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miércoles, 27 de marzo de 2019

La caída del imperio americano

Entre el ombligo y la mirada periférica. Hay ciertos cineastas que tienden a mirarse al ombligo, y los hay que encuentran muchos espectadores interesados en ese ombligo. Particularmente no es mi caso con Almodovar, Von Trier, o el cine de Tarantino este siglo. Hay otros cineastas que tienen la cualidad de confrontar al espectador con su condición de figura en un paisaje, o pieza en un conjunto social. Como si nos hicieran conscientes de la mirada periférica. Somos parte de algo. Ese es el caso del canadiense Denys Arcand. En su obra busca, incluso provoca, que nos contemplemos desde esos ángulos que evidencian que nuestras acciones u omisiones tienen su efecto o consecuencia en un conjunto, y que somos síntomas o reflejos, como piezas de un engranaje, de un sistema social. Ya sea como integrado o divergente, como enajenado o nihilista, los personajes se definen siempre con respecto a un conjunto. No hay parcelación, aislamiento del avatar particular. Nuestras actitudes, nuestras acciones u omisiones, son emanaciones e indicadores de una circunstancia o un conjunto social. Y lo hace con su sorna habitual. Su mirada privilegia la ironía y el apunte mordaz, desterrando la afectación o la gravedad. En La caída del imperio americano (2018) parte de una pieza del engranaje que se siente fuera del mismo, una pieza insatisfecha que no ha encontrado su lugar, ni siente que sea posible en nuestro escenario social. En la primera secuencia, Pierre (Alexandre Landry) expresa cómo siente que este mundo no valora la inteligencia sino la necedad. No hay aprecio por el desarrollo intelectual, ni por el conocimiento. No son la vía de acceso para el éxito. Incluso, piensa que escritores o filósofos reconocidos no destacaban por su inteligencia emocional o su rigor ético. Por eso, él que es licenciado de filosofía está trabajando como repartidor de correos. Es un mensajero que transita, invisible, irrelevante, ese espacio intermedio que es vacío y periferia a un mismo tiempo. Todo esto se lo expresa a su pareja, quien rompe con él dada su visión, tenebrista y derrotista, de para qué hacer nada si no es posible nada a no ser que carezcas de escrúpulos o seas un necio.
De todas maneras, Pierre carece de entusiasmo vital, como si el horizonte de su vida lo sintiera perpetuamente encapotado, pero no mira a su ombligo. De hecho, se dedica a la atención de indigentes en comedores de los servicios sociales. Se siente derrotado por la realidad, o por el escenario dominante en que se ha convertido, cuyo valor primordial, como instrumento y finalidad, es el dinero, pero dentro de sus posibilidades atiende a los que son más desfavorecidos. Dispone de mirada periférica social. Es alguien consciente de que las calles están rebosantes de indigentes, sobre todo pertenecientes a la etnia de los inuit. Una periferia de la mirada que son pocos los que cultivan o atienden, como si no existiera, porque ante todo nos importa la parcela propia. Pero ¿Cómo reaccionaría alguien si se encontrara con el cuantioso botín de un robo? O de modo más específico: ¿Cómo reaccionaría alguien con una actitud que diverge de la que considera predominante?
Pierre se confronta con quien podría representar su opuesto, alguien que se preocupa ante todo de su beneficio, que no mira alrededor, ni se preocupa de la periferia, como es el caso de la escort más cara de Montreal, Aspasia/Camille (Maripier Morin). Aunque quizá haya actitudes que sí sean flexibles, y sí puedan modificarse. Pierre contrata un sueño, porque también se siente torpe en el terreno sentimental, como quien siente que no podría materializar sus sueños a no ser que simplemente los comprara de modo provisional. Pero la fantasía se convierte en duración, y la representación en la singularidad de alguien con el relieve de las huellas que han marcado las decisiones y prioridades de su vida, direcciones marcadas como las necesarias para consolidar la particular fortaleza que saque provecho de las coordenadas básicas de un escenario social, las transacciones o los intercambios (de egoísmos simulados), aunque Camille los practique como profesión, sin doblez alguna. Por eso, la honestidad de alguien como Pierre conecta con la entraña relegada de quien se ha acoplado o adaptado a una dinámica instituida. Y demuestra que es posible reestructurar una actitud, una relación con la realidad. Aunque, por otro lado, Camille le plantea una incisiva interrogante: si no cree que disponer de tantos millones le convertirá, como a tantos, en prisionero o siervo del consumismo. Como le dice, ya verás en cuanto hagas submarinismo en Belice. La borrachera de poseer, disfrutar de todo lujo, o consumir lo que sea cuando se puede es la trampa de arena movediza idónea para seguir perpetuando un estado social en el que dinero es la pantalla y protagonista fundamental. O su circulación, como si nosotros fuéramos meramente los repartidores.
La narración se despliega en dos líneas que se conjugan de modo armónico. Por un lado adopta ciertos ropajes o patrones narrativos de las películas de los atracos. Al fin y al cabo, Pierre es lo que realiza, el atraco a un sistema. Para lograrlo debe sortear tanto a la ley como hacer conveniente uso de los escurridizos y enmarañados recovecos de los engranajes financieros. Esos que propician los fraudes, los lavados de dinero, la dinámica corriente de quienes manejan el sistema tras la pantalla enriqueciéndose con la especulación. La segunda línea depara una mordaz reflexión sobre esta sociedad materialista construida sobre lo intangible, esa circulación de dinero o valores que se puede camuflar en intrincados laberintos que pueden vincular a múltiples entidades financieras distribuidas por diversos continentes. Como un truco de magia, lo que está no parece que está, o cómo aprovechar esos amplios márgenes de maniobra que permite ese maleable escenario financiero. Todo es cuestión de saber dominar los trucos, o de saber desenvolverse en las bambalinas de la red. Todo es cuestión de apariencias. El repartidor aprende a jugar en ese escenario con la asistencia de quienes dominan sus herramientas o trucos para, por una vez, lograr ser quien se beneficie (ya que hasta las instituciones legales sacan su tajada cuando frustran esa infracción). Aunque eso no implica que se preocupe ya sólo de su ombligo. Porque su mirada seguirá preocupándose de la periferia. Por eso, la narración concluye con los rostros de diversos indigentes inuit que miran a cámara, que nos interpelan de modo directo para recordarnos lo que nuestras omisiones y acciones aportan a un sistema, a un estado de cosas. Por si en alguna ocasión miramos más allá de nuestro ombligo.

martes, 26 de marzo de 2019

Dumbo

Entre los cautiverios de la decepción y el vuelo de la ilusión. Hay quien dispone de menos de lo que quisiera, y quien dispone de más de lo que el entorno considera debiera. Hay quien prefería no ser visible, y quien adquiere particular notoriedad, en ambos casos por una anomalía, que en el segundo caso se convierte en peculiaridad por la que destaca, como atracción por su rareza. Holt (Colin Farrell) vuelve de la guerra con un brazo menos, y en su hogar se confronta con otra falta, de la que ya tenía conocimiento, la pérdida de su esposa por una epidemia de gripe, y también con la pérdida, que no esperaba, de los caballos con los que efectuaba su número en el circo donde trabajaba, el de los Hermanos Medici, aunque sólo sea uno, Maximilian (Danny De Vito), quien vendió los caballos, y ahora le ofrece que se encargue de los elefantes. Precisamente, su principal atracción, una elefanta traída del lejano oriente, está preñada, y da luz a una cría, Dumbo, con orejas de anómalas, por desmesuradas, proporciones. A diferencia de Holt, cuya vida parece definida, o condicionada, por lo que le falta, la de Dumbo lo está por lo que le sobra. Una particularidad, o rareza, que en principio suscita rechazo, como una disfunción que no pudiera resultar ser útil. Así se siente, en cierta medida, Holt, por la falta de su brazo. Por eso no quiere que se perciba su presencia, que nadie le reconozca. Disimula esa falta, que siente como carencia, con un brazo ortopédico, y se esconde en bigotes postizos o maquillaje de payaso, aunque le resulte humillante. Pero eso no evita que siga sintiéndose un inútil con respecto a sus dos hijos, Milly (Nico Parker) y Joe (Finley Hobbins), como si no pudiera ser como ellos quisieran que fuera. Se siente incapaz de saber tratarlos como sí, en cambio, sabía su esposa, aunque su principal impedimento sea que no sabe aún tratar consigo mismo. Se esconde en su desanimo, como quien no suelta el freno de mano, porque no sabe afrontar su anomalía. Milly tambíén se siente anomalía, pero en su caso con el orgullo de quien afronta su diferencia, salirse de un patrón, como su realización: no aspira a seguir la dedicación de la tradición familiar, sino ser una científica como Marie Curie. Variantes de la diferencia, anomalía, singularidad, o rareza, constante en el cine de Tim Burton. Todo depende de la actitud, cómo se sienta uno en relación con su entorno, como se afirme con respecto al mismo, cómo se sienta con uno mismo. O cómo conseguir que de tu anomalía, rareza o singularidad broten alas con las que volar.
Dumbo (2019) es la tercera obra, en la filmografía de Burton, que cuenta con la presencia circense, las dos anteriores, dos de sus mejores obras, Batman vuelve (1992) y Big fish (2003), en las que también participaba Danny De Vito. Se inicia con una secuencia que parece el característico montaje secuencial que suele servir de transición: el recorrido del tren del circo por diversos estados estadounidenses, con un collage superpuesto de imágenes de las múltiples representaciones. Se presenta el escenario. Otro tren es en el que trae al padre que vuelve de la guerra. Un padre cuyos hijos ignoran que ha perdido un brazo. El montaje secuencial del recorrido del tren del circo culmina con un plano del humo que brota de la locomotora, sobre el que se superpone el título de la película (Dumbo). Cuando los niños corren hacia su padre en la estación, al disiparse el humo será cuando adviertan que su padre carece de un brazo. Ilusión y decepción. Lo que sientes que sobra, lo que sientes que falta. Dos trenes que, durante la primera mitad, se desplazarán en paralelo sin converger. El padre se muestra elusivo e impotente, sin capacidad de enfrentarse a las circunstancias, sin complacer lo que sus hijos esperan de él, su determinación. Esa decepción amplifica la frustración por la separación de Dumbo de su madre, cuando esta provoca que se caiga la carpa del circo al intentar proteger a su cría. Los hijos perdieron a su madre, y ahora ven cómo otra cría pierde a la suya, o es separada de la misma (sin que su padre parezca capaz de intervenir de modo decidido). La motivación de un reencuentro se convierte en la inspiración para volar, en un sentido físico y metafórico, como transferencia: los niños son los que encuentran la llave de acceso, una pluma, que motive a Dumbo para volar (del mismo modo que Milly dispone de la llave que le cedió su madre como fetiche que le proporciona la confianza o seguridad).
Pero esa no convergencia de trenes, el pulso entre ilusión y decepción, sufrirá una interferencia que, de modo paradójico, se convertirá en conductor que resuelva el cortocircuito emocional, ya que, aunque represente lo opuesto, precisamente, como opuesto, propiciará la determinación necesaria para la afirmación de quienes se sienten inútiles, impotentes o desvalidos. Esa figura irrumpe con un coche. De hecho, lo primero que se escucha es un sonido que Dumbo confunde con el bramido de su madre, pero no es sino el motor de su coche. Quien llega representa la quintaesencia de la actitud que provocó su separación, la actitud que prioriza el negocio, la instrumentalización del otro, el empresario Vandevere (Michael Keaton), propietario del parque de atracciones Dreamland, quien aspira a enriquecerse con el nuevo fenómeno que representa Dumbo.
Dumbo no deja de mirar a la producción animada de 1941, sea situaciones sobre las que realiza variaciones (el número de los payasos, las alucinaciones con elefantes rosas) o puntuales referencias, como homenajes, de personajes de animales que en la versión animada tenían más relevancia (la fugaz presencia de las cigueñas, los ratoncitos de Milly en una jaula), pero crea su propia dirección. Fundamentalmente, la narración fluye, vivazmente, a través de los juegos de reflejos entre las dos familias. La posibilidad de amenaza a una dispondrá de su correspondiente efecto en la esperada modificación de la actitud que con determinación se enfrentará a un desanimo que más bien propiciaba la imposición de otras actitudes que se afirman en la desvinculación: los demás son sólo herramientas o mercancías; la desvinculación del individualismo se fundamenta en la mera satisfacción del propio interés por encima del de otros. El reflejo escénico de esa actitud siniestra es esa isla de pesadilla donde los animales son transfigurados como apariencia monstruosas para servir como atracciones de feria, sombras cautivas, como Holt permanece cautivo de sus sombras. Burton armoniza lo fabuloso (en las espléndidas secuencias de los vuelos) con la vibración emotiva: esos vuelos no son, de nuevo, sólo un logro físico, sino reflejos en correspondencia con la falta y la confianza como propulsor de la liberación del cautiverio de los lastres que impiden la determinación que, a su vez, impida la imposición de la falta de escrúpulos, esa que no sabe de empatias. Como demuestra el padre aunque le falte un brazo: no se necesita ortopedia, como tampoco fetiches, para sentir confianza, impulso de acción. La llave o la pluma es uno mismo. Por añadidura, de nuevo, en certero juego de reflejos, se aboga por la erradicación del cautiverio de animales. Un buen recordatorio de que, como especie, no somos el centro del universo, y que como individuos estamos conectados a los otros. Y esa conexión no se genera con la imposición sino con la confianza en uno mismo, esa que no siente que falte o sobre nada.

domingo, 24 de marzo de 2019

Hunted

Hunted (1952), de Charles Crichton, en cierta medida, puede verse como un antecedente de Un mundo perfecto (1993), de Clint Eastwood. aunque la relación entre un criminal y un niño, en este caso Chris (magnífico Dirk Bogarde) y Robbie (Jon Whiteley), remite a cierta tradición británica, bajo el influjo de la sombra alargada Dickensiana: la relación en Grandes esperanzas de Pip con el convicto fugado que se convertirá en benefactor con el paso de los años. Jon Whiteley protagonizaría al año siguiente Los contrabandistas de Moonfleet de Fritz Lang, en la que la relación de su personaje, John Mohune, con el que encarna Stewart Granger, Jeremy Fox, no varía en su proceso, una distancia o un rechazo inicial, que se tornará, progresivamente, afecto y complicidad, y concluye con el mar como escenario de sacrificio o muerte. Hayley Mills interpretaría también dos producciones británicas adscritas a esa ecuación, La bahía del tigre (1959), de J Lee Thompson, en la que establece complicidad con el autor de un asesinato del que ha sido testigo, y Cuando el viento silba (1961), de Bryan Forbes, en la que su personaje piensa que un convicto fugado es Jesucristo.
De un modo u otro, o en un grado u otro, la serie de obras citadas, narran un trayecto que afianza vínculos entre un niño con una figura en principio siniestra, o de cariz amenazante (o así la considera la sociedad), forjándose, en el proceso de conocimiento, un singular desvío que replantea la relación con el mundo adulto, como si se afirmara a través de la interacción con sus sombras una forma de desautorizar a los adultos y evidenciar sus inconsistencias, sus falacias, sus injusticias, a la vez que se propicia reconocerse en un desamparo, en la fragilidad, en la frustración e insatisfacción: el adulto puede ser protector (o abusivo), pero también puede ser compañero, cómplice, y sentirse también desamparado, o desorientado, o revelarse frágil a través de sus temblores, heridas o decepciones.
Robbie es también un fugitivo. Nos lo presentan a la carrera, huyendo, con un osito de peluche en sus manos. La secuencia inicial es como un choque entre dos cables eléctricos cortados. Su encuentro con Chris tiene lugar entre ruinas, en un sótano (un lugar oculto), cuando le sorprende tras realizar un asesinato . Chris le agarra violentamente, el osito se queda en el suelo. A partir de ese momento Chris el que le porta como si fuera un osito de peluche (espléndido ese movimiento de cámara que les encuadra abandonando las ruinas, para descender y descubrir el cadáver). En los primeros pasajes, la narración se crispa como si fuera generada por dos polos iguales de un imán que se repelen, y no encajaran, e impidiera fluir la electricidad; Chris parece dominado por una agitación que le supera: Robbie parece su presa, su rehén, pero a su vez Robbie se ha agarrado a él como si le fuera en ello la vida. Chris es como una marea zarandeada, que oscila entre rechazar a Robbie, y liberarse de su carga, o agarrarse a la boya que representa como si así se sintiera que no está tan perdido, que hay algo que aún le vincula al que era antes de matar por primera vez. Ambos han quemado puentes con su vida pasada, que ya parecía en ruinas, uno de modo voluntario (al quemar unas cortinas de su casa, o de la familia que le había adoptado), el otro, que era marino, al dejarse llevar por la frustración y la furia, al asesinar al jefe, y amante, de su esposa. Ambos maltratados por la vida, incluso físicamente, como revela la espalda del niño, surcada por heridas causadas por azotes.
Hay un bellísimo momento en el que la relación entre ambos se apuntala: Robbie le pide que le narre un cuento para dormirse, y en el desarrollo del cuento, el relato de Chris va derivando al de su propia vida, la princesa ya es su esposa, de quien descubre, al volver a tierra, que mantenía relaciones con su jefe. Chris se ha convertido en un náufrago de la vida, ya huérfano de ilusiones, y Robbie que también se sentía a sí encuentra en Chris el padre que no tenía. Su rostro se ilumina entre lágrimas y una tenue sonrisa de reconocimiento; por primera vez una sonrisa se esboza en su rostro. El uno y el otro se convierten en la boya en la que sostenerse; el uno sin el otro no es nada.
Crichton, con ayuda del director de fotografía Eric Cross elabora un fascinante diseño visual de plomiza grisura que parece cernirse sobre los personajes; los entornos, casi siempre exteriores naturales, son desacogedores, sean los urbanos o los de la campiña, sean las vías del tren, los pantanos o los riscos, siempre dotados de una pregnante fisicidad. Hay secuencias narradas con vibrante intensidad, como la incursión nocturna de Chris en su piso, y la tensa consiguiente conversación con su esposa, entre el rechazo y el deseo, y la posterior persecución por tejado, pasillos y calles. Nada parece ya protegerles, como nadie puede comprender el vínculo que se ha creado entre ellos (ni siquiera el hermano de Chris les acoge, por el qué dirán). Se convierten en dos seres a la deriva que huyen, pero a la vez se encuentran a través de ese vínculo que se gesta y afianza entre ellos.

jueves, 21 de marzo de 2019

Dolor y gloria

La vida es un apósito que se me escapó. Manchas, líneas, cicatrices. Durante los títulos de crédito de Dolor y gloria (2019), de Pedro Almodovar, se suceden diversas manchas de pintura. Los colores primarios, en especial los rojos, salpican los decorados, los planos, como colores que buscaran un latido. Esas manchas encadenan con unas líneas, como si siguiéramos en otro tipo de lienzo. Es el suelo de una piscina, que encadena con la línea de una cicatriz en un abdomen, el de Salvador (Antonio Banderas), quien aguanta la respiración bajo las aguas. Una cicatriz porque esta es una obra que brota de las entrañas, y evoca heridas que no han sido cerradas. Salvador es un cineasta que ya no dirige porque su cuerpo ya no responde. Ahora la vida le dirige, y parece que para desvanecerse, como respiración que se pierde gradualmente. Los colores en su organismo ya son desvaídos, desparramados en múltiples dolencias. Los colores de la vida ya no parecen responder, porque su cuerpo es ya un lastre, una molestia que entorpece su misma imaginación, por eso busca aturdirse con analgésicos, o incluso heroína. Parece que ya su vida se hubiera detenido en el entumecimiento. No dispone del latido del primer dibujo que hizo de él su primer objeto de deseo. Su cuerpo deserta, y ocupa su lugar la memoria, los recuerdos. Manchas, como esos colores primarios, rojos o verdes, del decorado o de las vestimentas, como celdas o campos de color de un cuadro de Rothko, o más bien prótesis desajustadas de los cuerpos. El primer recuerdo tiene que ver con el agua, con las canciones a la orilla del río que entonaban su madre (Penélope Cruz) y sus amigas mientras limpiaban las sábanas. Entonces el agua fluía, como el impulso de las emociones, incluso de la imaginación. Ahora los recuerdos parecen dominar, como respiración asistida del que se siente ahogar, por eso cualquier detalle, el agua, una música, le retrotraen a su infancia, cuando aún todo era posible, y no dominaban en su vida las manchas. Pero el pasado no se sólo se invoca, como quien se refugia en una ilusión edénica, sino que también reaparece, a veces de modo indirecto, casual, como si la vida se urdiera con mimbres escurridizos, cuya partitura o secuencia ignoraras, para recordar las direcciones truncadas o interrumpidas. La vida es una narración que no controlas, aunque te empecines en que así sea.
La narración de Dolor y gloria, como una fractura, como un amasijo de manchas, de líneas que se entrecruzan sin que su diseño sea previsible, alterna sus evocaciones de la infancia, con las reapariciones en su vida de relaciones dañadas. Alguna relación laboral interrumpida, como con el actor Alberto (Asier Etxeandia), el protagonista de su primera película, al que extirpó de su vida por los desacuerdos de enfoques. Ahora reexamina su interpretación, y reexamina la relación, y reconoce sus errores. La mirada cambia, y cambia la relación, con los otros, con la misma vida. Reaparece también la relación truncada de su primer amor, Federico (Leonard Sbaraglia), que ahora, incluso, parece su réplica física, aunque sin tantas dolencias físicas. Como si brotara el pasado que no fue (o no pudo ser) como un cuerpo intacto, sin cicatrices. Relatos que dejaron de ser y que corresponden a sus primeros pasos en las relaciones sentimentales y profesionales, alrededor de treinta años atrás. ¿Su vida hubiera sido diferente si las decisiones hubieran sido otras?. Tampoco sabes cómo juega el azar. Tu voluntad mancha la posibilidad de un lienzo, de una dirección en la vida, pero también el azar. Aunque puede ser a la inversa, cuando algo cobre forma, y se perfile de un modo que no esperabas ya, como un dibujo reaparece cincuenta años después, cuando tu cuerpo ya sólo es el residuo de heridas y dolores, por las colisiones e intransigencias, los remordimientos y resentimientos, que ahora ya parecen haberse hecho materia, tu mismo cuerpo. Glorias soñadas, imaginadas, interrumpidas, que se mancharon porque las entrañas saltan y emborronan posibilidades. Es lo que tienen las emociones. Se ofuscan y convierten la realidad y las relaciones en salpicaduras de manchas. Su cuerpo parece haber absorbido, somatizado, todas esas ofuscaciones y todos esos desatinos emocionales, en incrustaciones calcáreas en su esófago o problemas de ciática. Como quien nunca dijo lo que debería haber dicho, o se movió por la vida con la rigidez de la mente demasiado inflexible e intolerante.
Dolor y gloria se empapa de la propia vida del cineasta (a través de un juego de reflejos), como si Salvador fuese una especie de trasunto, o variante, del mismo Almodovar, y, de modo bastante autocomplaciente, echara la mirada atrás, aunque más bien resulte un Orfeo con mirada un tanto envarada, como quien paraliza a Euridice, la propia realidad, con su autoindulgencia. La fractura narrativa más bien deviene desajuste. La narración, irregular, deslavazada, fluctúa entre momentos logrados, o que respiran dramáticamente (en buena medida gracias a las prestaciones de ciertos actores), y otros más impostados, o simplemente, inconsistentes, o poco inspirados (las evocaciones de su infancia, la secuencia de la filmoteca, las citas con los médicos, los pasajes con su madre...). El cine de Almodovar siempre ha lindado con lo impostado. Sorprende, a estas alturas de su carrera, también patente en su obra precedente, Julieta (2016), que, en ocasiones, quede evidente, de modo torpe, la carpintería, como si no extrañara que dijeran corten en cualquier momento. No es que se desentrañe, con agudeza, un artificio (o los difusos límites entre representación y realidad), sino que resulta artificioso. Incluso transmite cierto amateurismo en términos más básicos de realización y producción (dicho coloquialmente, canta).
En Dolor y gloria intenta conjugar la reflexión, evidenciando la misma condición de representación, y difuminando límites entre personajes y persona real, entre un yo y un él, con la emoción de la entraña o raíz del melodrama, pero esta se le escurre, o brota, de modo amortiguado, en instantes muy puntuales. Lejos, muy lejos, de la potencia emotiva de las secuencias finales de Mula, de Clint Eastwood, o de modo particular, del cineasta que ha transitado del modo más genuino e inspirado, en las últimas décadas, las corrientes del melodrama, Terence Davies. El cineasta británico combina estructuralmente los tiempos como si la narración fuera una partitura, mientras que Almodovar no logra, ni siquiera, encontrar la cohesión entre las partes. Contrastar la secuencia de la excelsa El largo día acaba (1992), en la que el niño protagonista, encarnación del propio cineasta, mira con admiración y deseo a un albañil, y aquella en Dolor y gloria en la que el niño, trasunto del cineasta, observa desnudo a su primer objeto de deseo, evidencian la distancia que separan el talento, el refinamiento expresivo y la capacidad de generar emoción de uno, con el rudimentario y desaliñado estilo y la falta de sutileza del otro. En el cine de Davies, la inventiva formal armoniza con las entrañas de la emoción expuestas con la desnudez más descarnada. En Dolor y gloria no hay entrañas, sino apósitos.

domingo, 17 de marzo de 2019

La calle de la verguenza

En las oficina de empleo, a una de las cinco prostitutas protagonistas de La calle de la vergüenza (Akasen chitai, 1956), última obra de Kenji Mizoguchi, le dicen que si quiere ganar dinero que vaya al barrio rojo, precisamente donde trabaja en un burdel, El país de los sueños, en una calle cuyos patéticos neones no pueden ocultar la miseria y sordidez que rezuma, la de la pobreza y las carencias, esa que se manifiesta en ( o que supuran) decorados como los arrabales en donde vive Hanae (Michiyo Kogure), con su bebé y su marido desempleado, o los desoladores parajes industriales en los que Yasumi (Aiko Mimasu) es despreciada por su hijo, para quien es una vergüenza el que su madre haya tenido que dedicarse a la prostitución, aunque fuera para poder mantenerle a él y a sus suegros. La nueva prostituta en el burdel, Mickey (Machiko Kyo), la única que no viste al modo tradicional, sino con un vestuario a la moda, rocker ( y maneras chulescas, mascando el chicle, como si fuera una de la pandilla a la que se enfrenta James Dean en Rebelde sin causa, 1954, de Nicholas Ray), pone un dedo en otra llaga: El reverso de la condición mísera a la que se ven subordinadas es que para salir de ese sumidero hay que engañar, porque la otra opción es que te engañen. O te arrumbas en la pobreza, sufriendo el desahucio, mientras piensas que si no te suicidas es porque de ti depende de un bebé, como expresa el enfermo marido de Hane mientras come unos tallarines en un mugriento local, o engañas a otros, de los que te aprovechas, para no ser quien caiga en el sumidero de la precariedad. No queda otra que recurrir a esas artimañas. Como Yumeko (Ayako Wakao), prestando dinero a sus compañeras, para que se lo devuelvan con intereses, o engatusando a un cliente haciéndole creer que se va a casar con él, y logrando que le preste grandes cantidades de dinero, con las que conseguirá montar un negocio. O te engañan, o engañas.
Otane (Kumeko Urabe) anhelaba poder convertirse en esposa, llevar una ‘vida normal’, pero cuando lo consigue, tendrá que retornar al de poco tiempo porque resulta preferible la vida de prostituta a la de esposa, porque como esposa te hacen trabajar como a un burra, como si fueras una sirvienta y, al menos, para lo primero te pagan. La aparente superficialidad de Mickey esconde una fuga que fue rebelión ante la influencia sojuzgante de su padre. Cuando este aparece para pedirle que vuelva no porque le importe lo que haga ella sino porque su hermana se casa, y porque no quiere que hablen mal de él en el pueblo, es una cuestión de apariencias. Esa doblez enerva a Mickey, por lo que le escupe todo su desprecio por cómo trató durante tantos años a su madre, manteniendo relaciones extramaritales aunque la madre le suplicara de rodillas que dejara de hacerlo. Si ella lleva la vida que tiene es porque siguió el ejemplo de él. ¿Cómo encima puede pedirla que complazca su hipocresía a la vez que suelta píldoras como que la mujer es el eje de la familia y todo hombre de negocios necesita disponer de una esposa para poder consolidar su posición?.
A las prostitutas las califican como mercancías, pero no dejan de ser el papel de esposa otra variante de mercancía. Cumple otra función complaciente. Era, aún en los cincuenta, una sociedad en función de hombres. Las mujeres eran periferia o extensión. Si te quedas viuda, o tu marido está desempleado ¿cómo puedes conseguir dinero?. Los hombres representan los míseros valores de una sociedad, de hiriente hipocresía. De hecho, durante la narración se está debatiendo sobre una ley que pretende ilegalizar la prostitución (que se debatía realmente en la sociedad: cinco meses después fue rechazada, como también anticipa la película). Si se declaraba ilegal ¿qué podía ser de estas mujeres?¿De qué vivirían?. En la narración, los hombres son los que detentan el poder, y, sobre todo, los que no saben apoyar. No sólo el hijo de Yumeni, el padre de Mickey o el marido de Otane, sino el marido desempleado de Hanae quien intenta suicidarse porque no soporta tanto la pobreza como la humillación de que su esposa tenga que trabajar en un prostíbulo para ganar algo de dinero.
La extraordinaria, y demoledora, última obra de Kenji Mizoguchi (que ya sabía le quedaban pocos meses de vida por la leucemia diagnosticada), combinación de desaforado melodrama (Mickey expresa que parece un serial radiofónico tras expulsar con cajas destempladas a su padre) y áspero (neo)realismo, es un exquisito ejemplo de condensación y precisión ( como contar cinco películas, cinco historias, en una, en hora y media). El último plano es el de la mirada que no quiere acceder a una realidad que resulta obscena por su horror, la nueva chica, virgen, que empieza a trabajar, y que recula, con la expresión atemorizada, desapareciendo su rostro tras la esquina. Mizoguchi también sabía que iba a desaparecer tras una esquina de la que no se puede volver, y esa mirada que se desvanece no deja de ser la despedida de quien no siente abandonar esa desoladora realidad, o se siente ya demasiado abrumado por una desolación que no puede soportar ya mirar y habitar.

sábado, 16 de marzo de 2019

Orca, la ballena asesina

1. Resulta tan desgarradora la secuencia, en Orca, la ballena asesina (Orca, 1977), de Michael Anderson, en la que la orca macho grita con desesperación y dolor cómo sale la cría nonata del cuerpo de la orca hembra que ha sido alzada, tras ser arponeada, sobre la cubierta del barco que capitanea Nolan (Richard Harris), como aquella, en Mystic river (2003), de Clint Eastwood, en la que Jimmy (Sean Penn) grita a los cielos, agarrado por varios policías, porque le han confirmado que el cadáver encontrado pertenece al de su hija mayor, Kate. Debió impresionarme tanto cuando vi Orca por primera vez, con catorce años, que me había costado revisarla durante cuarenta años pese a la buena impresión que me causó entonces (aunque quizá influyera años después, cuando en la veintena uno se empapa de esnobismo, que quizá no era tan meritoria al estar dirigida por un cineasta como Michael Anderson cuya restante filmografía se define, cuando menos, por la discreción). También quedó impresa en mi memoria la mirada de Richard Harris, en las secuencias finales, cuando teniendo a tiro a la orca, que ha ido eliminando uno a uno a los integrantes de la tripulación del barco, alza su mirada, perplejo y asombrado, como si contemplara una epifanía, o lo inaudito, y (se) pregunta ¿Quién demonios eres?. Y no dispara. No era una conclusión convencional. Ni uno ni otro sobreviven, como si uno y otro fueran reflejo del otro. Porque no podían sobrevivir a la violencia, el daño, que uno y otro habían infligido. Revisada la película, por fin, aún me resulta igual de sobrecogedora esa secuencia concreta, amplificada por una de las más inspiradas bandas sonoras de Ennio Morricone, que parece fusionarse con la voz desesperada de la orca, como emociona esa mirada interrogante, a la vez admirada. Y, sin duda, con sus irregularidades, su montaje, en ocasiones, abrupto, y reconociendo la ausencia de matices en la caracterización de los personajes secundarios, me parece no sólo la mejor obra de Anderson, sino una obra estimable, incluso, por momentos notable, surcada por un genuino sentido trágico. De hecho, como La delgada línea roja (1998), de Terrence Malick, o su inspiración, Qué verde era mi valle! (1941), de John Ford, comienzan con la armonía y la conciliación, las danzas efusivas de las dos orcas. El trayecto de la narración, también, es el de la degradación de esa armonía, por la injerencia de la violencia.
2. Orca, la ballena asesina destaca, además, por su singularidad, ya de entrada en las coordenadas de un cierto tipo de producción frecuente en la década de los setenta, los natural horror films, caracterizados por la agresión o revuelta de los animales (o plantas), en suma, la naturaleza se sublevaba. Por una parte, relacionada con cierta sensibilización por el maltrato medioambiental, en relación a la desmesura de la voracidad del capitalismo corporativo, que implicaba la sobreexplotación de los entornos naturales, lo que determinó cierta concepción apocalíptica, manifiesta en la recurrencia de películas centradas en catástrofes (¿no era inevitable que concluyera con la consolidación del capitalismo salvaje que se propulsó con las medidas políticas de privatizaciones de los gobiernos de Reagan o Thatcher?). Una de sus variantes era la hecatombe ecológica fruto de los desmanes del ser humano con la naturaleza. Por ejemplo, la amenaza en Profecia maldita (1979), de John Frankenheimer, una de las más estimables dentro de este subgénero, proviene de un oso mutante que ha sufrido los efectos de la contaminación de una fábrica de papel (no es el único animal afectado: hay salmones que devoran patos). En El día de los animales (1976), de William Girdler, las diferentes especies, incluida la humana, se tornan virulentamente agresivas debido a los efectos de la radiación solar. Y en otras podrían ser la indiscriminada extracción de petroleo o experimentos gubernamentales.
Por otro lado, este tipo de producciones se incrementaron, exponencialmente, como consecuencia del éxito de Tiburón (1975), de Steven Spielberg (en la que, por otra parte, el escualo no dejaba de ser el reflejo siniestro de la indiferencia de unos intereses económicos que minusvaloran la amenaza porque menguaría sus beneficios). Proliferaron amenazas diversas. En el escenario acuático, Tentáculos (1977), ¡Tintorera! (1977), Barracuda (1978), Piraña (1978), Voracidad (1979) o las diversas secuelas o variaciones de Tiburon que se extendieron hasta la década siguiente. Y en el terrestre, Grizzly (1976), que, directamente, repetía el esquema de Tiburón (el protagonista es un policía también asistido por un experto científico, y también se enfrenta a la reticencia de las fuerzas políticas a cerrar el Parque porque les preocupa más el dinero que puedan aportar los turistas. Por coincidir, hasta es la misma actriz, Susan Blacknie la primera en ser atacada por el tiburón y por el oso), The pack (1977), El enjambre (1978), que adapta una novela de Arthur Herzog, el mismo autor de la novela que inspira Orca, El imperio de las hormigas (1979), Alas en la noche (1979) o La bestia bajo el asfalto (1980). Durante los ochenta se fue reduciendo el número de producciones en esta línea (en parte por redundancia, en parte por no encontrar más variantes de amenaza animal, y en parte porque dominaban ya el escenario económico y social las nuevas bestias, los yuppies). De hecho, el proyecto de Orca, la ballena asesina también surgió directamente como consecuencia de Tiburón. Dino de Laurentis encargó a Luciano Vincenzoni (según parece llamándole a medianoche tras ver Tiburón) para que pensara en alguna criatura acuática que fuera más terrorífica que el tiburón. Vincenzoní buscó la asesoría de su hermano, Adriano, más instruido el terreno de la zoología, quien le sugirió la orca.
3. Pero la aproximación de Orca, la ballena asesina, con guión de Vincenzoni y Sergio Donati, se desmarca, incluso, con respecto al resto de las producciones con sensibilidad ecologista, o respeto por las otras especies y el medio ambiente, por enfocar la identificación emocional en el animal. Es otra especie la que sufre el ultraje, la muerte de sus seres queridos, la hembra y la cría, y decide efectuar la venganza correspondiente. Hay quien podría discutir que podría estar incurriendo en la tendencia de antropomorfizar la aproximación a la (explicación de la) conducta de los animales. ¿Es así?. Edward Abbet escribió en la excelente El solitario del desierto. Una temporada en los cañones (1968): ¿Cómo puedo descender a un antropomorfismo tal? Fácilmente... pero ¿ es, en este caso, totalmente falso? Quizá no. No estoy atribuyendo motivaciones humanas a mis conocidas serpientes y aves. Reconozco que cuando y donde sirven a mis propósitos, lo hacen por razones propias bellamente egoistas. Lo que es exactamente como debería ser. Añado, sin embargo, que es un racionalismo necio y simplón negar cualquier forma de emoción a todos los animales salvo el hombre y su perro. Esto no está más justificado de lo que están los musulmanes que niegan que las mujeres tengan alma. Me parece posible, incluso probable, que muchos animales no domesticados no humanos experimenten emociones desconocidas para nosotros. ¿Qué quieren decir los coyotes cuando cantan a la luna?¿Qué intentan contarnos tan pacientemente los delfines?¿Qué pensaban, exactamente, aquellas dos serpientes toro arrobadas cuando venían deslizándose hacia mis ojos por la piedra arenisca desnuda? Si yo hubiese sido capaz de confiar en vez de ser tan susceptible al miedo podría haber aprendido algo nuevo o alguna verdad tan antigua que todos la hemos olvidado. Si enfocamos en el animal específico, la orca, Morten A Stroksnes escribe en otra obra espléndida, El libro del mar (2015): Puede que alguna de las orcas del grupo con el que acabamos de cruzarnos recuerden esos encuentros incomprensibles con los seres humanos, porque, como las personas, tienen inteligencia y memoria. La orca posee el cerebro más grande de todos los animales marinos, a excepción del cachalote, que cuenta con el cerebro más grande de todos los seres vivos y de los extintos. El cerebro de la orca puede pesar cerca de siete kilos. Enseña a sus crías a cazar, y cada grupo puede transmitir costumbres singulares de generación en generación. Cada clan tiene su propio dialecto, con una entonación y frecuencia diferentes, para que sus miembros puedan reconocerse y separarse de otros grupos que pudieran ser hostiles. Las orcas y los seres humanos tenemos una trayectoria vital parecida. Las hembras, que a menudo son las que conducen el grupo, son fértiles a partir de los quince años más o menos, y hasta que cumplen unos cuarenta tienen como máximo cinco o seis crías. Viven alrededor de unos ochenta años.
4. Podría haber omitido este extracto, y transcrito las los comentarios de la clase magistral que imparte la bióloga Rachel Bedford (Charlotte Rampling). Es un personaje, en principio, que parece la antagonista de Nolan (aunque a la vez se perciba que se siente atraída por él), por cuanto cuestiona sus actos, o su propósito de cazar alguna orca para venderla a algún acuario. Pero la evolución del desarrollo dramático, en este aspecto, adquirirá un sesgo inesperado. Si se plantea, en principio, el sorprendente salto de eje de identificación, o comprensión emocional, del dolor de la orca, y de su propósito (la venganza), se efectuará otro cuando se revele que el mismo Nolan sufrió en su pasado lo mismo que la orca, ya que él perdió a su esposa e hija por la injerencia de otra voluntad, que propició un accidente de coche con consecuencias fatales para sus seres queridos. Por tanto, en un principio, es el humano el que adquiere la condición de especie agresora a otra especie (animal), a la inversa de lo que solía ser la tónica (aunque, en determinadas obras, se señalara que la agresión animal era consecuencia o derivación de la contaminación o injerencia humana), después se establece un desconcertante giro hacia una identificación emocional con el animal (es particularmente hermoso cómo arrastra el cadáver de la hembra hasta la orilla), que no deja de contener, a su vez, un subyacente cuestionamiento (sobre la venganza: como apunta Rachel, uno de los instintos más básicos, y ciegos, del ser humano), y, por último, se establece un paralelismo entre contrincantes. Son contendientes, pero a la vez reflejos. Por lo tanto, el uno es otro. Se equiparan en lo que sienten.
Esa equiparación, o ese reconocimiento (por parte de Nolan), dota a la segunda parte de Orca, la ballena asesina de una singular patina melancólica: Nolan no es alguien que quiera, en principio, enfrentarse a la orca, ya que se siente responsable de su dolor, con el que se siente identificado. Cuando acepta embarcarse, a lo que se mostraba remiso, y dirigirse a alta mar, para combatir con la orca, lo hace, por un lado, porque la orca ha atacado tanto a otros barcos pesqueros, que ha hundido al embestirlos, como a alguno de sus tripulantes, como Annie (Bo Derek), tras derrumbar los pilotes de su casa sobre el agua (es un detalle elocuente que arranque la pierna enyesada de Annie; como si se remarcara una herida no cicatrizada o no enyesada). Y, por otro, porque, como le hace comprender Rachel, esos ataques responden a un desafío, que adquiere un rango de duelo caballeresco: la orca quiere que se dirija a alta mar para enfrentarse en un duelo. Se podría considerar que en la aceptación de Nolan, o en la progresiva comprensión de la motivación de los actos de la orca, está contenido un cierto de sentimiento de autoinmolación. Debe afrontar lo que hizo. No es a la orca a la que combate. No es un trayecto como el de Achab en busca de Moby Dick como autoafirmación (un combate que declare quién es el dominador), sino una asunción de la propia ignominia. Ha infligido a otra criatura lo que alguien le hizo a él cuando quien fuera provocó aquel accidente mortal en el que perdieron la vida su esposa e hija. Por eso, alza la mirada asombrado, cuando tiene la orca en su punto de mira, y pregunta quién demonios eres, como si se mirara a sí mismo, y aceptara lo que la orca busca. No hay catarsis, sino tristeza, como si la desesperación se desvaneciera bajo los hielos, mientras la orca se dirige hacia su propia muerte. A los hielos le conduce a Nolan para el enfrentamiento final, como si la venganza se fundiera con la congelación de las emociones, y de la propia vida. Tras la sustracción de lo que te vinculaba de modo más pleno con la vida, tus seres más queridos, la venganza sólo conduce a la propia desaparición, como si eliminado el causante te eliminaras a ti mismo. El tema principal de la excelente banda sonora de Ennio Morricone.