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miércoles, 11 de diciembre de 2024

Kansas City

 

Mientras admiraba esta extraordinaria obra, me preguntaba si la música diegética de los conciertos de jazz en el Hey hey club, que puntúa la narración de Kansas city (1996), de Robert Altman, acompaña, o complementa, las imágenes de la narración, o son estas las que la ilustran, tan afinada es la conjugación de narración y música, o la manera tan orgánica en que esta vertebra a la anterior. Quizá con la excepción de Gosford park (2001), no me parece que Altman alcanzara tal depuración con las narraciones descentradas, fueran más o menos corales, que solía orquestar. La narración es pura música, es pura narración jazz, con sus melodías, variaciones, improvisaciones, solos…, que culmina con una coda sublime en los títulos de crédito, el dúo de contrabajos. Es un conjunto, firmemente cohesionado, en el que cada parte del drama representa o actúa como un instrumento. Quizá es que haya que amar o degustar el jazz para apreciarla o admirarla.

Ciertamente, no fue hasta los noventa cuando comencé a admirar obras del cine de Altman. No logró interesarme ni menos cautivarme su cine de los setenta, el periodo que dispone de más prestigio en su filmografía. Por ejemplo, lo único positivo que puedo decir de la revisión de El largo adiós (1973) es que me entraron muchas ganas de releer la novela de Raymond Chandler, una de mis predilectas. Su relectura cinematográfica o variación me resulta escasamente sugerente. Como anécdota, no recuerdo la impresión que me causó, entonces adolescente, su Quinteto (1979), pero sí cómo mis padres juraron y perjuraron de la tortura que sufrieron, gracias a mi sugerencia, con aquella ciencia ficción sesuda, que les pareció tediosa a más no poder, por mucho que transitaran por sus imágenes Paul Newman, Fernando Rey, Vittorio Gassman o Bibi Andersson; durante años no dejaron de recordarme la nefasta experiencia. De su producción de los ochenta, cuando perdió predicamento, tanto entre los productores como entre el público y la crítica, marginado en producciones de escaso presupuesto y escasos escenarios, me pareció particularmente interesante Streamers (1983). Su renacer tuvo lugar con El juego de Hollywood (1992), cuyas estimulantes aristas se diluían en un estilo que me parecía demasiado luminoso y un tanto desmañado (como cierta querencia por el zoom). Pero aun así me parece una obra estimable, como también las posteriores Cookie's fortune (1999) y A prairie home companion (2006). Vidas cruzadas (1993), sí me pareció mucho más convincente, una singular variación sobre los relatos de Raymond Carver; la visceralidad áspera, de disparo con silenciador de éste, se había convertido en una ironía que dejaba caer lentamente gotas de ácido. Una gran obra.

En Kansas city logra combinar ambas miradas. La amargura se arrastra entre imágenes, adherida como un cuerpo enfermo que no sabe que se está desangrando, y que le queda poco para el tiro de gracia, porque está distraído escuchando la música que llega por la ventana. Y es que la versión femenina de Orfeo, Blondie (Jennifer Jason Leigh), está empecinada en lograr lo que es imposible, rescatar a su Euridice en versión masculina, su esposo Johnny (Delmot Mulroney), de las fauces de los sótanos del podrido sueño americano, en la que reina Seldom (Harry Belafonte), un locuaz encantador de serpientes, que parece actuara en un escenario, cuyo verbo, cuya elegancia, cuya sonrisa, salpica ácido. Seldom es un gangster que tiene su sede en entre bastidores en el Hey hey club, donde afuera suena la música inagotable cual canto de sirenas para atraer al vacío. Johnny ha tenido la peregrina idea de atracar a uno de los apostadores en las partidas que organiza Seldom. Lo ha hecho haciéndose pasar por negro, tizándose el rostro, lo que evidencia su desesperación, o su precaria situación; en la escala social es más pobre aún que los negros, emblema de cómo en 1934 muchos aún seguían en lo más hondo de la Depresión pugnando por salir del hoyo del modo que sea.

Blondie también es una pobre ingenua, pese a sus modos desabridos, que piensa que está en una pantalla, y que actúa como si fuera Jean Harlow, cuya estética remeda (se tiñe de rubio y emula su peinado), y hasta sus maneras de chica dura de extracción social baja (Harlow, además, era también de Kansas, como Joan Crawford). Sin duda es ingenua porque intenta conseguir que liberen a su príncipe secuestrando a Carolyn (Miranda Richardson), la esposa de un político, que es consejero de Roosvelt, Stilton (Michael Murphy). Si este, con sus contactos, logra que liberen a su príncipe, él liberará a quien desde luego no parece que sea princesa de nadie, ya entumecida por el láudano. Parece que Carolyn conecta con Blondie durante su secuestro, pero no se puede estar seguro de en qué medida actúa, es sincera, o está bajo los efectos de la droga. Y no se esclarecerá ni al final cuando, tras disparar en la cabeza a Blondie (desolada tras ver cómo han destripado a su príncipe), en un gesto que no se sabe si es compasivo, dice a su marido que se acuerda de algo que no ha hecho hoy, votar. Porque sí, en paralelo, es día de elecciones, día de representaciones, las de los políticos elegidos pero también las de la farsa y las simulaciones: véase cómo se amañan con estrategias como pagar a una retahíla de desempleados para que voten por un candidato (o como golpear al que proteste, e incluso disparar al representante de la ley que pretenda inmiscuirse). Cuando esa es la entraña de una sociedad, sea de blancos o negros, en donde las relaciones son meros intercambios o alianzas de intereses ¿Dónde puede encajar una ingenua pareja con sueños románticos de pantalla o ardides de latrocinio de music hall para arañar su trozo de sueño americano? El cenit de esta prodigiosa narración musical tiene lugar en esa secuencia central en la que asistimos al intenso duelo de dos saxofonistas. A continuación, una secuencia en la que acuchillan brutalmente al cómplice negro de Johnny en un callejón, mientras Seldom cuenta un chiste que pone en evidencia el racismo de los blancos. La ironía que corta como una cuchilla.

lunes, 9 de diciembre de 2024

Trágica obsesión

 

A David (Trevor Howard) no le gustan los cepos, ni los que usan para cazar conejos ni los figurados, como es el caso del que sospecha que alguien ha colocado a Sophie (Jean Simmons), para incriminarla en el asesinato del arrogante cazador de conejos, Hicks (Maxwell Reed), con el que la relación no era precisamente amistosa. David, hasta aceptar el encargo de catalogar las mariposas del tío de Sophie, Nicholas (Barry Jones), en una reposada casa de campo, era un agente secreto británico, al que habían despedido por solo cometer un error. Por esa dedicación está acostumbrado a que las apariencias no se correspondan con la realidad. Se siente atraído por Sophie, pero no duda por un momento de ella, como, realmente, hubiera deseado que su superior (André Morell) no hubiera considerado que, por un error, estaba incapacitado para proseguir con esa tarea, cuando David sentía que pocos agentes eran tan competentes como él. El director de esta producción británica, Trágica obsesión (Clouded yellow, 1950), Ralph Thomas, aplica a la narrativa, a partir del momento en que las pruebas circunstanciales parecen señalar a Sophie como la asesina, que deriva en la huida, y por tanto, en la persecución a la que ambos son sometidos, la correspondencia con un cepo que se cierne implacable sobre ambos, a través de una intensa dinámica narrativa, de eficaz síntesis.

Previamente, el primer guion de Janet Green ha introducido singulares aspectos, como el contraste entre la promesa de una estancia relajada, durante tres meses, en una apartada casa solariega, que a David le parece idóneo tras sus ajetreos como agente secreto, y el, en cambio, ambiente distorsionado con ciertas turbulencias, de purulencias del pasado no liberadas, alrededor de la muerte de los padres de Sophie, y cómo condiciona el influjo que supone el relato, o la advertencia de los tíos, sobre la anomalía del carácter de Sophie, como si fuera a brotar de ella algún imprevisible arrebato violento (hay que destacar que no sería extraño que Preminger se fijara en ella en esta película para ofrecerle el papel protagonista en Cara de ángel, 1952). Al respecto, es revelador el primer encuentro, cuando está ella en el salón tocando el piano (como si David se deslizara en otra dimensión). Aunque la interrogante se torna en otra, si no será que realmente sugestionan con esa idea, como indican ciertos detalles, como que su tía Jess, encarnada por Sonia Dresdel, intercambie su taza de te vacía con la aún rebosante de Sophie, para perplejidad de esta que pensaba que aún no la había consumido). Quizá está siendo manipulada por quien realmente mató a sus padres, para que ella dude de sí misma (pues no recuerda con claridad qué ocurrió la noche que murió su madre), lo que conlleva, por añadidura, la interesada manipulación de las miradas ajenas, como los policías, los cuales por ello fácilmente pensarán que Sophie es culpable del crimen del cazador de conejos, y más si sentía cierta animadversión hacia él.

Pero ese aspecto del whodunit no es el que centrará la trama, o el que más preocupe, sino la deriva física de persecución, en la que resuenan, a pequeña, o más modesta, escala, los ecos del cine Hitchcock, el de 39 escalones (1939), del que, curiosamente, Thomas realizará otra adaptación en 1959 (en la que acentuará la vertiente cómica). En el desarrollo de esa persecución cobra más relevancia la acción, con notorias secuencias de tensión (por ejemplo, en una cascada), que el perfil, o desarrollo, de los personajes, por cuanto entre ambos personajes no hay nada que dirimir dada la complicidad y confianza establecida desde un principio. Por otra parte, es como si fuera otra misión que pudiera concluir con éxito quien fue despedido por una fallida misión. Destacan en la narración un par de aspectos que dotan al desarrollo narrativo de una sugestiva extrañeza y huidiza complejidad entre líneas. Primero, la pareja que huye está formada por una mujer amnésica, por tanto que no recuerda, y un hombre que puede recordar demasiado, por los trapos sucios que conoce de la actividad de la agencia secreta. Por ello, no sólo serán perseguidos por la policía, sino por un agente gubernamental, (Shepley) Kenneth More, a quien no le preocupa realmente mucho si le captura, y que con sus apuntes sarcásticos dota de una vivaz irreverencia al relato. Y, segundo, que puede observarse como reflejo de los convulsos años de la postguerra el título original, Clouded yellow, amarillo nublado, que es un tipo de mariposa que suele realizar migraciones en masa a Gran Bretaña. David es alguien que llega, al principio, del extranjero, tras su frustrada misión, alguien prontamente desubicado en su propia tierra. Además, durante la narración, en su huida, cobra particular relevancia, colaboradora, la pareja de procedencia alemana (resalta el detalle de cómo le impacta a David verle a ella en silla de ruedas; secuencia en la que sin explicitar se hace sentir las vivencias compartidas, el peso de un pasado en gestos y miradas). Así como resulta singular el insólito breve pasaje en el Chinatown de Liverpool. La conclusión tiene lugar, elocuentemente, en un puerto, con otra lograda febril secuencia de persecución. Tras la revelación del verdadero asesino, que persigue a Sophie por el tejado de una fábrica, y la feliz conclusión para la pareja protagonista, ya quizá ambos puedan ser mariposas a las que no se les clave un alfiler.

viernes, 6 de diciembre de 2024

39 escalones

 

La vida se puede volver del revés de modo más imprevisto. En un momento pasas de ser un espectador de la vida a un protagonista escénico. Dejas de ser un hombre anónimo para convertirte en alguien perseguido por la policía acusado de un asesinato que no has cometido. De qué modo tan fácil pueden pensar los demás que eres lo que no eres. Esto es lo que nos narra, con proverbial dinamismo narrativo, sin un momento de respiro, 39 escalones (1935), de Alfred Hitchcock, adaptación por parte de Charles Bennett e Ian Hay de la homónima novela, publicada en 1915, de John Buchan. Si en la representación a la que asiste, en la primera secuencia, Hannay (Robert Donat) pregunta a Mr. Memory (el hombre que todo lo recuerda, o que sabe demasiado) qué distancia hay entre Winnipeg y Montreal pronto descubrirá la tenue distancia que separa entre ser inocente a parecer culpable. La suspicacia es una tendencia muy arraigada en el ser humano, y complicado es superar las equívocas apariencias. Como también el ser humano demuestra que es una criatura fácilmente sugestionable. Con respecto a lo primero, un granjero, John (John Laurie) piensa que va a seducir a su esposa, Margaret (Peggy Ashcroft). Con respecto a lo segundo, unos ciudadanos piensan que es un político que viene a dar una conferencia sobre la lucha por la igualdad. O Pamela (Madeleine Carroll) pensará, desde el primer momento en que se crucen, en un vagón del tren, que es un asesino aunque él diga que no lo es, por lo que le delatará ante los policías; por mucho que él, también en su posterior encuentro, intente varias veces convencerla de que es inocente, ella no le cree (variará de opinión, por fin, cuando escuche a los perseguidores corroborar lo que dice Hannay). Sin duda podemos parecer lo que los demás quieren que anhelan que seamos o temen que seamos (o lo que dice la mayoría o indican los medios).

No es de extrañar que los escenarios transmitan sensación de encierro o de intemperie, sea la urbe (esa imagen de dos figuras detenidas en la calle, en la que casi no hay otro signo de vida, que parecen observar el edificio de Hannay), o la naturaleza, apresada por la bruma (como la que puede afectar la percepción del discernimiento de ciertos personajes), o por la inhóspita intemperie (la figura empequeñecida de Hannay huyendo en los páramos escoceses). Este es un viaje, un desplazamiento no sólo exterior, en el que quedará constancia, con mordaz ironia, qué frágiles son las apariencias y qué poco discernimos de los demás. De hecho, un mapa parece indicar una dirección a tomar cuando realmente es una advertencia, es el lugar precisamente que indica donde reside el antagonista, es decir, la amenaza. Hannay descubrirá la paradoja de que dos personas se conocerán realmente, confiarán y hasta se enamorarán cuando pasan el trance de estar esposados, como le ocurre con Pamela (Madeleine Carroll), con quien compartirá noche en una fonda, y cuya relación vivirá, en un corto lapso de tiempo, una Odisea que implica el vértigo del paso de la desconfianza o sospecha a la confianza cómplice que es amor entregado: el plano final es el de sus manos entrelazadas (en la de él cuelgan las esposas), tras que, cerrando círculo, se haya resuelto el equívoco, que pendía como amenaza sobre Hannay, en otro espacio de representación, un teatro, ahora desentrañado (de hecho, el primer plano de la narración es el del brazo de Hannay comprando la entrada en la taquilla). El escenario deja lugar a la emoción.

39 escalones, además de una jubilosa celebración de la narración y otra aguda digresión sobre una movediza realidad, que tiene mucho de escenario, asentada sobre lo incierto y lo equívoco y los desajustes entre discernimiento y percepción, transpira el sabor de lo que se agitaba entonces, el auge del nazismo, los tratados diplomáticos con Inglaterra, convirtiéndose en una solapada pero encendida llamada de atención por lo que se gestaba. Para los inflexibles sectarios que siempre dicen que es mejor el libro que la película, señalar que figuras como Mr Memory, el recurso del mapa o el detalle del misterioso hombre sin un meñique, así como los dos personajes femeninos fundamentales y casi todos los golpes de humor, no provienen de la novela de John Buchan sino que son ocurrencia de la adaptación, guionizada por Charles Bennett. 39 escalones, por otra parte, estableció un molde narrativo, que el mismo Hitchcock desarrollaría en otras variaciones de hombre perseguido, acusado, que a la vez busca, y se desplaza por diversos lugares, sea Inocencia y juventud (1937), Sabotaje (1942), en ambos casos le acompañará una chica, o Con la muerte en los talones (1959). Un trayecto que, por su constitución de diversos encuentros, se torna en sucesión de diferentes breves películas. En 39 escalones, los veinte minutos inciales se centran en el conflicto en el teatro de variedades cuando un par de disparos provocan que la gente salga corriendo y que Hannay conozco a Annabella (Lucie Manheim), quien le hablará de la organización secreta, vinculada con Alemania, Los 39 escalones, y que será acuchillada a la mañana siguiente (es espléndido el plano en el que una mujer descubre su cadáver: sobre el suelo se perfila la sombra del cuchillo en su espalda; el grito de la mujer se une con el pitido del tren en el que huye Hannay). Posteriormente, la fuga del tren; el encuentro con la pareja que vive en la granja; la visita a la mansión en la que descubre que el dueño es precisamente el jefe de la organización 39 escalones; el episodio del mitin político, mientras fuera la policía le busca y es reconocido, y de nuevo denunciado, por Pamela, aunque no sabe que lo está haciendo a los perseguidores, que se hacen pasar por policías; la huida y posterior estancia en el hotel, cuando por fin ella se dará cuenta de su error; y la conclusión, de nuevo, en el escenario teatral. Breves películas que componen una admirable narración definida por la cohesión, la inventiva y el dinamismo.

miércoles, 4 de diciembre de 2024

Emilia Pérez

 

En el cine de Jacques Audiard, uno de los más sugerentes de las últimas décadas, son frecuentes las variaciones de identidad, los cambios de escenario de vida, las interrogantes sobre qué somos, el influjo determinante de las circunstancias, las paradojas, la constitución de la relación con la realidad sobre ficciones, simulaciones, y procesos de adaptación. En Un héroe muy discreto (1996), Dehousse (Matthieu Kassovitz se inventa una nueva identidad y crea un nuevo escenario de vida, en el que para los demás representa algo excepcional, y, de ese modo, contrarreste una imagen estigmatizada o que siente insuficiente; será un héroe de guerra y no el hijo de un colaboracionista. Somos cómo nos presentamos a los demás (o se nos percibe, y concibe, según cómo nos presentamos a los demás). Es su forma de adaptarse al medio, sin que el medio lo arrincone. En Dheepan (2015), Sivadhasan (Antonythasan Jesuthasan) adopta la identidad de un hombre muerto, Dheepan, y se alía con una mujer y una niña de nueve años, Yalini (Kalieaswari Srinivasan) e Illayaal (Claudine Vinasithamby), que tampoco tienen nada que ver entre sí, para simular que son una familia y así conseguir abandonar un país derrumbado tras una cruenta guerra civil, Sri Lanka, y asentarse en Francia, en donde se hace necesario seguir con la simulación, seguir pareciendo una familia, para poder conseguir la ayuda gubernamental que les facilite integrarse, y conseguir alojamiento y un trabajo. Por necesidad de mera supervivencia, Malik (Tahar Rahim), en Un profeta (2009), se adapta al escenario de la prisión, evoluciona de ser nada, un ser periférico, sin vínculo con nadie, o un peón en una estructura, a ser Alguien, y dominar el escenario de realidad, al lograr crear las adecuadas relaciones o alianzas. En De óxido y hueso (2012), Catherine tiene que aprender a andar con sus nuevas piernas de metal, como tiene que adaptarse a su nueva condición, a su nueva forma de relacionarse con el mundo, a asumir lo que no podrá ya realizar.

¿Quiénes somos? París, distrito 13 (2021), es una obra en la que se reflexiona sobre cómo, en ocasiones, las relaciones son más bien ensayos o tanteos en otros cuerpos de una emoción que no se ajusta al inquilino, como si fuera un proceso de afinamiento. Nora (Noemi Merlant), que fue agente inmobiliaria, reinicia su carrera universitaria, pero un disfraz que utiliza para una fiesta genera la desacertada percepción, por parte de unos compañeros, de que es el atuendo que utiliza para su servicio sexual en el espacio virtual. Irónicamente, establecerá una relación con quien era la imagen que otros pensaron que era ella. Establece una relación virtual con Amber Sweet (Jenny Beth), como si su desorientación, como emoción que parecía arrastrada, encontrara en su imagen equívoca el enfoque de su emoción verdadera. En Emilia Pérez (2024), en la que Audiard adapta Ecoute, de Boris Razon, un hombre, Juan “Manitas” (Karla Sofía Gascón), decide operarse para convertirse en mujer, modificación física que también implicará un cambio radical de relación con la realidad, pues cuando es hombre es un narcotraficante, lo que implica un frecuente ejercicio de la violencia. Cuando se convierta en mujer, Emilia Pérez, a partir de cierto momento se tornará en lo opuesto, en la que utiliza su posición de privilegio para corregir los errores, los desafueros cometidos, para hacer el bien: crea una organización para encontrar, e identificar, los cuerpos de las víctimas de los narcortraficanes, es decir, de lo fue él. Una remodelación, y modificación, radical de apariencia y actitud vital.


Es interesante el planteamiento estructural, pues la narración se inicia con la decepción y la impotencia. Rita (Zoe Saldaña) es una abogada que desespera porque no es la justicia lo que predomine, y su misma actividad no conseguir que varíe el escenario de realidad, como ejemplifica el juicio contra un hombre, rico y célebre, que ha matado a su esposa, pero al que se le declara inocente. Un caso que es ejemplo de tantos otros que ella aprecia en la sociedad, en particular en las relaciones entre hombres y mujeres. Por eso, esa reconversión de hombre en mujer, además de un hombre que ha infligido daño de modo recurrente pareciera una manifestación fantástica de la aspiración de una mujer que, ya en sus cuarenta, no ha logrado entablar una relación estable con un hombre, también indicativo de esa colisión social. Acorde a esa condición de ejemplo hiperbólico de transformación de una figura masculina dañina en mujer que se caracteriza por su generosidad, el planteamiento estilístico de la narración no es realista sino musical. De modo constante, se suceden secuencias habladas con secuencias cantadas y coreografiadas. Es un relato fantástico, cual alegoría de lo que pudiera ser la relación con la realidad. En ese planteamiento expresivo reside la singularidad de esta excelente obra. Una cualidad poco usual en el cine de hoy.

La narración se estructura en tres circunstancias o escenarios. El primero, en relación a la gestión de Rita para encontrar el cirujano dispuesto y así conseguir que Manitas se convierta en Emilia, y resida en Suiza. El segundo, tras un reencuentro cuatro años después, en la gestión de Rita para conseguir que la esposa de Manitas, Jessi (Selena Gómez), y los dos hijos se trasladen al hogar de Emilia, a la que se presentará, como prima de Manitas, porque Manitas/Emilia añora a sus hijos. Ni ella ni los hijos sabrán que se relacionan con su marido y padre. Para ellos, es otra persona. Conviven como una familia pero la concepción de Emilia diverge de la de sus hijos y quien fue su esposa. En esa etapa es en la que se producirá la reconversión de actitud de Emilia, cuando tras conocer a la madre de un desaparecido, decida, pensando en su pasado, o en la carga de sus residuos (el peso de la responsabilidad), crear esa organización que buscara, desenterrara e identificara cientos de cuerpos de víctimas. El cuerpo que es diferente del que era se esfuerza en recuperar los cuerpos de quienes desaparecieron, como el que fue, Manitas, el narcotraficante, ha desaparecido, reemplazado por Emilia, alguien que se preocupa del dolor ajeno. En la tercera, las supuraciones del pasado interferirán, por cuanto Jessi había aceptado el traslado para poder reencontrarse con su amante, Gustavo (Edgar Ramírez). Las heridas o los desajustes del pasado se tornan impedimento para cimentar el presente sobre un escenario de realidad radicalmente diferente (que no dejaba de ser artificioso, no solo por su reconfiguración, sino por no sostenerse sobre unos cimientos sólidos ya en su pasado). En esta circunstancia, Rita intentará convertirse en la mediadora que posibilite que esas grietas no resquebrajen por completo el ansia de transformación, aunque su propósito no sea fructífero y se corrobore su impotencia inicial frente a una realidad rebosante de abusos y violencia. Una desesperación y rabia que encuentra su manifestación precisa en el que quizá sea el número musical más sobresaliente, aquel que ella protagoniza en un evento social durante cuyo número desentraña las corrupciones de unos y otras.

lunes, 2 de diciembre de 2024

Mekong Hotel

 

Un árbol flotante emerge, luego un segundo, un tercero y un cuarto, etcetera. Sus raíces se extienden en el aire, algunos detalles son más visibles, algunas hojas recuperan su forma como dos almas errantes que reconstruyen su universo. Un río aparece en el jardín. Mekong hotel (2012), de Apichatpong Weerasethakul es un río que aparece en la pantalla. Se extiende como esa frase, una paradoja que refleja y condensa la constitución de esa aparición. Un árbol emerge, un río aparece en el jardín. Es una obra que reconstruye; la vida no deja de regenerarse, transformarse; su narración lo hace cuerpo, música, sensación. Su narración habita, respira. Lo que revela no deja de ser misterio, como el agua se escurre entre las manos. El hotel Mekong se encuentra en una frontera, entre Laos y Tailandia, pero en su interior se diluyen las fronteras. Confluyen el escenario y los bastidores, el tiempo pasado y el presente, realidades paralelas, el documento y el sueño, como si fueran habitaciones de un mismo edificio, espacios que se comunican.

En la primera secuencia, el compositor y músico Chai Bathana, en compañía del director, como si se diera a la llave de contacto para arrancar la narración, intenta recordar, por dos veces, los acordes de su composición. La música de su guitarra española domina la narración, incluso superponiéndose a las voces de los actores. Hay alguna secuencia en los que estos, tras finalizar una escena, miran a cámara. También miran a la distancia, que puede ser la del tiempo. Hay fantasmas que devoran cuerpos de seres vivos, sin hacer distinción entre el de un perro o un ser humano. Se dice que el amor devora. O los sentimientos, las ilusiones, que quieren traspasar todas las fronteras, y ser la otra carne, la carne del otro, sentirla, hacerla parte de uno mismo, sumergirse en su materia. Hay almas errantes que no dejan de reencarnarse en los más diversos cuerpos, a través de los cuáles se reencuentran. Un hombre y una mujer se atraen, pero también son una madre y una hija que vuelven a encontrarse tras largo tiempo de separación. Y las reencarnaciones proseguirán, en diversas criaturas. No hay límites ni fronteras, los árboles emergen en el agua, y los ríos aparecen en el jardín.

Los fantasmas, los pobs, sienten que viven sumergidos bajo el agua. Surgen cual inundación, como las que hubo en la época del rodaje en Tailandia. Con las inundaciones las fronteras quedan abolidas. El agua reniega de sus cauces, de sus límites y se desborda, agua y tierra conjugadas. Se es uno y se es otro. Las emociones se despliegan y muerden las entrañas del otro, de quien amas, sea tu madre, tu hija o el hombre o mujer que deseas. No se deja de recordar a quien se ama, aunque no esté presente, aunque haya transcurrido mucho tiempo desde que se le ha visto. Se le siente presente, parte de uno mismo. Se evoca un pasado, y se sigue estando en él, como el pasado habita en uno, aquel momento en que por primera vez se experimentó la posibilidad de surcar las aguas con una moto acuática, el recuerdo fluye en la mente mientras observa en el presente a otros chicos surcar las aguas, como trazos en la pantalla del agua, cursos y nexos tan visibles como invisibles, otras conexiones. La imaginación surca los tiempos y las realidades, lo que evoca y lo que sueña, que se entrelazan como las estelas en el agua. Y la música se despliega, como la ceremonia que diluye las fronteras. Por un momento se hace el silencio cuando alguien menciona que utiliza una maquina para hacer visibles esas otras manifestaciones, esos fantasmas, como al fin y al cabo es la maquina del cine, de la cámara y del proyector, la que hace de los fantasmas en una pantalla ilusión de realidad y presencia. Y también posible realización de lo sublime, la música de la ilusión. Mekong hotel lo logra.



domingo, 1 de diciembre de 2024

Mis textos en Dirigido por nº Diciembre 2024

En Dirigido por nº Diciembre 2024 se publican mis textos sobre Cónclave, de Edward Berger, Here, de Robert Zemeckis, Bird, de Andrea Arnold, Cloud, de Kiyoshi Kurosawa y Camboya, 1978, de Rithy Panh
 

viernes, 29 de noviembre de 2024

I see a dark stranger

 

El sentido de la realidad de Birdie (Deborah Kerr), en la muy estimulante I see a dark stranger (1946), de Frank Launder, está un tanto condicionado por ciertas ficciones, las relatos (las batallas) de su padre, nacionalista independentista irlandés de pura cepa, sobre su activismo del pasado, inoculándola un odio hacia lo inglés, cuya sombra alargada arraiga en tiempos de Cromwell.  No es de extrañar que cuando Birdie cumpla 21 años decida convertirse en activista, integrante del IRA: Será en otro espacio de representaciones, un museo, donde se enfrente, por primera vez, a la condición fantasiosa de sus relatos, cuando un supuesto compañero de armas del pasado de su padre (ahora conservador del museo, lo que no deja de tener su ironía) más bien pretenda convencerla de que el escenario ha cambiado ya un tanto en las últimas décadas, por lo que no tiene sentido ese anhelo de rebelión contra el opresor. Pero aun así, Birdie seguirá empecinada en su propósito. Y su enajenación será oportuna materia moldeable para quien tiene a Inglaterra como enemigo. La escisión queda bien reflejada, en un afinado uso de la voz en off, a través de los pensamientos de Birdie, un fragor mental amplificado por el contraste con su expresión, gracias a la extraordinaria interpretación de Kerr. Escisión con la realidad que queda manifiesta en el primer viaje en tren, cuando sin darse cuenta, sin solución de continuidad, dice en voz alta una de las frases de lo que está pensando sobre su compañero de vagón inglés, Miller (Raymond Huntley). Pero Miller no es quien parece, y en otro espacio de ficciones, una librería, se nos desvelará que es un agente alemán.  Espacio en el que, significativamente, se reencontrará con Birdie, mente vulnerable a las ficciones (y más a las familiares). Una elocuente elipsis y ya tenemos a Birdie convertida en agente alemana. 

Es momento de recordar que Launder, junto a Sidney Gilliat, también director, escribieron el guion de Alarma en el expreso (1938), de Alfred Hitchcock. Trenes, espías, falsas apariencias. I see a dark stranger fue la primera producción de este tándem británico, con menos renombre que Powell y Pressburger, de las diez que realizaron con su productora, Individual Pictures, que formaron un año antes. Como en la obra de Hitchcock, el humor es factor cardinal en la tonalidad de la historia, como se refleja especialmente en la relación de encuentros y desencuentros (o los desencuentros que se dan cada vez que se reencuentran) de Birdie con Baynes (Trevor Howard), militar de quien en principio se sospecha pueda ser un agente de la inteligencia británica. El relato es también el de un reajuste de una relación que en principio es una representación entre dos supuestos contrarios, ya que para ella él es lo que representa, la posibilidad de que sea un agente británico, por tanto un enemigo. El flirteo es mero fingimiento, una maniobra. El accidentado posterior desarrollo determinará que se vaya afianzando una atracción, a medida que se superan ofuscados filtros y la relación se sostenga no sobre lo que representa sino sobre cómo son. 

La ironía se despliega vivazmente en secuencias como aquella en la que, en estrechas carreteras en la campiña, el carruaje en el que viajan cautivos Birdie y Baynes se encuentra con un séquito funerario  de carruajes que ralentiza su viaje, para revelar, cuando van a cruzar la frontera, que no hay cadáver alguno sino que son contrabandistas de…despertadores. También hay secuencias en donde se privilegia lo siniestro, la vibrante tensión, como la persecución automovilística y el tiroteo consiguiente en un oscuro túnel, o la secuencia en la que Birdie debe llevar en la silla de ruedas un cadáver, del que debe desprenderse, sorteando a cortejadores y solícitos policías. Y, por último, secuencias que conjugan admirablemente ambas líneas, como la espléndida del tren en la que Birdie debe contactar con otro espía alemán del que ignora su aspecto físico, y escruta los rostros (sobre los que especula) de todos los que ocupan el compartimento (entre ellos, la old lady, Katie Johnson, de El quinteto de la muerte, 1955, de Alexander MacKendrick).