra obra en la que parece que los personajes son piezas de un rompecabezas, en el que unos se esfuerzan por complicar la percepción de conjunto y otros de descifrar sus componentes, qué posición ocupan los demás en el tablero, cuáles son las intenciones y estrategias tras las escurridizas y difusas apariencias en las que tan dificil resulta desentrañar qué es auténtico y qué escenificación. Otra obra planteada desde el distanciamiento, definida por la modulación en la que es fundamental la aportación de la excelente banda sonora de David Holmes y que posibilita esa fluida narración ingrávida que caracterizaba en especial a Un romance muy peligroso, Traffic, Ocean's eleven y Solaris. Una notable diferencia, en Haywire, las colisiones se esclarecían a base de combates físicos, acordes a las capacidades reales de su protagonista, Gina Carano. Era una película de cuerpos en lid, o los cuerpos eran el escenario manifiesto de las disputas o difusas maniobras tácticas. En Confidencial (Black bag) los golpes son verbales.
En el escenario que presenta Confidencial (Black bag), la confianza y la desconfianza son elementos fundamentales en cuanto definitorios del entramado o la constitución de las relaciones afectivas. Black bag es la palabra con la que responden en ese escenario a las preguntas sobre qué van a hacer, a dónde se dirigen o con quién se van a encontrar. Es la oportuna palabra clave que indica labor secreta, pero es la metáfora de las relaciones edificadas sobre las convenientes compartimentaciones. Es el muro que se interpone en la circulación en los terriorios íntimos, por lo tanto que configura los límites así como el grado de real implicación e intimidad. Por ello, puede resultar complicado realmente percibir cómo es aquel con el que se establece relación afectiva. La relación que mantienen George (excelente Michael Fassbender) y Kathryn (Cate Blanchett) es asediada desde distintos flancos. Se siembran dudas e interrogantes a partir del momento en que alguien le indica a George que su pareja es una de los cinco posibles traidores. Se suman indicios que parecieran corroborar que fuera ella, por lo que se convierte en una prueba para él, en cuanto la firmeza de su confianza, y de cómo la percibe así como su convicción sobre la auténtica complicidad de su relación. ¿Se intenta socavar su relación o descubre brechas en el papel pintado de una relación que era más impostura que conexión? Es una vertiente o circunstancia que conecta, por ejemplo, con la extraordinaria Aliados (2016), de Robert Zemeckis, aunque es un escenario de arenas movedizas afectivas que habían explorado con agudeza Sidney Lumet o Alfred Hitchcock en, respectivamente, sus magistrales Llamadas para un muerto (1967) y Encadenados (1946). Por su cualidad metódica, no tendente a la ofuscación, de ahí su capacidad de discernimiento en las pruebas del detector de mentiras, George no se deja sugestionar, pero se esfuerza en corroborar cuál es la realidad, qué hay de base en la duda o si no es sino una manipulación o escenificación táctica interesada en desestabilizar la relación. Cristales y penumbras dominan el diseño visual.
Los otros cuatro posibles traidores traman (enmarañan) sus relaciones afectivas y sexuale con variados modos. Una, la que mantienen el agente Freddie (Tom Burke), casado, y Clarissa (Marisa Abela), se sostiene sobre agresiones no solo verbales, sino incluso físicas, como cuando ella le clava un cuchillo al comprender su infidelidad con una tercera mujer. Aún así, pese a las agresiones mutuas, su relación se mantiene, como si fuera esa necesaria dinámica de ficción conveniente, como escenario de conflicto o descarga acorde a sus inconsistencias y desorientaciones. La otra relación, la que mantenían la psicóloga Zoe (Naomie Harris) y el agente James (Regé-Jean Page) se rompe. Ella decide, fríamente, concluir la relación. Como si fuera un trámite. Las omisiones también como dinámica. Entre tanta capa de apariencias que desvelan otras tramas, o su condición de espejismo, se revelará que era la segunda amante de Freddie, como si fueran cuerpos que colisionan sin real propósito, de modo accidental, como una realidad que funcionara a golpes de impulsos o apetencias, cuando no meros rebotes. En ese retorcido escenario de relaciones, que no deja de equipararse con el geopolítico, en el que los conflictos, a pequeña o gran escala, parecen generarse en muchas ocasiones por impulsos o apetencias, o rebotes de otros escenarios de relaciones, laborales o afectivas, la relación de George y Kathryn corrobora su solidez cuando ambos comparten que son conscientes de que se les ha intentado hacer dudar mutuamente, como estrategia conveniente laboral por parte de quienes no quieren que sean amenaza en la consecución de su posición. La narración se inicia con un plano secuencia que sigue la nuca de quien, caso de George, se desplaza y se interna en un club nocturno para que se le desvele que en su escenario laboral hay quien no es como se presenta a los demás. Una realidad de nucas a las que hay que dotar de su real rostro. Con una cena en la que reúne a los cinco sospechosos prosigue la narración, cena en la que se desentrañan falsas apariencias y exponen las inconsistencias de las relaciones. Y con otra cena concluye, en la que la infección de quien intentaba desestabilizar la única relación consistente es extirpada. Es como el virus de Contagio. La metáfora de que ya no predominan las relaciones que se miran de frente, las relaciones que se dan la mano (un gesto de confianza, de no agresión) sino las que (se) ocultan, incluso a sí mismos, con gestos que son ficciones estratégicas.
lunes, 7 de abril de 2025
Portada y contrapartada de John Sturges. La mirada ecuánime o depende de a qué se llame mirar
sábado, 5 de abril de 2025
Mis textos para Dirigido por nº Abril 2025
lunes, 31 de marzo de 2025
Sorda
Desde 1978 a 1988 se emitió en la primera cadena de Televisión Española un programa de nombre Vivir cada día, el cual se centraba, a modo de docudrama, en la vida de personas corrientes. Durante los primeros cinco años en quien representara a un colectivo, después en una individualidad. En esta última década han proliferado producciones españolas que parecieran adaptar ese planteamiento, sobre todo dirigidas por mujeres, con planteamientos formales que parecieran eludir la estilización, con tratamientos visuales que optan por el registro, sin uso expresivo del color o de la luz, como un ojo neutro que se asocia con la mirada externa que documenta. Es el caso también de Sorda (2024), de Eva libertad, que podría ajustarse al subapartado de conflictos con la maternidad, como fue el caso de la notable Mamífera (2024), de Liliana Torres. En esta se planteaba un conflicto que hurgaba, de modo indirecto, en una cuestión que raramente se aborda. La protagonista no aspiraba a ser madre, por lo que se sumía en vacilaciones y desesperación cuando se queda embarazada, ya que forcejea entre lo que desea y lo que el entorno presiona o demanda (si eres mujer o lo que se supone que debe desear toda mujer). Interrogante que confronta, de modo indirecto, con esa preocupación por nuestra propia parcela de vida en vez de la preocupación de la visión de conjunto, si se considera que vivimos en un mundo superpoblado.
Sorda también se centra, desde otro planteamiento, en la cuestión de la relación con la realidad. O en los conflictos que depara un diferente enfoque, cómo determina el hecho de ser sorda u oyente. En las primeras secuencias prima ese tratamiento que documenta, sin buscar el enfoque en cómo afecta a los personajes, como en la secuencia en la consulta médica, en la que la pareja que conforman Angela (Miriam Garlo), sorda, y Héctor (Alvaro Cervantes), oyente, preguntan a la doctora si su hija nacerá sorda o no, y la doctora solo puede decirles que hay mitad de posibilidades para cada opción. Pero la narración progresará, gradualmente, en exponer, a través de los recursos cinematográficos, cómo afecta a los sujetos, cómo se vive desde su perspectiva, cuya culminación es el último tramo de la narración desde el punto de vista sordo de Angela, es decir, cómo se relaciona con la realidad desde su privación de sonido o su distorsión (cuando intenta usar audífonos que solo amplifican de modo estridente todos los sonidos sin filtro diferenciador).
Esa misma dificultad de relación ya queda patente en la excelente secuencia del dificultoso parto, ya que si al principio ella puede contar con su marido para que le traduzca con lenguaje de signos lo que enfermeras y doctoras le dicen, en cierto momento crítico pedirán al marido que se aparte por lo que ella quedará expuesta, vulnerable, con su sufrimiento sin poder entender, ni siquiera lograr leer en los labios, lo que las doctoras y enfermeras le dicen. Es una circunstancia que se repetirá en la secuencia en la que les visitan amigos oyentes. Le resulta complicado entender el rápido intercambio de frases y a veces discernir quién le alude o no, porque ellos hablan, inercialmente, por lo que la pueden aludir sin que ella pueda enfocar en sus labios. Pero la narración dará un giro cuando el conflicto que se enquista, al ser la niña oyente, determina que colisione su diferente lenguaje de relación, y Angela se sienta progresivamente relegada. Aunque en parte sea así, el marido le planteará que durante los tres años de relación él se ha adaptado a ella por su circunstancia de sorda, por lo que la condición de víctima quizá disponga también de un ángulo de imposición o condicionamiento para otros. O cómo la relación con la realidad se funda en una adaptación pero también propicia colisiones cómo evidencia la relación con su hija, su educación. Por eso, en el último tramo se enfoca en el punto de vista de Angela, desde su parcela, que es afirmación, pero también constancia de impotencia y de necesidad de reconfiguración de su relación con la realidad. La asunción de una dificultad, y la necesidad de un esfuerzo, como refleja su infructuoso intento de ponerse audífonos, al ser su hija oyente, pero que no niega la posibilidad de una comunicación.
lunes, 17 de marzo de 2025
No habrá paz para los malvados
No es habitual en las últimas dos décadas encontrarse con thrillers que te hagan sentir que los cristales te rasgan la piel, que la sangre es pegajosa y que las sombras tras los ojos son abismos afilados en los que podemos ver reflejadas las inconsecuencias e inconsistencias del mundo en que vivimos. Se había sofisticado la pirotecnia de los efectos especiales, cómo explosionar decorados, sobre todo a espaldas de personajes que caminan hasta la cámara y convertido la pantalla en una pista de circo en el que no hacen falta redes, por lo cual lo imposible podía campar a sus anchas en ese subgénero llamado cine de acción. De vez en cuando surgían en el horizonte islotes como No habrá paz para los malvados (2011), de Enrique Urbizu, que no busca ser complaciente sino sacudirte un poco el riñón. No hay filigranas que valgan, los golpes son secos, no hay asideros donde sostenerse sino una emponzoñada atmósfera que arrastra como un remolino. Recupera el aliento de los estimulantes film noirs que se produjeron en España desde finales de los 40 a principios de los 60, dirigidos, entre otros, por Julio Buchs, Francisco Perez Dolz, Miguel Iglesias o Julio Coll. Y reverdece una herencia, la del film noir en general, que ha sido recogida muy puntualmente, como hizo una de las grandes obras maestras del género y del cine de estas últimas décadas, Distrito 34: corrupción total (Q&A, 1990), de Sidney Lumet, con la que se pueden advertir ciertas concomitancias. Su doble línea narrativa, en paralelo: por un lado la que seguía al policía corrupto encarnado por Nick Nolte para lograr acabar con aquellos que pueden incriminarle con el crimen que realiza en la primera secuencia, como Santos Trinidad (excepcional José Coronado) en busca del testigo de sus tres asesinatos, en un club nocturno, en una las primeras secuencias. Hay similitudes entre ambos personajes, aunque también diferencias en su corrupción: en el segundo, como magistralmente se condensa en la presentación, bebiendo primero en una tasca, hasta que cierran, con un semblante que es pura pulpa de sombras, que parecerán corresponderse con las que dominan, después, el club nocturno, en donde sus disparos parecen la proyección de su bilis vital, de su extravío, en descenso de caída libre, con un interior que exuda deterioro, desvencijado, un sórdido estercolero vital (como ese en el que quema las posibles pruebas incriminatorias y desde el que lanza las balas).
Si en la obra de Lumet la otra línea narrativa seguía el proceso, en la investigación, del joven abogado que encarnaba Timothy Hutton, aún con ilusiones de que en el mundo prevalezca la integridad, y entrando en colisión hasta con sus propias contradicciones (un ramalazo xenófobo que ni él mismo imaginaba), en la obra de Urbizu son dos figuras casi robóticas, Leiva (Juanjo Artero) y la jueza Chacón (Helena Miquel), dos burócratas de impecable aspecto (o diseño estético; el atildado policía de traje y corbata y la jueza que parece salida de una pasarela tras realizar varias carreras) que contrastan con el desastrado aspecto de Trinidad. No parece que tengan un espacio íntimo más allá de su labor (a la inversa de Trinidad y su intimidad arrumbada), sobre todo ella, por eso choca (eficazmente) ese breve instante en que el rictus de su máscara de eficiencia, de su rol, se quiebra, y surge una sonrisa, y una distensión, cuando conversa con su marido e hijo. Tras la máquina, que sólo busca realizar eficazmente, y con la pertinente distancia, su labor, pero no comprender, lo que implicaría mancharse ( porque la vida mancha), hay algo separado con condición humana (cual Jekyll y Hyde pero una dualidad seccionada voluntariamente y controlada). En un caso u otro, es la enajenación del Orden, perdidas ya las raíces o los horizontes ( Trinidad) o neutralizados como máquinas ajenas a lo real (Leiva y Chacón).
También coinciden ambas películas en el componente de la diversidad étnica, o en la condición del otro con otras señas de identidad étnicas ( y en el espacio de la no legalidad; son las figuras sospechosas o amenazadoras). En la de Lumet, los latinos, y en concreto los cubanos. En la de Urbizu, los colombianos y los musulmanes. Es admirable cómo conjuga la subtrama del grupo musulmán preparando los atentados (bombas camufladas en extintores; irónico en un paisaje humano, como el descrito, necesitado de otro tipo de extintor). Hay otra vertiente muy sugerente en esa doble dirección narrativa, la cual conecta con Conspiración de silencio (1955), de John Sturges. En esta se conjugaban las perspectivas de un recién llegado a un pueblo perdido en el desierto y las de algunos recelosos habitantes. Uno se preguntaba qué ocultaban y los otros qué buscaba ese hombre. En No habrá paz para los malvados, Trinidad parte de una cuestión personal, que le afecta solo a él, la búsqueda de un testigo que pudiera incriminarle, a una cuestión colectiva, que afecta a los ciudadanos en general, ya que en su búsqueda se encontrará con que ese hombre está relacionado con una célula terrorista que pretende realizar un atentado con extintores, colocados en varios lugares públicos, como supermercado o cine. Su búsqueda egoísta termina siendo beneficiosa para un colectivo. Por su parte, los investigadores policiales buscan respuestas en aspectos generales, habituales escenarios de conflicto, como el narcotráfico o el terrorismo, sin poder considerar en ningún momento que la causa de los crímenes fue un elemento anómalo, el extravío de un hombre que descargó su amargura y rabia vital en aquel momento con aquellas tres personas, independientemente de cuáles fueran sus actividades. Urbizu demuestra su gran talento como narrador, su impecable precisión, su sabio uso de los planos generales, sin enfatizar acciones, como cuando pregunta la encargada del caso en el night club donde Trinidad ha realizado los crímenes qué es ese olor, y le contesta Leiva que en esos sitios siempre huele así. Urbizu logra que se sienta el peso de las sombras, que dominan buena parte de la obra, sombras que sangran, que tiemblan, que hieden. La secuencia final recupera, combinado, el aliento de ciertos finales de obras de Schrader o Peckinpah, aunque aquí no hay ni redención. Su destino, en caída libre, ya estaba marcado (su gesto sosteniendo con un dedo su pistola como, en las secuencias iniciales, en la oscuridad de su hogar, tras matar a las tres personas en el club nocturno). Además, nadie sabrá lo que contienen esos extintores que no explotarán (metáfora de una violencia larvada).
miércoles, 12 de marzo de 2025
Morlaix
No me resultaron sugerentes las dos anteriores películas de Jaime Rosales. Me parecieron impostadas por diferentes motivos. Petra (2018) por su envaramiento. Los actores articulaban sus diálogos como autómatas. La formalización del planteamiento expresivo de la película se encasquillaba. Girasoles silvestres (2022) en el otro extremo, por intenta parecer natural como si se captara al vuelo la vida de seres corrientes y molientes. Le lastraba esa tendencia, por desgracia extendida en el cine español de esta última década, de pretender realizar, en forma de largometraje, un episodio del programa televisivo Vivir cada día (1978-1988), de la que es representante exitosa el anodino cine de Carla Simón. Infección que afectó también a un cineasta de muy estimulante filmografía, Manuel Martín Cuenca, cuando decidió El amor de Andrea (2023), tan insulsa como la propia vida de sus corrientes y molientes protagonistas. Hay cineastas a los que en sus películas, aunque no siempre, les gusta utilizar actores no profesionales. Es el caso de Jaime Rosales en varias de sus obras, no en la interesante Hermosa juventud (2014), en la que contaba con Ingrid García Jonsson, una obra en la que esa captación de realidad ordinaria, aunque sean circunstancias singulares, encontraba mayor equilibrio con un conflicto dramático. Una combinación que resulta aún más inspirada en Morlaix (2024).
Morlaix cuenta como protagonistas, en la mayor parte de su narración, con jóvenes que no disponen de mucha experiencia en la interpretación, pero cuenta con actores profesionales como Melanie Thierry o Alex Brendemuhl, protagonista de la premiada primera película de Rosales, Las horas del día. Desde sus iniciales secuencias se percibe que su planteamiento resulta sugerentemente heterodoxo, ya que combinará color y blanco y negro y diferentes formatos, el panorámico y el cuadrado. Pero, aun más, transgredirá todo verosímil con una muy ocurrente idea, una película que los protagonistas ven el cine en la cual los protagonistas son ellos mismos. Una película de nombre Morlaix, dentro de la película Morlaix, que ejerce como ingeniosa constatación de la vivencia de los sentimientos como una película. La película se inicia con imágenes de paisajes, rurales y urbanos, en Morlaix y en París (en la que transcurrirá buena parte del último acto), y concluye ese montaje secuencial con un rostro, el de Gwen (Amithe Audiard). El blanco y negro sustituye al color. La narración, con personajes, se inicia con un funeral, el de la madre de Gwen. Una ruptura en la banda sonora: Se queda en silencio, en un primer plano sobre el rostro de Gwen que son numerosos planos, porque parece que se fragmentara en gestos de convulsión. Los sentimientos y sus convulsiones. Un plano que se repetirá en las secuencias finales con la Gwen adulta (Melanie Thierry), veinte años después. Entremedias unas vivencias sentimentales que se viven, en ese periodo de la juventud, como si fuera sinónimo de transcendencia, pero años después quedarán como eco de una historia con su conclusión que queda arrinconada, como escombros, mientras se construye la relación con otro hombre, con quien tiene dos hijos.
Gwen dispone de una pareja, Thomas, pero se siente atraída por un recién llegado de París, a mitad de curso, Jean Luc (Samuel Kircher), aunque quien establecerá primero amistad será el hermano pequeño de Gwen, Hugo, quien se siente solo en un colegio en el que no logra conectar con nadie. Jean Luc se integra en el grupo de amigos de Gwen y pronto destaca por su singularidad, no solo porque transpire procedencia urbana como señala una amiga de Gwen, como si perteneciera a otro universo. Es un cuerpo extraño en el conjunto, y distintivo, por singularidad como individuo. El planteamiento expresivo resulta ortodoxo dentro de las coordenadas de observación de las relaciones de unos adolescentes, con los recelos de Thomas con respecto a Jean Luc para que no se convierta en interferencia que trastorne la estabilidad de su relación, aunque ciertamente no falten ciertos desajustes. Será así hasta que acontece la singularidad de Morlaix, o la irrupción de la película Morlaix, dentro de la película Morlaix, en la que Jean Luc cita a Thomas y Gwen en un puente para que Gwen se defina y declare a quien quiere, y si se decide por Thomas abandonará, como si se dijera, el escenario, y si es por él, para perplejidad de Thomas, optaría por tirarse del puente porque no quiere que su amor se deteriore. Para él el amor es la espera, la fantasía de la expectativa, la ilusión, como expresará después, cuando todos los amigos se reúnan y comenten su impresión sobre la película, lo cual, a su vez, no deja de ser una reflexión compartida sobre la vivencia de los sentimientos y la idea del amor. En otro ocurrente giro de guion, la narración avanza veinte años. La vida de Gwen es otra. Nada tiene que ver con aquella circunstancia y sus integrantes, nada que ver con aquel escenario dramático, porque, al fin y al cabo, en esas circunstancias hay quienes tienden a la dramatización, que puede ser extrema. La vida tomó otros cursos que nada tenían que ver con las expectativas de absoluto que sintieron en aquella circunstancia. Pese a que no lo consideraran posible en el momento su amor, efectivamente, sí se deterioró, y la relación de Gwen y Jean Luc concluyó. Aún más, el pasado retorna, con el rostro de uno de los aspirantes amorosos, Thomas, para compartir que el otro contendiente entonces, Jean Luc, ha muerto de cáncer. Gwen parece vivir una relación armónica, con su marido, y sus dos hijos, pero decidirá realizara un viaje que es también hacia el pasado, hacia la evocación de lo que sintió entonces, durante un tiempo. Visita el lugar de su primer beso, el cual, curiosamente, fue un cementerio. Y asiste de nuevo, como espectadora, a una sesión de la película Morlaix, en la que su conclusión ya no es la misma que entonces, porque las circunstancias variaron, las relaciones tuvieron un curso que no era el soñado, y determinaron que la película sentimental que vivía variara. De alguna manera ella murió. Las películas de lo que sentimos varían con el paso del tiempo por mucho que en algún momento se sientan como promesa de eternidad.
lunes, 10 de marzo de 2025
Desayuno con diamantes
Richard Sheperd y Martin Jurow, productores de la Paramount, compraron los derechos de la novela Desayuno con diamantes (Breakfast at 'Tiffany's), de Truman Capote, publicada en 1958. Contrataron a Summer Scott Elliot para que desarrollara un guion, pero no les convenció, aunque fuera bastante fiel a la novela. Más bien quería que se desmarcara y es lo que hizo George Axelrod. Paul, el narrador, gay, vecino de la protagonista, Holly, fue convertido en heterosexual recién llegado como nuevo vecino, y se potenció la vertiente de comedia romántica, añadiéndose nuevas situaciones, como la larga secuencia de la fiesta en el piso de Holly o la compra que realizan Paul y Holly en la joyería Tiffany, como se varió el final, acorde a esa reconfigurada relación romántica que no acababa de materializarse por las reticencias de Holly. En el libro ella se marcha, y será él quien encuentre el gato. Por añadidura, se dio más presencia al personaje del vecino japonés, Mr Yunioshi, quien en la novela tenía escasa presencia en los primeros pasajes, pero que en la película es ampliada, como recurso cómico. Años después suscitaría controversia porque se consideraba ofensivo el tratamiento caricaturesco, por la caracterización de un actor, además, no oriental, Mickey Rooney (y ciertamente, más allá de que pueda resultar ofensivo o no, es quizá el aspecto que más desentona en la narración, cual estridencia). Aunque Axelrod había ampliado la presencia del personaje, al tomar consciencia del tratamiento cómico que Edwards iba a plantear, se esforzó en que fueran reducidas sus intervenciones, buscando incluso la colaboración de Hepburn, pero Edwards impuso su criterio (del que se arrepentiría décadas después). Hepburn sí fue decisiva en el cambio del director. Quería que fuera un cineasta de más prestigioso perfil, y no consideraba que John Frankenheimer, realizador de solo una película, Un joven extraño (1957), se ajustara a esa condición, pese a que ya había trabajado con Axelrod durante tres semanas en el guion. Tampoco fue ella la primera opción para Holly. Capote quería a Marilyn Monroe, pero esta prefirió rodar Vidas rebeldes (1961), de John Huston. Shirley MacLaine también prefirió otro proyecto, Dos amores (1961), de Charles Walters, y Kim Novak también rechazó la propuesta. Audrey Hepburn aceptó aunque no estaba segura de que fuera la indicada ya que consideraba que ella y personaje eran muy diferentes. Desde luego, no se puede negar que buena parte del encanto de Desayuno con diamantes proviene de la excepcional creación de Audrey Hepburn, con esa gracia sin par que poseía, y esa capacidad de saber transmitir emociones subyacentes más frágiles bajo su desparpajo aparente. En cuanto al protagonista masculino, antes de que aceptara George Peppard, fue ofrecido a Steve Mcqueen que no aceptó porque estaba bajo contrato con United Artists, Jack Lemmon, que no estaba disponible, y Robert Wagner. Por otra parte, la exitosa, y hermosa, canción Moon river estuvo a punto de ser desechada porque a Martin Rankin, presidente de la Paramount, no le convencía y abogaba por ser reemplazada por otra canción y otra cantante, a lo que se opusieron, con éxito, Jurow y Sheperd.
John Frankenheimer quería rodarla en blanco y negro, y probablemente su planteamiento hubiera estado más cerca del triste sabor a realidad de la excelente Cualquier día en cualquier esquina (1961), de Robert Wise, otra historia de amor urbana, aunque truncada, entre los personajes encarnados por Robert Mitchum y Shirley MacLaine. Hubiera resultado interesante comprobar cómo hubiera sido esa otra película. La película sí realizada por Blake Edwards, de título Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany's,1961), es una notable obra, aunque no la situaría entre las más destacadas películas de Edwards, a mi parecer, El guateque (1967), su obra maestra, Chantaje contra una mujer (1962), Operación Pacífico (1959) y Víctor o Victoria (1982). De todas maneras, tras las apariencias de vivaces colores (gracias a una magnífica dirección de fotografía de Franz F. Planer) de una sofisticada comedia romántica que es Desayuno con diamante, como el escaparate de la joyería Tiffanys que admira Holly (Audrey Hepburn) en la secuencia introductoria (tampoco presente en la novela), late como un dolor sordo una melancolía, una sensación de orfandad, como esas calles desiertas en las que se desplaza Holly, cual espectro de aristócrata presencia, en esa secuencia inicial (en la que es encuadrada desde fuera, mientras observa el contenido del escaparate, pero también desde dentro, como si fuera ella la que viviera en un escaparate, y de algún modo es así). Poco tiene que ver con la realidad, o no es más que una fuga para no asumirla, ya que vive en una constante precariedad que intenta neutralizar con el suministro monetario de quienes seduce con su encanto y presencia (aunque luego tenga que eludirles como pueda cuando ellos intentan que les devuelva el favor con permisividad carnal), como oculta un pasado poco distinguido, y sí más prosaico, en entorno rural. Es una ilusión, y ella utiliza esa sugestión para su beneficio. Para conseguir ser una mujer mantenida por un acaudalado hombre que disponga además del suficiente atractivo (para que no tenga que dribarle cuando se ponga exigente con sus demandas de intercambio).
Al fin y al cabo, Holly es como una niña grande que solo quiere jugar, y no crecer, entre lujos, a diferencia de aquella chica en una modesta granja entorno rural que se casó con catorce años con Doc (Buddy Ebsen) un hombre que tenía ya cuatro hijos, y que reaparece para intentar recuperarla porque aún la ama, en las que probablemente sean las más potentes secuencias de la película. Es la aparición de Doc, irrupción en esa vida irresponsable y de ambientes de trivial sofisticación, la que rasga esas risueñas apariencias. La realidad empieza a asomar con sus grises rasgones, y empezamos a ver, como el escritor Paul (George Peppard), que Holly y la realidad no es sólo lo que parece. Paul, que no lograba publicar nada desde hacia cuatro años, es también un mantenido, por una mujer, Emily (Patricia Neal), personaje también inexistente en la novela. Pero mientras que él, por lo que siente por Holly, decide desligarse de ese apoyo pragmático, de esa comodidad, para que Holly se quite ese antifaz metafórico que la protege de una vulnerabilidad que es desamparo, y que no quiere asumir, debe afrontar que todos en el fondo somos como gatos perdidos bajo la lluvia que necesitamos del abrazo que nos haga sentir un calidez real que no tiene que ver con exorcismos de apariencias de cuentos de hadas, como su obcecación en casarse con el acaudalado Silva (Villalonga), brasileño que dice olé mientras porta unas banderillas de torero. Tomará consciencia de que no hay que desaprovechar la oportunidad cuando encuentras otro gato que quiere compartir tu vulnerabilidad y precariedad, como es el caso de Paul. La cámara les encuadra en picado en tres sucesivos planos, cada más lejanos, en ese callejón, abrazados, con el gato en medio de ambos, bajo lluvia. El abrazo de la plenitud en la precariedad.