Mientras admiraba esta extraordinaria obra, me preguntaba si la música diegética de los conciertos de jazz en el Hey hey club, que puntúa la narración de Kansas city (1996), de Robert Altman, acompaña, o complementa, las imágenes de la narración, o son estas las que la ilustran, tan afinada es la conjugación de narración y música, o la manera tan orgánica en que esta vertebra a la anterior. Quizá con la excepción de Gosford park (2001), no me parece que Altman alcanzara tal depuración con las narraciones descentradas, fueran más o menos corales, que solía orquestar. La narración es pura música, es pura narración jazz, con sus melodías, variaciones, improvisaciones, solos…, que culmina con una coda sublime en los títulos de crédito, el dúo de contrabajos. Es un conjunto, firmemente cohesionado, en el que cada parte del drama representa o actúa como un instrumento. Quizá es que haya que amar o degustar el jazz para apreciarla o admirarla.
Ciertamente, no fue hasta los noventa cuando comencé a admirar obras del cine de Altman. No logró interesarme ni menos cautivarme su cine de los setenta, el periodo que dispone de más prestigio en su filmografía. Por ejemplo, lo único positivo que puedo decir de la revisión de El largo adiós (1973) es que me entraron muchas ganas de releer la novela de Raymond Chandler, una de mis predilectas. Su relectura cinematográfica o variación me resulta escasamente sugerente. Como anécdota, no recuerdo la impresión que me causó, entonces adolescente, su Quinteto (1979), pero sí cómo mis padres juraron y perjuraron de la tortura que sufrieron, gracias a mi sugerencia, con aquella ciencia ficción sesuda, que les pareció tediosa a más no poder, por mucho que transitaran por sus imágenes Paul Newman, Fernando Rey, Vittorio Gassman o Bibi Andersson; durante años no dejaron de recordarme la nefasta experiencia. De su producción de los ochenta, cuando perdió predicamento, tanto entre los productores como entre el público y la crítica, marginado en producciones de escaso presupuesto y escasos escenarios, me pareció particularmente interesante Streamers (1983). Su renacer tuvo lugar con El juego de Hollywood (1992), cuyas estimulantes aristas se diluían en un estilo que me parecía demasiado luminoso y un tanto desmañado (como cierta querencia por el zoom). Pero aun así me parece una obra estimable, como también las posteriores Cookie's fortune (1999) y A prairie home companion (2006). Vidas cruzadas (1993), sí me pareció mucho más convincente, una singular variación sobre los relatos de Raymond Carver; la visceralidad áspera, de disparo con silenciador de éste, se había convertido en una ironía que dejaba caer lentamente gotas de ácido. Una gran obra.
En Kansas city logra combinar ambas miradas. La amargura se arrastra entre imágenes, adherida como un cuerpo enfermo que no sabe que se está desangrando, y que le queda poco para el tiro de gracia, porque está distraído escuchando la música que llega por la ventana. Y es que la versión femenina de Orfeo, Blondie (Jennifer Jason Leigh), está empecinada en lograr lo que es imposible, rescatar a su Euridice en versión masculina, su esposo Johnny (Delmot Mulroney), de las fauces de los sótanos del podrido sueño americano, en la que reina Seldom (Harry Belafonte), un locuaz encantador de serpientes, que parece actuara en un escenario, cuyo verbo, cuya elegancia, cuya sonrisa, salpica ácido. Seldom es un gangster que tiene su sede en entre bastidores en el Hey hey club, donde afuera suena la música inagotable cual canto de sirenas para atraer al vacío. Johnny ha tenido la peregrina idea de atracar a uno de los apostadores en las partidas que organiza Seldom. Lo ha hecho haciéndose pasar por negro, tizándose el rostro, lo que evidencia su desesperación, o su precaria situación; en la escala social es más pobre aún que los negros, emblema de cómo en 1934 muchos aún seguían en lo más hondo de la Depresión pugnando por salir del hoyo del modo que sea.
Blondie también es una pobre ingenua, pese a sus modos desabridos, que piensa que está en una pantalla, y que actúa como si fuera Jean Harlow, cuya estética remeda (se tiñe de rubio y emula su peinado), y hasta sus maneras de chica dura de extracción social baja (Harlow, además, era también de Kansas, como Joan Crawford). Sin duda es ingenua porque intenta conseguir que liberen a su príncipe secuestrando a Carolyn (Miranda Richardson), la esposa de un político, que es consejero de Roosvelt, Stilton (Michael Murphy). Si este, con sus contactos, logra que liberen a su príncipe, él liberará a quien desde luego no parece que sea princesa de nadie, ya entumecida por el láudano. Parece que Carolyn conecta con Blondie durante su secuestro, pero no se puede estar seguro de en qué medida actúa, es sincera, o está bajo los efectos de la droga. Y no se esclarecerá ni al final cuando, tras disparar en la cabeza a Blondie (desolada tras ver cómo han destripado a su príncipe), en un gesto que no se sabe si es compasivo, dice a su marido que se acuerda de algo que no ha hecho hoy, votar. Porque sí, en paralelo, es día de elecciones, día de representaciones, las de los políticos elegidos pero también las de la farsa y las simulaciones: véase cómo se amañan con estrategias como pagar a una retahíla de desempleados para que voten por un candidato (o como golpear al que proteste, e incluso disparar al representante de la ley que pretenda inmiscuirse). Cuando esa es la entraña de una sociedad, sea de blancos o negros, en donde las relaciones son meros intercambios o alianzas de intereses ¿Dónde puede encajar una ingenua pareja con sueños románticos de pantalla o ardides de latrocinio de music hall para arañar su trozo de sueño americano? El cenit de esta prodigiosa narración musical tiene lugar en esa secuencia central en la que asistimos al intenso duelo de dos saxofonistas. A continuación, una secuencia en la que acuchillan brutalmente al cómplice negro de Johnny en un callejón, mientras Seldom cuenta un chiste que pone en evidencia el racismo de los blancos. La ironía que corta como una cuchilla.