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miércoles, 10 de marzo de 2021

Los sobornados

                           

El fuego o calor al que alude The big heat, el título original de la soberana Los sobornados (1953), de Fritz Lang, es del fragor de una batalla, el reflejo de una temperatura ambiente caldeada, que se manifiesta a través de cigarrillos que se apagan sobre la piel mientras las sonrisas queman por su regusto en la crueldad, café hirviendo que se arroja sobre los rostros que han alzado la barbilla desafiantes en vez de plegar velas sumisos, coches que explotan para apagar la mecha que puede hacer explotar el subterráneo polvorín de una corrupción que se extiende como un gran hongo, o el disparo en la sien con el que comienza la película, un disparo que se extiende en una narración que no es sino esa mecha encendida que hay quienes intentan impedir su propagación, la primera, la viuda del policía que se ha suicidado, Bertha (Jeannete Nolan), porque, en vez de, mediante la nota de suicidio que ha dejado su marido, hacer pública la denuncia de una creciente corrupción, en la que su propio marido estaba implicado, prefiere enriquecerse con el beneficioso chantaje parasitario. The big heat es la deflagración de una corrupción extendida. La ciudad arde en sus entrañas, porque la corrupción se propaga difuminando las separaciones de un lado u otro de la ley. Resulta ya difícil distinguir tras las apariencias. La mansión de Lagana (Alexander Scourby), el gangster que domina los negocios ilegales parece la de cualquier familia prospera en la que los adolescentes realizan sus correspondientes fiestas.


Lagana es un hombre de negocios, un cacique, que sabe utilizar el camuflaje de las apariencias, y sabe untar adecuadamente a los representantes de la ley, como al mismo Comisionado Higgins (Howard Mendell), para mantener su negocio. Hasta que alguien, un policía, Bannion (Glenn Ford), que aún mantiene sin apagar la llama de la integridad decide seguir el rastro del suicidio con el que comienza la narración, el suicidio de un colega, un rastro que se convierte en mecha que Lagana querrá apagar cuando se convierta en perturbación, con  intrusión incluida en su templo de apariencias, su mansión, ya que Bannion no cede a las presiones de sus superiores para que mire hacia otro lado. Y menos cuando una explosión se lleva la vida de su esposa. Otro fuego arde en la mirada de Bannion, un fuego que anida en las sombras, un dolor que se esculpe, casi mineraliza, en un gesto firme, determinado, ya que el anhelo de justicia se tiñe con los dientes apretados del ansia de venganza. Hay reflejos femeninos en su sendero, sus sombras, el reflejo de su pérdida, de su conversión en espectro. Una mujer coja, como sus emociones han quedado cojas, que le suministra una orientadora pista cuando sus indagaciones no encuentran sino una generalizada oposición que le conduce a callejones sin salida. Ambos hablan cada uno a un lado de una verja. Tras ella, coches de un desguace. La mujer de Bannion murió cuando explotó el coche que se disponía a arrancar. En desguace se han quedado las emociones de Bannion. La verja: distancias, separación, celda, cautiverio.

Otro rostro femenino, como si fuera la transposición de su esposa, de su dolor, irá dominando progresivamente la narración, a medida que avanzan las investigaciones de Bannion, y se van convirtiendo en cerco, aunque ya no disponga de la credencial de representante de la ley porque su discrepancia, su renuencia a abandonar su propósito, colisionó con la imposición de su superior, precisamente, corrupto, el Comisionado Higgins. Debbie (Gloria Grahame) es la novia del principal sicario de Lagana, Vince (Lee Marvin). Su ironía (sobre cómo todos saltan ante el director de pista Lagana, cuando algo se les ordena) que bordea la insolencia (como la de Bannion en su entorno, con sus superiores), se castigará con café hirviendo en su rostro cuando se sale, ya demasiadas veces, de su posición adjudicada, por hablar de más, o hablar cuando no debe o con quien no debe, como visitar por su cuenta a Bannion. Uno y otra son penalizados. Hay que callar, no protestar, no decir lo inconveniente, hay que amordazarse, callar la boca, permanecer en tu sitio, no molestar, dejar que las cosas sigan como están. 

Una cicatriz surca un lado del rostro de Debbie, desfigurado. Como en las entrañas de Bannion. Reflejos: ella sentada, con la venda cubriendo el lado abrasado de su rostro, él de pies, de espaldas, mirando por la ventana como quien mita a través dela persiana como si fueran los barrotes de una celda. Pero ella sabe cuál es la diferencia entre Bannion y Lagana o Stone. Por eso le dice que si materializara su deseo de venganza haciendo uso de la violencia ya nada le diferenciaría de Lagana o Stone. Por eso, es ella, quien ejecuta a Bertha, la viuda del policía que se había suicidado. Reflejos: ambas visten el mismo abrigo de visón. Debbie mata a su propio reflejo, a la mujer parásito, como tantos otros parásitos alrededor de la luz de Lagana, parásitos que sólo esperan disfrutar de su particular trozo de cielo, y destierran cualquier anhelo de justicia. Debbie se venga de Vince, quien la convirtió en un despojo, un despojo que comparte sus heridas con otro despojo, Bannion, entre las sombras de su habitación de hotel (Bannion es una sombra errante,  sin hogar). Bannion se contiene en su furia, cuando encañona con su pistola a cualquiera de los implicados en la muerte de su esposa. Debbie no: lanza el café hirviendo sobre el rostro de Vince. Debbie es el reflejo de su dolor y furia, la cicatriz que aún no se ha cerrado. Debbie muere, mientras él le habla de cómo amaba a su esposa. El rostro de Debbie se inclina hacia el lado que no hace visible la cicatriz. La sombra se desvanece en el rostro de Bannion, la luz vuelve a asomar en su mirada. Su herida comienza a cicatrizar.

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