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miércoles, 31 de octubre de 2018

First man

El relieve de las sombras. ¿ El primer hombre en qué? Neil Armstrong (Ryan Gosling) fue el primer hombre que pisó la luna. Su nombre ha quedado unido a esa singularidad: a un primer paso, al umbral excepcional que se cruza. Su nombre, más que el de su compañero de misión (el segundo hombre que pisó la luna, Buzz Aldrin, Corey Stoll) se convirtió en referencia, emblema, que ha sido utilizado como representación de un colectivo (como se ha evidenciado, tras el estreno, con los reproches de quienes consideraban necesario, indispensable, el correspondiente plano de la bandera estadounidense en la luna? Para estos, esa acción individual era, por extensión, el logro de un colectivo, el símbolo de un símbolo, la bandera de un país, el emblema de una superioridad y una victoria, en aquel momento con respecto a su principal rival y competidor, la Unión soviética, ahora en un sentido más amplio. En Banderas de nuestros padres (2006), Clint Eastwood cuestionó la imagen conveniente que es una imagen que no es, la fotografía que falsifica, a la vez que instituye la realidad porque establece el relato conveniente: aquella bandera que izaron en Iwo Jima realmente era una escenificación, ya que no habían podido fotografiar el acto de izarla por primera vez. Por añadidura, cuestionaba la utilización de esos soldados para unos fines promocionales y propagandísticos. Chazelle ya realiza toda una declaración de principios con la ausencia de un plano dedicado a la bandera estadounidense sobre la luna. A Chazelle le interesa la sombra, lo que hay tras esa imagen, ese emblema del Primer hombre, de la gesta de un logro no realizado hasta entonces, la superación de lo que hasta entonces se consideraban límites, impedimentos. Le interesa cómo es aquel tras el nombre, y aún más, le interesan sus paradojas, sus contradicciones, de qué materia específica están constituidas sus sombras. Le interesa el relieve, no la línea recta que se instituye como relato conveniente e idealizado. Con la obra de Eastwood coincide en la espesura de sombras como predominante signo visual.
En la primera secuencia de First man (2018), de Damien Chazelle, Neil Armstrong (Ryan Gosling) se suspende en ese espacio intermedio, umbral, que es escenario posible. Su avión parece quedarse suspendido entre la negrura del firmamento y las nubes de nuestra atmósfera. Esa suspensión es la ilusión de inmunidad. La altura es un infinito, el umbral es una invitación a la superación del límites, esa oscuridad que hollar. Esa oscuridad de lo posible, de lo aún por perfilar. Nuestra realidad queda acotada en unos restringidos límites, como nuestra atmósfera tiene unos límites que nuestra mirada hacia el cielo desde tierra no puede imaginar ni calibrar con precisión, ya que le falta perspectiva para percibir ese límite. Armstrong desafía esos límites, y está a punto de perder el control de su avión, tendencia a la distracción por la que será cuestionado ya que pone en en peligro la consecución de la tarea encomendada. Por un momento siente que se encuentra por encima de la realidad. Pero en la siguiente secuencia se evidencia el contrapunto: la vida definida por la gravedad, por el deterioro, por la finitud y la pérdida, por la imprevisibilidad y la arbitrariedad. Su pequeña hija de dos años y medio, Karen, sufre un tumor cerebral que determina su prematuro fallecimiento. La oscuridad de lo posible se torna, o también es, la oscuridad de la pesadumbre, el peso de unas sombras que roban la respiración y la articulación de las emociones. Armstrong las aloja en los recovecos de sus entrañas como una cámara presurizada.
Armstrong será incapaz de expresar lo que siente, aunque pasen los años, tenga dos hijos, y se involucre en proyectos que canalizan un propósito, ese que parece desafiar los límites, pero también imposibilitar la aceptación de la finitud, la consciencia de las circunstancias de la gravedad. Armstrong se convertirá en un astronauta que superará pruebas y ensayos, dificultades y errores, mientras a su alrededor, compañeros y amigos verán truncada su vida. Alrededor la pérdida señala cuál podría ser el resultado de su propósito. Pese a todas esas adversidades, contrariedades y dificultades, Armstrong, surcará el espacio, traspasará esos límites de nuestra atmósfera, y llegará allí donde nadie había llegado. Pero en su espacio íntimo está varado, no logra desalojar esa espesura de sombras de pesadumbre, esa muerte que le confronta con la circunstancia de la gravedad, la inexorable gravedad que define nuestra vida, porque en un momento u otro, tarde o temprano, la caída resulta irremisible. Nos estrellamos. Perdemos a quien amamos. Morimos. Por eso, a Armstrong le cuesta despedirse de sus dos hijos cuando se dispone a realizar un viaje que no sabe cómo culminará, o cuyo resultado teme que sea el fracaso, y por tanto la muerte. No quiere despedirse porque no quiere confrontarse con la posibilidad de que sea una despedida definitiva, que muera, que no los vea nunca más. Carece de la suficiente fuerza para decírselo, cara a cara a sus hijos, pero su esposa, Janet (Claire Foy) si posee esa fortaleza, y le impele a que afronte esa circunstancia, que diga a sus hijos que ese viaje puede no tener retorno, que la oscuridad puede ser la de la caída, la desaparición y la muerte.
Por eso, en la extraordinaria secuencia del alunizaje, la sombra es la protagonista. En el cristal, la pantalla protectora, del casco de su escafandra se proyecta la sombra. No vemos sus ojos, sino la sombra. Realiza lo que nadie ha realizado, supera distancias, límites, pero ese logro ante todo le enfrenta con la asunción de lo que hasta ahora sentía como su derrota, la asunción de la muerte y la pérdida. Se cruzan espacios, se consiguen logros, pero hay un término. Lanza la pulsera de su hija a la oscuridad, el desprendimiento de esa cadena que le atenazaba, como una coraza de negación, que era enajenación, la mirada que niega sus sombras. Su retorno no es sólo espacial. No sólo vuelve a la Tierra. Vuelve a su familia, vuelve a sí mismo. Vuelve al centro, ese al que siempre amenazarán las sombras. Vuelve al reflejo sobre el que órbita la vida, el amor que es centro, el amor que siente por su esposa. En la silenciosa secuencia final, a través del cristal, marido y esposa se miran, y las miradas por fin se unen en la misma respiración acompasada, ya desprendida de esa cadena de sombras negadas en Armstrong. En el cristal se superpone el reflejo de la esposa sobre el rostro de él. Ese es el viaje fundamental, el viaje más costoso, mucho más que alcanzar la luna, ese en el que ya no se interpone distancia alguna con quien se ama sino que se siente como si uno y otro fuera el mismo. Esa órbita que es conjunción.
Pocas obras se han estrenado este año con una puesta en escena tan meditada y elaborada. La cámara parece adherirse al estado íntimo de Armstrong, como un cerco, como él que interpone con sus emociones. Los primeros planos son el aliento encapsulado de esas emociones constreñidas. Se siente desde su cerco interior, plagado de sombras, como una espesura que emanara de él mismo, sea cuando asciende con el primer cohete, como si el mismo metal, los clavos y las junturas, fueran parte de su cuerpo, de sus emociones. La negrura alrededor es parte de sus tejidos. El alrededor es una extensión de cómo se siente. La opresión que se transmite en la cabina del cohete es la que refleja su presurizada emoción. Las penumbras ya predominaban en los encuadres de Whiplash (2014), que hacían sentir cómo va propagándose en la narración un aire vital retenido, viciado, acorde a la enajenación que sufre el sugestionable alumno por las desquiciadas coordenadas instructoras de su profesor, como si este fuera un planeta alrededor del que orbitara sin comprender que es un agujero negro.
En su posterior obra, La ciudad de las estrellas (La la land, 2016), la pareja protagonista afianzaba su amor con un baile en un planetario. Ambos querían vivir su propio planetario vital en el que sentir que la realidad se ajusta a sus sueños, que ascienden como si su realidad fuera un firmamento según la coreografía que ambos crean. Los sueños no son sino esas películas que se intenta hacer despegar hacia unas alturas que no alejen de la realidad sino que, incluso, la configuren, como cimientos firmes que son a la vez firmamento. Como la luna que se alcanza, que se puede alcanzar. Pero sus búsquedas respectivas sufren tropiezos, el desaliento les hace perder el paso e incluso abandonarlo, o asumen que para dotar de cimientos a la relación las direcciones sean concesiones más que apuestas por los propios sueños. Deben por lo tanto, forcejear con lo que deben ser y lo que quisieran ser. Y el sueño se estrella porque ni las circunstancias ni ambas voluntades logran conjugarse para dilatarlas en la duración del tiempo y en la convergencia del espacio. Sombras de sueños de papel pintado somos. Armstrong mira hacia las alturas, como la narrativa que quisiera implantar en su vida, la que siente que debe ser, ascensión que supera límites, pero le cuesta asumir la posible dirección opuesta, esa que puede precipitar hacia los abismos, la caída, y no es consciente de que le aleja de la realidad, de quienes ama, hasta que por fin converge con el reflejo que no es sombra sino su firmamento, la presencia que no es el falso e ilusorio refugio de la negación. Una excelsa composición, de la espléndida banda sonora de Justin Hurwitz, para una de las mejores secuencias que ha dado el cine estrenado este año.

martes, 30 de octubre de 2018

Bohemian Rhapsody

La voz que no se encontraba. En cierta secuencia de Bohemian rhapsody (2018), de Bryan Singer (y Dexter Fletcher), los componentes del grupo Queen se definen como una familia, en la que todos son diferentes, que da voz a los inadaptados, a los que se sienten en los márgenes de la realidad. Freddie Mercury se sentía como un mutante que no encuentra su lugar definido, como si viviera en un permanente corrimiento de tierra. No tiene poderes extraordinarios como los Xmen, pero sí una voz que es admirada por su excepcional singularidad. Bohemian rhapsody es una canción que les definía. Fue su primer clamoroso éxito, y evidenció su resistencia a plegarse a moldes o convenciones, ya que la canción duraba casi seis minutos, y la norma era que los singles duraran alrededor de tres minutos para ajustarse a las cuadrículas de la programación radiofónica, lo que determinó una infranqueable fricción con un productor que se negaba a aceptar que fuera su primer single (es decir, que desafiaran a las reglas). Pero, por otro lado, también era una canción que definía a Freddy, su naturaleza oscilante, veleidosa, en conflicto, como la voz que no logra definirse con precisión. Era una voz escénica singular, admirada por muchos, pero en su fuero interno parecía tambalearse a la deriva, entre la volubilidad y las contradicciones. La canción comienza con las estrofas: Is this reality? Is this fantasy? Caught in a landslide/¿Es esto realidad? ¿Es esto una fantasía?Atrapado en un corrimiento de tierra. Freddie no parecía encontrar el equilibrio entre su yo escénico y su yo íntimo. Los fulgores de la vida pública y los lujos que el éxito le permitía disponer más bien potenciaban la condición errática, entre la inhibición y el desparrame, de sus emociones. Como quien dispara al padre, para afirmarse, y luego se siente perdido, como quien ya cuando empieza la vida, y busca su propio escenario de vida, siente que ya ha terminado, como si no supiera qué hacer con ese escenario de vida (Mama, just killed a man. Put against his head, pulled my trigger, now he's dead. Mama, life had just begun. But now I've gone and thrown it all away/ Mama, acabo de matar a un hombre. La puse contra su cabeza y apreté mi gatillo, ahora está muerto. Mama, la vida acaba de comenzar, pero ya he acabado y echado todo a perder).
Freddie negaba, se resistía, como si fuera a la contra, pero luego no encontraba raíz en la que sostenerse, aunque intentara actuar, desplazarse por la realidad, como si nada realmente importara. Con las estrofas Nothing really matters/Anyway wind blows/Nada realmente importa. De todas maneras el viento sopla, concluye la canción. Freddie se rebelaba contra la imposición de un modo de vida, o una narrativa de vida a la que debería plegarse, esa a la que pensaba que se había amoldado, subordinado, su padre. Por eso, no sólo adoptó un nombre artístico, en vez de su real nombre Farrokh Bulsara, sino que literalmente se lo cambió mediante procedimiento legal (no sólo gestaba un yo escénico sino intentaba consolidar su propia raíz de yo real). Era otro, pero ¿quién?. Cuando le confiesa a Mary (Lucy Boynton), su esposa, que es bisexual, ella le dice que no, que es homosexual, como si le conociera mejor que él a sí mismo, extraviado en su dificultad de enfocarse, y por tanto de definirse, sobre todo porque para que lo logre debe superar la interferencia de su incapacidad de afrontar la soledad. Cuando ya se ha separado de Mary, y ambos viven en edificios colindantes, la llama por teléfono para lanzarse mensajes de luz con sus respectivas lámparas a través de la ventana, como un náufrago que se sintiera desamparado en su lujosa casa con múltiples habitaciones, cada una ocupada por algunos de sus gatos. En otra secuencia, alguien, que le atrae, le dirá que cuando sepa cuál es su voz, en suma, cuando se guste a sí mismo, que le llame de nuevo. ¿Cómo va a saber amar si no se gusta a sí mismo, si prioriza sentirse bien con alguien, acompañado, que ser consecuente con lo que siente o no siente?
En esa deriva, como lo hizo con la familia con la que compartía vínculo de sangre, también negará a la familia del grupo cuando crea sentir que debe encontrar su propia dirección (en la carrera musical). Pero más bien evidenciaba su ofuscación, el lastre del aburrimiento. La sensación de atasco en la redundancia (como si quisiera cambiar de repertorio), no era sino su dificultad de afrontar su intemperie íntima, por lo que optaba por escudarse en la máscara de su exuberante y extravagante yo escénico que, en ocasiones, se tornaba suficiencia caprichosa en su trato con los demás (como si, efectivamente, fuera la reina). ¿Qué había en ese Scaramouche que cita en la canción Bohemian rhapsody sino una figura patética tras una máscara?.
Singer opta por una narración que se ajusta a un molde o patrón narrativo. No opta por planteamientos heterodoxos, como Todd Haynes en sus magníficas Velvet goldmine (1998) o I'm not there (2007), ni despliega una elaborada puesta en escena como Anton Corbjin en Control (2007). Pero dentro de su construcción ortodoxa plantea una sugerente reflexión sobre la dificultad de encontrar o establecer un vínculo de pertenencia, escindido entre la resistencia a ajustarse a moldes y una soledad, una desorientación vital, con la que no sabía lidiar, Freddie, o Farrokh, buscaba, en su desconcierto, apósitos con los que cubrir las fisuras que no dejaba de sentir que vulneraban su vida, como un permanente corrimiento de tierra sobre el que resultaba difícil sentir el equilibrio con el que saber relacionarse con los otros con su auténtica voz.

sábado, 27 de octubre de 2018

Quién te cantará

La vida y sus sombras. En Phoenix (2015), de Christian Petzold, Nelly aceptaba hacerse pasar por sí misma, valga la paradoja. Aceptaba ser instruida para actuar como ella misma. Vestir la ropa que vistió, recuperar su firma. Acepta ser una ficción que implica ser la representación de ella misma, o la versión de sí misma que niega un dolor, unas heridas, una vejación, una desfiguración. Aceptaba ser instruida, esculpida, cual Galatea, para ser ella misma porque quien se lo pide, su particular Pygmalion, es aquel a quien amaba, su marido, y lo hacía porque él no la había reconocido después del tiempo que ella había permanecido recluída en un campo de concentración. Aceptaba para poder ser recordada por quien la había olvidado, por quien menos deseaba que la olvidara, porque si en su memoria era nada se sentiría nada. O quizá aceptaba por no asumir un engaño, que él no era no como le imaginaba, que él era quien realmente la delató como judía. Una y otro son la imagen que, respectivamente, quieren ver. En Quien te cantará (2018), de Carlos Vermut, la cantante Lily Cassen (Nawja Nimry), que sufre amnesia, acepta ser instruida para recordar quién era, o más bien para recordar a aquella que fingía que era, la mujer escénica o pública, la mujer imagen, la estrella que tantos han admirado, en un escenario o en una pantalla, desde hace más de dos décadas. Y será instruida por Violeta (Eva Llorach), un remedo suyo, una imitadora, su copia, una admiradora que conoció su música precisamente cuando daba a luz a su hija, Marta (Natalia de Molina), veintitrés años atrás. De hecho, ella misma nace cada vez escucha su música. Sin esa música, sin su figura inspiradora, como si fuera respiración asistida, se siente un cadáver en vida.
¿Por qué ha sufrido amnesia quien ha dejado de cantar desde hace diez años? Quizá para olvidar lo que no es, quizá una impostura, una carcasa que sólo existía como máscara en un escenario. Un mero brillo en la distancia que ilumina la vida triste de quien siente que no es única. Pero ¿Cuál es su voz real,o cómo es, más allá de esa imagen o gestualidad que se admira e imita? Y, por otro lado ¿Cuál es la voz de Violeta?¿Es la voz y los gestos que imita como ilusión pasajera de singularidad? ¿O es una voz que tiembla porque se reprime? La cuerda del funambulismo de vidas ordinarias como la suya, como ella reconoce a un cliente del karaoke donde trabaja, no es sino la asunción de que no eres singular ni única, que no has sido ese fulgor que otros admiran desde la distancia que uniformiza a todos, como las chicas con pelucas y buzo naranja que cantan en una de las fiestas en el karaoke. Aún más, la pesadumbre puede no sólo residir en la uniformidad, en tu condición anónima e intercambiable, sino en la miseria de las violencias cotidianas que erosionan como un filo y amplifican el boquete de tus carencias, de tu frustración. La amargura de sufrir a una hija inestable que sufre desquiciados arrebatos de intemperancia, desequilibrio que soportas como una condena. Te sientes nada, y, por añadidura, la vida te raspa con un filo el tuétano. Quisieras borrarte, pero sólo logras olvidarte, por un breve instante, cuando eres otra, aquella que es única y singular, como si viviera por encima o fuera de la realidad.
En la orilla del mar la consejera (y protectora y cuidadora), Blanca (Carme Elias) encuentra el cuerpo desvanecido de Lily. En otra orilla alude a Violeta cuando esta quiere internarse en el mar. Quizás ambas quieren desaparecer, de un modo u otro. La orilla es ese espacio intermedio, como las identidades difuminadas, entre lo que se quiere ser y lo que no se puede ser, entre lo que se aparenta y lo que realmente se es. Tu vida no es como quisieras que sea, o tu vida es una representación, como una vitrina en la que te escondes y proteges. Parece transparente, pero quizá no lo sea. Lily vive entre cristales, espacios pulidos, pulcros, como si carecieran de mancha o sombra, pero no es sino una ilusión, como su misma caracterización, constituido en icono singular, ese peinado, esa sombra de ojos, esa imagen que se ha creado. Es lo que no es y no es lo que parece, aunque su apariencia sea lo que es, en cuanto entidad trascendente, para el resto. Y quizás no quiera que su vida siga siendo una impostura, como Violeta querría que su vida fuera otra, esa en la que no sufre el paulatino filo, en forma de hija, que, no podrá evitarlo jamás, degradará de un modo u otro su vida. Quizá sólo la desaparición procure el remanso deseado.
¿Quien te cantará? es una canción de Juan Carlos Calderón, que cantó Mocedades. Ausencia, o más bien falta. El vidrio de lo que falta, vida en unas existencias carentes que se encogieron en sus sueños, o se consumieron en su propia condición ilusoria de sueño. Los planos se dilatan, como celdas, o espesuras de las que no es posible escapar, y los primeros planos hieren como la interrogante que quiere recobrar su condición de afirmación, de presencia. ¿Quien te cantará si tu vida es un hueco o una hélice que te desgarra, como el filo de ese cuchillo con el que tu hija amenaza con cortar su cuello como reiterado chantaje emocional con el que desapareces lenta y progresivamente?. La cámara gira alrededor de quienes se angostan entre máscaras que asfixian y carne que se torna mirada fija de pánico, sombra de ojo que se derrama y se revela un agujero negro. Si aún queda la máscara, aún queda la posibilidad de no ahogarse en los temblores de una vida que no logra ser, porque, simplemente, es una sombra que se derrama.

viernes, 26 de octubre de 2018

Noches blancas

Un soñador - por si necesita una descripción minuciosa- no es una persona, ¿sabe?, sino una criatura de género neutro. Habita mayormente en algún rincón inaccesible, como si se ocultara hasta de la luz del día y, cuando se encierra en sí mismo, se adhiere a su rincón como un caracol, o cuando menos se parece mucho en su relación a es curioso animal que es animal y casa al mismo tiempo y que se llama tortuga. Así se describe el protagonista en las páginas de Noches blancas, de Fiódor Dostoyevski. En los primeros pasajes ya queda definido como alguien sin historia, un hombre que sueña, que proyecta desde su falta la necesidad de una película, un acontecimiento, en su vida. Es un observador de esa otra pantalla, conglomerado de figuras y acciones diversas, de la que le separa otra película, esa que separa como una patina al que sueña de la vivencia, al que anhela de la participación. Es testigo que se desliza como un ojo que meramente observa unas piezas sin nexos con la que no siente conexión. Una realidad con la que aún no logra hacer contacto. Hasta que en ese conjunto, sobre un puente, como una posibilidad de vínculo con la realidad, con sentirse presencia, partícipe de la vida, avista una figura de mujer, de espaldas (aún enigma), que llora (como él de modo silencioso en su interior: es la llave de acceso, el reconocimiento que le suministra valor para entrar en contacto). Noches blancas (Le notti bianche, 1957), de Luchino Visconti, es una cautivadora y lúcida reflexión sobre los difusos límites en el sentimiento amoroso, entre proyección y emoción, entre autoengaño y real conexión.
Las noches blancas son un fenómeno meteorológico que difumina las fronteras entre noche y día (como entre realidad y fantasía). Una luz en las regiones polares que alarga el crepúsculo toda la noche. Una luz que hace sentir la ilusión de que la oscuridad no se cernirá completamente. Esa ilusión alienta a la pareja protagonista, Mario (Marcello Mastroianni) y Natalia (Maria Schell), la ilusión del amor que ilumine sus vidas, que Visconti convierte en interrogante. ¿Lo que ella siente, y relata a Mario, es el empecinado anhelo de que se cumpla, un sueño que no es sino un autoengaño para no asumir la realidad? Por otro lado, ¿lo que él siente por ella es fruto de la sugestión, del ansía de llenar su vacío? Ese relato que él califica de cuento de hadas (o que cuestiona como tal), como dice en cierto momento, le ha hecho sentir a él que vive uno. Paradojas. Durante tres noches (en la novela son cuatro) ambos se encuentran, y él pugna por sustituir en la mirada ( proyector) de Natalia una nueva pantalla de amor, no ese hombre que espera en el puente (el anhelo de creación de un vínculo sobre las inestables aguas), del que se separó hará un año, con el que no se ha escrito desde entonces, que no sabe a qué se dedica, y con el que prometió reencontrarse un año después en ese puente. ¿Lo que sienten es un mero sueño, fruto más de un anhelo o necesidad de vivencia singular, una fantasía, por tanto, como artificiales son los magníficos decorados (obra de Mario Chiaru y Mario Garbugli), que asemejan un laberinto, en los que transcurre la acción?
En las primeras secuencias se hace palpable la circunstancia o estado vital de Mario. En escasos segundos, el alborozo se convierte en vacío, el griterío en silencio. Mario, recién llegado a la ciudad (que parece inspirada en Venecia o Livorno) vuelve de una excursión en el campo con la familia de su jefe. Camina por las calles, de las cuáles el mundo parece retirarse (los comercios se cierran), bien reflejado por un largo plano general en el que se minimiza la figura de Mario que se aleja por la calle. Sin dirección, se detiene en un puente, erra por las calles y los canales, busca compañía (como no hay humanos, la de un perro). Necesita sentir que no está solo. En una zona donde están apostadas prostitutas, en un puente, advierte que una mujer, Natalia, llora. Atento se acerca a ella, e incluso, cual caballero, la defiende de dos chicos en una motocicleta que la invitan a que vaya con ellos. En Mario se confunden las emociones, por su ansía de compañía. Se citan al día siguiente, pero entonces ella parece que le rehuye lo que le sume en el desconcierto. Signos equívocos, emociones confusas. Pantallas difusas, proyectores anhelantes.
En esa segunda noche, Natalia le relata el por qué de su espera, el por qué de su desorientadora conducta. Si ya en los primeros compases, destacaba la soberbia música de Nino Rota (como si fuera la música del interior de Mario, ese anhelo suspendido), en el largo flashback del relato, la música propulsa la intensidad de las emociones en juego (que empaparán a Mario). En la anterior obra, Senso (1954), había difuminado las fronteras entre vida y escenario, emociones y proyecciones, a través del autoengaño del personaje encarnado por Alida Valli (amplificado con la manipulación ajena de su objeto amoroso, que es más bien manipulador amoroso), impregnando a la emoción de un componente operístico (la obra se iniciaba con la representación de una opera). Mario es oyente y espectador del relato de Natalia, sumergiéndose en el mismo, e influenciado quizá por su elevación de sentimientos, esa intensidad propulsada en los gestos y miradas entre Natalia y el inquilino, encarnado por Jean Marais, en la casa donde vivía ella con su abuela, dedicada a tejer alfombras (¿hila también Natalia un relato inventando o sugestionada por lo que anhela que fuera lo que compartió aquel hombre, y que es puesto en cuestión por Mario que duda que él reaparezca?) Son admirables las transiciones de inicio y final del relato de Natalia. En un espacio arrumbado, la cámara realiza una panorámica desde Natalia hacia su izquierda: sin transición es la sala de la casa de su abuela ( presente y pasados están conjugado, unidos, confundidos, ella vive aún en el pasado que quiere convertir en presente y futuro). En la conversación final con el inquilino, cuando se prometen ver en un año, el contraplano de Natalia, respondiendo al hombre que ama con desgarro, no es el del pasado, sino en, o aún desde, el presente, junto a Mario, en el que se apoya llorando (Mario desea ser su contraplano, su presente y su futuro, suplir a aquel inquilino, ser el nuevo inquilino de su corazón).
En la tercera noche se produce un radical vaivén de emociones (de cambio de escenario emocional) entre ambos. En principio, es él, ahora, quien la rehuye ( porque no entregó la carta al inquilino, que le pidió ella que hiciera porque sabe que ha vuelto a la ciudad). Se crea una suspensión de tiempo, en el que parece desvanecerse ese fantasma del pasado que tiene cautiva a Natalia, con la secuencia del baile en el bar ( que no existe en la novela), hasta que ella toma consciencia del tiempo, de la hora que es (por el grito de una vecina), la de la cita fantasma, y cual Cenicienta sale corriendo (con los papeles agitándose tras ella por un viento repentino) hasta llegar al punto del supuesto encuentro, y desmayarse al ver que él no está. Natalia parece resignarse a su desilusión, y transforma esa decepción en cauterizadora ilusión de complicidad, de sustituto sueño de amor, con Mario.
Instantes de mágica plenitud (o cómo la ilusión puede gestarla sobre cadáveres de decepción), cuando surcan las aguas con un bote, riendo jubilosos por la caída de la nieve, celebrando la materialización del sueño que ya Mario no creía posible (tras que en las previas secuencias, al separarse de Natalia, porque ella no quiere que esté presente por si el inquilino llegara, haya estado tentado, por despecho, de irse con una prostituta, personaje que tampoco estaba en la novela), hasta que una figura entrevista en la distancia, en el puente, quiebra su recién cimentada, o creada, proximidad. Resulta admirable cómo Visconti, a través de la composición del plano, delinea esa fisura entre las figuras (la distancia entre uno y otros, entre el sueño o decepción y la realización), con el abrigo de Mario, que portaba ella, entremedias, en el suelo nevado. En primer término, la pareja reencontrada se abrazan y besan, y desaparecen del encuadre, mientras al fondo se perfila la figura solitaria de Mario. El último plano nos hace retornar a la secuencias iniciales, Mario alejándose por una calle, figura minimizada, acompañado del perro vagabundo con el que se encontró mientras erraba al inicio en busca del calor de compañía. Durante un breve lapso de tiempo, tres noches, ha sentido la posibilidad de llenar ese vacío. Durante unas breves horas ha sentido esa felicidad pletórica, esa ilusión del resplandor de la noche blanca. La extraordinaria banda sonora de Nino Rota

jueves, 25 de octubre de 2018

La noche de Halloween

La mirada del abismo. La noche de Halloween (2018), de David Gordon Green, no sólo es la continuación, en un sentido temporal y argumental, que ignora todas las secuelas o variantes posteriores, de la realizada por John Carpenter cuarenta años atrás, sino con respecto a una idea sustancial: la incógnita sobre la naturaleza de Michael Myers, que dotaba a la obra de Carpenter de una perturbadora abstracción. Cabe resaltar que no todos los misterios generan una sensación espeluznante. Ha de haber también una noción de alteridad, una sensación de que el enigma puede conllevar formas de conocimiento, subjetividad y percepción que van más allá de una experiencia corriente, escribe Mark Fisher en Lo raro y lo espeluznante (Alpha decay) En un par de momentos de esta continuación, en su inquietante secuencia inicial, una de las que mejores conecta con esa atmósfera de alteridad de la obra original, y en otra posterior, sendos personajes, fascinados por la figura de Myers, le exhortan para que diga algo. Ambos personajes, periodista y médico, quieren saber cómo siente, quieren acceder al por qué, cuál es el impulso, el motivo, que le conduce al ejercicio desaforado de la violencia. ¿Siente placer infligiendo daño, sustrayendo la vida de otros,? Myers es como su máscara, esa máscara que no deja entrever sus ojos, como si careciera de estos, y fueran cavidades oscuras, un vacío, una nada, oscuridad que meramente se despliega, una fuerza de la naturaleza que es impulso de infligir daño. Sólo en un instante se entrevé uno de sus ojos, lesionado, surcado por una cicatriz. No hay mirada en él. O la hay como en el filo del cuchillo que gusta utilizar.
Hay una espléndida secuencia, con dos secciones (correspondientes a dos casas), que le definen. En una entra a través del patio interior, recoge un martillo, entra en la casa, en cuya cocina una mujer se prepara su cena, la cual desaparece del encuadre. Myers entra tras ella, y escuchamos cómo la golpea en fuera de campo. La cámara vuelve a entrar, y le sigue, hasta que sale por la puerta delantera. Myers es así, o es eso, un filo que hiende y desgarra la vida corriente, la realidad familiar, que destripa y evidencia como un escenario vulnerable, dejando una huella irremisible. La normalidad no podrá ser replanteada ni recobrada. No se podrá habitar ya de ese modo. Eso es lo que le ha sucedido a Laurie Strode (Jamie Lee Curtis), quien, después de cuarenta años, no ha logrado consolidar una vida estable, con dos matrimonios rotos, y un hogar que ha habilitado como un fortín, como si la realidad fuera una amenaza permanente. En otra casa cercana, Myers mira por la ventana, en cuyo cristal se refleja su rostro. Al fondo una mujer habla por teléfono. El encuadre no varía: vemos, por la ventana lateral, cómo Myers se desplaza por el callejón, y cómo aparece, ya en el interior de la casa, tras la mujer, que se acerca a la ventana, para bajar la persiana, sin percibir la presencia de Myers a su espalda antes de que la rebane el cuello. No hay espacio que no vulnere, desde cualquier ángulo. El encuadre de la realidad no dispone de contornos que no puedan ser vulnerados. Ya está en el interior, como una infección inherente a la naturaleza humana. Es su reflejo. Desde dentro, desde fuera, es una presencia que trastorna la realidad. La hija de Laurie, (Judy Greer), ha amurallado su vida tras la concepción de que la realidad es un lugar seguro. La negación es una eficaz cámara protectora hilvanada con presunciones que se sienten como certidumbres, por eso considera a su madre una extraña, una trastornada que desestabiliza una realidad familiar que siente sólida. En cambio, Allyson (Andi Matichak), la nieta adolescente siente una proximidad con su abuela, como quien presiente que la realidad es más movediza de lo que aparenta, una trampa tras una ilusión, como corroborará con la decepción que sufre con quien parecía su cómplice, su novio (con quien se disfrazará de Bonnie and Clyde, intercambiándose roles), pero se revela como una máscara no precisamente fiable.
Michael Myers es una figura que brota del fondo del encuadre, como si fuera una presencia latente en el entorno. Ya queda patente en su primera acción violenta, cuando su figura rompe el cuello de un niño surgiendo de su espalda. Es una figura aún desenfocada, como lo que no tiene perfil nítido, porque qué es sino meramente una fuerza dañina sin rostro. Lo mismo en su siguiente acción violenta cuando arrasa una gasolinera. Sus primeras acciones se entreven al fondo del encuadre, o desenfocado, después percibimos su rastro, los cadáveres que deja a su paso, y por último fragmentos de su cuerpo, lo que evidencia la dificultad de perfilarle de modo completo con precisión. No hay manera de lograr aunar los nexos que faciliten la comprensión de cómo es alguien que convierte en añicos los cuerpos de los otros, la realidad, y su misma concepción. Es una naturaleza devastadora en la que, incluso, se aprecian detalles que manifiestan regocijo en la crueldad: los dientes de una de sus víctimas que deja caer en el retrete donde se refugia la periodista; la sabana de fantasma con la que cubre a otra de sus víctimas: o cómo cuelga en la pared, ensartado con un cuchillo en el cuello, a otro adolescente, como si fuera un adorno de Halloween. Su naturaleza resulta escurridiza, como si la luz sólo le enfocara de modo intermitente, como la secuencia en la que las luces se encienden y apagan, y cada vez que se encienden, está más cerca de su víctima. Quizá no importe demasiado delimitar si es sobrenatural o natural, porque difumina sus límites en cuanto transgresión de lo posible. Es el vacío, la falta de algo, quizá reflejo de nuestros desencuentros y pequeñas violencias cotidianas (la intemperancia que se torna palabra cruel, el gesto avasallador del deseo, el engaño que se niega con arrogancia...), que se hace presencia como una incontinente y arrolladora fuerza primigenia, elemental,
Últimamente, se han alabado obras por una supuesta ruptura, que les dotara de singularidad, como Hereditary, de Ari Ester, más turbadora o sugerente cuando ahonda en las sombras de la pérdida que en su deriva desquiciada de su tramo final, que derrumba los logros cimentados durante sus dos primeros cuartos. En el reciente festival de Sitges se premió como mejor director a Panos Cosmatos, por Mandy (2018), que, como Revenge, de Coraile Forgeat, gira únicamente alrededor de las trágicas consecuencias de un calentón. Sobre el vacío ambas despliegan un aparatoso y fumista alarde formal que no puede ocultar su necrosis sustancial. La noche de Halloween no necesita de aparatosidades para efectuar una más eficaz y sutil transgresión. Lo logra desde el interior, desde el propio molde convencional del género, de lo que son ejemplos las dos secuencias de asesinatos en los interiores de sendos hogares. Lo unheimlich se ha traducido, de manera poco adecuada, como lo siniestro o lo ominoso; la expresión que mejor capta el sentido que Freud le dio a ese término sería <> (Lo raro y lo espeluznante): quizá, en atmósfera y concepción, la película, dentro del género, que mejor lo ha reflejado en este siglo ha sido It follows (2015), de David Robert Mitchell. La noche de Halloween, de Green, que mantiene el mismo título (como si esta noche fuera aún aquella noche, y el tiempo no hubiera transcurrido), aunque no alcance la perturbadora abstracción de la obra de Carpenter, en cuanto atmósfera, o sí de modo intermitente, sí lo logra en su trama conceptual, con la inquietante reflexión que genera a través de una elaborada puesta en escena. Por ello, resulta más sugerente y compleja que las otras secuelas. La narración, que progresa con absorbente fluidez, culmina en un escenario en el que su figura impasible, como un maniquí que anda, se confunde con los maniquíes que decoran el espacio exterior e interior de la casa de Laurie. Myers es como un muñeco de carne y hueso que hubiera sido poseído por una fuerza destructiva que se pone en movimiento como el resorte que activan. Un impulso que rasga como un filo cualquier escenario, como si para él no existieran los contornos ni los límites. La mirada que devuelve es la espesura oscura del abismo.

miércoles, 24 de octubre de 2018

La sociedad literaria y el pastel de piel de patata

La cartografía de las caras familiares. Todos buscamos esas caras familiares que doten de coordenadas precisas a nuestra habitación de realidad. Es lo que Rafael Argullol denominaba la segunda patria. Nuestro lazo de pertenencia, nuestra conexión o sintonía con la realidad, con los otros, no se define, o no necesariamente, por aspectos inmediatos, o supuestamente naturales (que se podrían calificar de inmanentes). No es tu lugar aquel donde naciste, no es tu familia aquella con la que compartes lazos de sangre, no debes sentir parte de un grupo o equipo porque compartas algún rasgo distintivo, procedencia, etnia, lengua, credo o cualquier constructo de identidad que, de modo inherente, es artificial, no natural como se nos inculca, como si fuera una marca de nacimiento (como un código de barras). No sabemos dónde, en qué circunstancia, vamos a encontrar a aquellos con los que creemos sintonía, con quienes conectemos, qué características externas dispondrán. Quiénes serán esas caras familiares que compondrán la cartografía de la realidad que deseamos configurar porque es la que deseamos habitar, en la que nos sentimos, más que en otro lugar, más que con otras personas, nosotros mismos. Juliet Ashton (Lily James), en La sociedad literaria y el pastel de piel de patata (The Guernsey literary and potato peel pie society, 2018), de Mike Newell, las encuentra en una pequeña isla, Guernsey, en el canal de la mancha, cerca de la costa de Normandia.
La escritora estadounidense Mary Ann Schaffer quería escribir una biografía sobre Kathleen Scott, la esposa del explorador Robert Falcon Scott. En su proceso de preparación viajó a Cambridge, pero descubrió que los documentos personales aportaban poco. Frustrada, decidió pasar un tiempo en Inglaterra, y en concretó viajar a Guernsey, una isla británica que se encuentra más cerca de Francia que de Inglaterra. En cuanto llegó el aeropuerto fue cerrado por la espesa niebla, lo que determinó que se dedicara a leer varios libros, que encontró en la librería del mismo aeropuerto, sobre la ocupación alemana durante la segunda guerra mundial. Veinte años después se materializará en una novela. Ese sinuoso curso de acontecimientos, entre imprevistos e improvisadas decisiones, se refleja en la misma narración, fechada en 1946. Juliet se encuentra empantanada. Es una escritora de cierto éxito con las novelas que firma con seudónimo pero siente que su realidad está definida por la falta, como si su habitación de realidad no estuviera compuesta. O desgarrada. En cierto momento evoca, en la habitación que ocupó, cómo descubrió que la fachada había sido derruida por la explosión de una bomba. Un plano contraplano que conecta tiempos (lo que aún no es y lo que falta), una elipsis que evidencia una circunstancia íntima (una fisura, un desajuste).
La misma narración se estructurará sobre la alternancia o conjugación de tiempos. Una alternancia cuya raíz es una herida. Una carta le impulsa a realizar un viaje que es un giro de timón en su vida. En vez de seguir la corriente por la que le lleva el éxito de sus obras, esto es, conferencias en diversos lugares, se empecina en realizar una investigación que sacie su curiosidad. Esa carta, que busca su asesoría con respecto a un autor, le pone en conocimiento de un singular club literario que se creó como tapadera durante la guerra. Singular por su mismo nombre: ¿qué tienen que ver los libros con los pasteles de pie de patata?. En esa isla, en ese micromundo, se encuentra con seres con los que conecta de modo especial, pero en cuyo proceso se generan incógnitas relacionadas con la fundadora del club, que fue detenida por los alemanes y enviada a Francia. Silencios, remordimientos, dolor, evasivas. Pero también empatía, calidez, complicidad. Al fin y al cabo, en el poso del relato, de la receta vital, subyace la consideración de que la conexión no sabe de uniformes ni procedencias ni razas ni lenguas ni otros accesorios. La narración se teje, y gesta, en esa conversación entre tiempos alternados, y emociones contrapuestas, que en paralelo, configuran el proceso de transformación, o definición, de Juliet, que encuentra su lugar, su cartografía de caras familiares, en un entorno que, elocuentemente, está más cerca de otro escenario de pertenencia (Francia) que de su lugar de procedencia.
El británico Mike Newell es de esos cineastas que congregan poca atención, o consideración, por carecer de señas autorales, un universo propio o un estilo diferenciado. Su forma de narrar o componer planos no difiere de otros tantos. Es el prototipo de artesano impersonal, y ecléctico, que sirve para un roto como para un descosido, y que ha transitado diversos géneros (entre el fantástico y el drama de época, sobre todo, pero también ha abordado el universo de los gangsters o la fantasía exótica). En su irregular filmografía hay obras discretas, apagadas, meramente correctas, o insulsas y anodinas. Desde la perspectiva del vaso medio vacío podrían calificarse así Bailar con un extraño (1985), Un abril encantado (1991) Escapada al sur (1992), la célebre Cuatro días y un funeral (1994) o Una insólita aventura (1995), pero prefiero considerarlas estimables desde la perspectiva del vaso medio lleno. Calificaría incluso de notables la mordaz Fuera de control (1999), Harry Potter y el cáliz de fuego (2005), que me parece la más lograda de la saga, incluso por encima de la que realizó Alfonso Cuarón, o esta aquí comentada. Aún más, destacaría una de sus obras como excelente, Donnie Brasco (1997). También la filmografía de un cineasta puede ser imprevisible. No sabes cuándo te puedes encontrar con una grata sorpresa en forma de Guernsey fílmico.