
La
dolce vita
(id, 1959) supone un gozne o un umbral en la obra de Fellini, quien
colabora en el guion con Ennio Flaiano y Tullio Pinelli. Su final
parece declarar una derrota ante una realidad miserable, que tiene
poco de dulce. Una realidad, da igual en qué ambiente, monstruosa y
descompuesta, como ese pez de aspecto tenebroso cuyo cadáver es
encontrado en la orilla del mar. El rostro demacrado de Marcello
(Marcello Mastroiani) sentencia la asunción de una renuncia, de una
resignación a ser un vano espectro más sin conciencia ni
escrúpulos, cualidades que no parecen tener cabida en la realidad
que habita. Por eso, es ya incapaz de oír (entender) a la niña,
Paula, emblema de la nobleza o inocencia, que le grita al otro lado
del pequeño entrante del mar (como si fuera una herida ya imposible
de curar, una distancia ya insalvable). No es casual que esta
secuencia tenga lugar junto al mar si consideramos el agua como el
símbolo de la relación natural y fluida con las emociones, o de la
fuente de la vida. La emoción es movimiento, pero el ser humano está
varado, como ese pez monstruoso, en el vacío de sus entrañas.
Porque no sabe vivir. No se logra la transcendencia, sino que se
culmina un proceso de degradación. Es el cáustico trayecto
narrativo, desde las alturas, de la inconsciencia y la vanidad, a la
conversión en monstruo que no es sino una caída abisal en el
aturdimiento y mero embrutecimiento vital. La gravedad de la
trivialización e insensibilización vence a cualquier anhelo de
elevación. Recordemos que Marcello nos es presentado en la primera
secuencia subido, como pasajero, en un helicóptero. Es un pasajero
de la vida trivial, que todo lo mira desde la distancia, un
periodista rodeado de fotógrafos que, sin escrúpulo alguno, ejercen
de intrusos en vidas ajenas porque son célebres. El helicóptero
traslada un icono religioso de Jesucristo. Unas bellas mujeres son
avistadas en una azotea. Pero todo es ilusorio. No hay nada sacro, no
hay nada elevado. Lo único real parece sólo el hecho de desear.
Aunque ¿Qué desea?. Es significativo el encuentro con Maddalena
(Anouk Aimee), en las primeras secuencias. Ella expresa su
desorientación vital. Hacen el amor en el hogar, inundado, de una
prostituta. ¿Qué siente por ella Marcello? ¿No se refleja en el
uno y el otro su propia desorientación o desenfoque vital?




Cualquier
ilusión de ascensión en el film será vana, como cuando siguen a
Sylvia (Anita Ekberg) a través de las estrechas escaleras que suben
a lo alto del Vaticano. Es otro falso espejismo, esa opulenta mujer,
otra proyección para restituir lo que se carece en lo que no es más
que una trivial imagen a la que se dota de transcendencia por el
deseo de elevación. En cierto momento, llama a Maddalena, para
visitarla con Sylvia. ¿Por qué? ¿Llama a su desorientación? Aún
más adelante, en una fiesta en una mansión de una familia
aristócrata, en unas habitaciones vacías, despojadas, comparten su
amor mutuo en la distancia. La distancia siempre se impone. Se
pierden de vista, como se pierden de vista a sí mismos. No hay
posible elevación, como no representan transcendencia alguna los
andamios construidos para que las cámaras rueden el esperado milagro
de los dos niños, da igual si éstos quedan expuestos bajo la
lluvia, abajo, en la intemperie (con los pies en el suelo, porque
quizás sólo los niños, como Paola, pueden acercar a lo real o lo
auténtico). No hay nobleza, sólo espectáculo, y desesperación,
necesidad de que la vidas de unos y otros que corren bajo la lluvia
tras los niños, cuando gritan que han visto a la virgen, sean
curadas, resueltas. La vida se escurre, como la del padre de
Marcello, que le visita, y siente, tras un vahído, cómo ya no es
joven que resista una noche de embriaguez. Es una figura que mira a
través de una ventana, porque ya es más pasado que presente y
futuro. Una sombra de lo que fue.

Todos
los espacios que se transitan transmiten esa sensación vacío y
orfandad, como la desierta carretera, en la noche, en la que tiene
lugar, en las últimas secuencias, la violenta discusión, entre
Marcello y su novia, Emma (Ivonne Furneaux), entre acerados reproches
y crispados chantajes emocionales (incluidas amenazas de suicidio),
para concluir abrazados en la cama (¿por qué se mantiene esa
relación si él no deja de quejarse de su amor agresivo y viscoso?),
o aunque sea diurnos, como cuando esperan en la calle (rodeados de
elevados edificios, lo que acentúa aún más esa sensación de
orfandad) a la Signora Steiner para comunicarle cómo su marido ha
asesinado a sus dos hijos (como dos eran los niños que decían haber visto a la Virgen) y se ha suicidado (¿de qué tenía miedo ese
hombre para decidir abandonar la vida y también truncar la de sus hijos?¿Qué vacío monstruoso percibía extenderse en la vida dentro
y alrededor?). Este personaje, Steiner (Alain Cluny) es una figura
crucial (no sólo en la película sino en su obra hasta entonces,
porque era una figura ausente), como contrapunto detentador de
sensibilidad elevada, o de esa distinción aristocrática de nobleza
de espíritu que busca realizar lo sagrado (se le presenta tocando
música en el órgano en lo alto de una iglesia, como si no fuera de
este mundo, casi cual fantasma de un castillo gótico al que
pareciera rodear una luz glauca). En cierto sentido, recuerda, como
contraste, al que representaban, en La vida privada de Bel Ami
(1947), de Albert Lewin, el organista, en la iglesia, y su esposa,
frente a un entorno cínico, pragmático y arribista. Su drástica
decisión es, en consonancia con la misma obra, la desgarradora
conclusión de que aquel que quiere vivir en las alturas (las del
rigor ético y el anhelo de conocimiento o superación, lejos del
ensimismamiento de los intelectualoides que asisten a su fiesta o de
la banal mundanidad), no puede encontrar hueco en este misero mundo.
Es el anuncio de esa derrota final de Marcello, como si se hubiera ya
desprendido de su último salvavidas (o posibilidad, porque ha
demostrado durante la obra su condición fluctuante) de
con(s)ciencia. Marcello extirpa esa posibilidad de su vida (interior)
porque no la considera viable para sobrevivir sino para sentir con
más agudeza el dolor ante las inconsistencias de la realidad. Prefiere enajenarse, embrutecerse, y ser uno más de los triviales
espectros de la vida acomodada y epicúrea (artística), un agente de
publicidad que se olvida de la escritura, de la reflexión y de la
belleza, para estancarse, sin dolor, en la orilla de la vida.

La
última fiesta en la que participa es un festín de abyección, de
sordidez y humillaciones, de desprecios y embrutecida embriaguez. Por
mucho que Marcello reaccione furibundo, descalificándoles sin
compasión, ya es demasiado tarde. No es más que la rabieta
resultante tanto del dolor por la muerte de su amigo Steiner como de
su frustración e impotencia (sabe que no podrá ser como él; y que
ser como él le distanciaría del mundo pues las elevaciones no son
posibles, solo conducen a otro tipo de enajenación por aislamiento; Steiner grababa los sonidos de la naturaleza, como si ya esta fuera distancia, como si perteneciera a otra dimensión).
De alguna manera, Marcello también se suicida, aceptando las bases
de un contrato (ya incluso es agente de prensa, publicista de un
mundo que es mera imagen). Silenciar sus restos de conciencia, e
integridad, y adaptarse a una representación en la que será una
deshabitada máscara más. Se deja llevar por el peso de la gravedad.
Perderá su condición corporal, convirtiéndose en otro fantasma. La
realidad se desvela corrompida, como ese pez monstruoso varado en la
playa, como si se revelara el cuadro que oculta Dorian Gray, porque
émulos de éste son muchas de las figuras que desfilan ensimismados
en ese espejismo de dolce vita. ¿ Porque no es acaso La dolce vita un
desfile espectral? En algunos casos bien manifiesto, como el retorno
de los aristócratas del castillo al amanecer tras su ronda nocturna
de fiesta (con la misma sensación de vacío que en la celebración
popular reflejada en Los inutiles; varían los ambientes pero no la
sustancia, o más bien, su falta). Desfiles, personajes deambulantes,
realidad sonámbula, teñida de muerte. ¿Por qué no evocar el final
de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957) con
los personajes en fila siguiendo a la muerte? En el cine de Fellini
abundan los desfiles, las procesiones, como si casi eso fuera a lo
que se restringe lo que hace el ser humano en la realidad entre vanas
representaciones deshabitadas. Una realidad (o más bien escenario)
en la que los espíritus nobles como el de Gelsomina o el de Steiner
quedan al margen, cuando no son extirpados o se exilian
definitivamente del desfile. Esa es la sensación que queda al final
de La dolce vita. Perdidos en la orilla de la vida, y sin cuerpo, sin
saber de esas reales y, por ello, fértiles emociones que representa
el agua. Fantasmas que prefieren ignorar que sólo habitan un
escenario.