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domingo, 30 de septiembre de 2018

Searching

La realidad como pantalla. Searching, buscando. En la red buscas, exploras, y encuentras lo que quieras, sea real o inventado, información o escenarios recreativos. Pero ¿te esfuerzas en buscar, explorar, y descubrir cómo es o cómo siente alguien que comparte tu vida o has acomodado esa relación a un escenario conveniente para ti? En la red hay múltiples maneras de establecer contactos, porque las fronteras se diluyen, pero ¿realmente sabes conectar con quien tienes a tu lado, o estableces e interpones, de modo intencional o de modo inconsciente, fronteras con difusos sistemas de aduanas?. En los primeros pasajes de Searching (2018), de Aneesh Shaganty, se condensa, como en Up (2009), de Pete Docter y Bob Paterson, un extenso periodo de tiempo en la vida de unos personajes, los 15 años de una familia, desde el nacimiento de la hija, Margot (Michelle La), hasta la muerte de la madre. Qué recurso se utiliza para efectuar esa síntesis ya define el planteamiento estético, narrativo, como el reflexivo, de la película: La pantalla de un ordenador, en el que se acumulan las grabaciones, episodios, de los acontecimientos de una vida (¿vivimos ya para el relato de nuestra propia vida, como huellas que conjuran nuestra condición efímera con esa propagación o acumulación de imágenes de instantes como si nuestra vida fuera un constante acontecimiento?). La desaparición de la hija determina que el padre, David (John Cho), investigue a través del portátil de su hija cuál es su historia, por tanto, cómo es su vida, qué webs (escenarios) transita, con quién y cómo se relaciona, en suma quién es aquella que compartía su espacio y vive junto a él y que realmente desconoce, porque quizá no se haya esforzado en indagar, en explorar, cómo es, recluido en una frontera conveniente, sobre todo desde la muerte de su esposa, esa frontera que propicia el entumecimiento en unas rutinas en la que el otro no es más que una figura funcional en un engranaje definido por la cómoda inercia.
La búsqueda en la red del hilo que defina, como una línea de puntos, cómo se siente su hija, se revela como un amplio fuera de campo en el que se confronta con cuánto desconoce sobre ella. Se suceden las múltiples interrogantes que sugieren posibles escenarios, en este caso no recreativos, sino inquietantes para un padre que especula con las posibilidades de que su hija esté vinculada con actividades siniestras, fraudulentas. En especial, desde el momento que el tiempo pasa, y se tema por la vida de su hija. Ficciones, de todas maneras, que no dejan de ser fugas de sus temores, los cuales evidencian la no confrontación con aspectos más elementales, esos relacionados con nuestra negligencia en saber conectar con los que nos rodean, y saber cuáles son sus miedos, expectativas, dolores. Qué sienten que les falta en su vida, eso que no se suele compartir, porque se prefiere mantener la pantalla protectora en la relación con los otros, con la realidad. En una de las conversaciones iniciales de chat el padre escribe que su madre también estaría orgullosa de ella, pero omite ese comentario, porque la omisión hace sentir que no ha ocurrido, si no se menciona, no existe, ni se confronta La negación nos convierte en personajes virtuales en lo que llamamos realidad, que tornamos más bien en escenario, simulación que prefiere dejar de lado, en cierta papelera imaginaria, las incómodas emociones que duelen, que se prefieren no compartir para no sentir que estamos heridos sino que somos figuras completas que prosiguen con su vida de engranajes funcionales sin incidencia alguna.
En Searching, realmente, importa menos la intriga. ¿Qué habrá ocurrido a la hija? ¿Estará viva o muerta? La resolución apunta a esa condición catártica de la red en la que nos inventamos para contrarrestar nuestras carencias y faltas emocionales en nuestra vida cotidiana, y cómo confrontar, aunar, esos dos escenarios puede derivar en un conflicto que no sepamos asimilar, porque la ficción, la invención, se ha desbordado de tal manera, desnaturalizando la relación, que imposibilita o dificulta la conexión real, porque hemos construido una relación virtual sobre escenarios ficticios, en vez de habernos mostrado tal cómo nos sentimos, tal como somos. En un escenario u otro, en el llamado virtual, o en el llamado real, por defecto (omisión) o por exceso (hiperficcionalización) desnaturalizamos las relaciones, y perdemos contacto, como seres a la deriva que no comparten cómo sienten ni saben cómo sienten quiénes están junto a él.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

El reverendo

La resistencia frente a la degradación. ¿Cómo nos podemos enfrentar a la degradación? En la obra de Schrader, sea en sus guiones para obras de Martin Scorsese, como Taxi driver (1976) o Al límite (1999), o en propias, como en Hardcore. Mundo oculto (1979), Mishima (1996), Posibilidad de escape (1991), Aflicción (1997), o la última, una de sus mejores obras, El reverendo (First reformed, 2017), sus personajes protagonistas, en diverso grado de enajenación o lucidez, recurren, o se exponen, a la acción o situación extrema, o consideran su posibilidad, que implica violencia, como un gesto tanto reparador (corrector, purgativo o curativo), aunque sea en pequeña escala, de una degradación (que se amplía, por sus resonancias, a un contexto), como redentor, con respecto a ellos mismos, cuando el gesto implica una lucidez recobrada tras un periodo de desorientación o entumecimiento vital, como era el caso de LeTour (Willem Dafoe) en Posibilidad de escape, Frank Pierce (Nicolas Cage) en Al límite, y ahora Ernst Toller (Ethan Hawke), en El reverendo, un hombre que fue militar, siguiendo una tradición familiar, y que convenció a su hijo para que se alistara, aunque no creyera en la guerra de Irak. No superó su muerte, que también determinó la ruptura de su matrimonío, y buscó su refugio, como reverendo en la iglesia de la Primera Reforma (a la que alude el título original, First reformed). Como si así reformara su vida, o esa fuera la ilusión en la que refugiarse, aunque más bien habite un vacío suspendido, como casi vacía está la iglesia por los escasos fieles que asisten, o carente de muebles las estancias interiores, como un interior despojado (que se desprendiera hasta de las huellas de los recuerdos). La degradación a la que se enfrentará será esa que sume en la impotencia a quienes desesperan por no poder transformar una realidad injusta, una realidad degradada por el cinismo de quienes se benefician de la explotación que no se preocupa del maltrato del entorno o la desgracia de otros, y que se recubren con la indulgencia de la hipocresía con su apoyo benéfico a la iglesia, como si así borraran la mancha de su mezquindad.
El protagonista toma su nombre de Ernst Toller, un político y poeta, con espíritu revolucionario, que, durante la I guerra mundial creó la Liga cultural y política de juventud alemana, de carácter antibelicista, que fue calificada por la extrema derecha de antipatriota. Fue ingresado, durante un breve periodo de tiempo, en un hospital psiquiátrico por su madre, quien no comprendía cómo alguien de su clase, burguesa, podía apoyar las huelgas obreras. E intentó aplicar políticas libertarias durante los cinco días durante los cuáles presidió el parlamento bávaro. En El reverendo, Toller se enfrentará a las reglas, a la autoridad, a quienes representan a un país cuyos gobernantes sólo parecen haberse preocupado de apoyar a los empresarios que han degradado el entorno con su búsqueda del beneficio. ¿Cómo lo hemos permitido?, pregunta en cierto momento. ¿Qué se puede hacer?¿Cuál puede ser la acción necesaria cuando sabes que los representantes del poder político y financiero de la zona acudirán a la iglesia por una conmemoración? ¿Bajar la cabeza, cumplir tu papel asignado, mirar hacia otro lado, morderte la lengua, o realizar la acción expeditiva como gesto declarativo que refleja la impotencia y un talante combativo que no desea plegarse a la degradación del abuso y el cinismo de la conveniencia?
En El reverendo se pueden percibir ecos de otras dos obras magistrales, con sacerdote como protagonista, Diario de un cura rural (1950), de Robert Bresson y Los comulgantes (1963), de Ingmar Bergman. Toller, de hecho, escribe un diario. Sus reflexiones puntúan la narración, incluso aquello que tacha (¿Cuánto tachamos en nuestras vidas?). Como el protagonista de la obra de Bresson, padece una enfermedad. En correspondencia con un entorno, un exterior degradado, por actitudes degradantes, su cuerpo sufre un deterioro progresivo por el cáncer que padece. El cura de Bresson buscaba la gracia, pero no la podía encontrar en ese ambiente de mezquindades y emociones retorcidas o frustradas. Con un ateo, el doctor, es con quien mejor conectaba, porque como le dice el doctor, ambos siempre están enfrentándose con el afuera, el entorno, la realidad, algo que va más allá de un sentimiento de búsqueda de justicia. Toller, en un párrafo de su diario, escribe: Si solamente pudiera rezar. Esa intemperie y desorientación la reconduce al enfrentamiento con una sensibilidad predominante, impositiva y degradante. Uno encuentra en la muerte la liberación, pero el otro la encontrará en el logro de la conexión excepcional que está relacionada con nuestra condición de presencia (no es casual que destaque, como accesorio de decoración, un lámpara en forma de ojo en el salón de Mary).
El reverendo se inicia con una misa, como en Los comulgantes, con escasos asistentes. Un vacío que se correspondía con el propio de un oficiante que no creía en lo que predicaba. En la obra de Bergman, el feligrés encarnado por Max Von Sydow requería sus servicios como guía espiritual cuando comparte con él su desolación por un mundo que parece abocado de modo irremisible a la autodestrucción, como ejemplificaba la constante amenaza nuclear. Siente sólo desamparo, incertidumbre, pero el sacerdote sólo es capaz de escupir su propio escepticismo, su propia insatisfacción vital. En El reverendo, una feligrés, Mary (Amanda Seyfried) le pide que asista a su marido, Michael (Philipp Ettinger), un activista en organizaciones medioambientales, quien comparte con él su impotencia, su desesperación, porque no ve posibilidad de que cambien las actitudes sino más bien de que se acreciente esa indiferencia por la degradación del entorno, como ejemplifican las muertes de quienes fueron asesinados en su lucha ecologista. ¿Dios nos perdonará?, le pregunta. En cambio, Balq (Michael Gaston), el cínico empresario, le espeta a Toller si él sabe lo que piensa Dios, cuál es su plan. Ni con uno ni con otro sabe cómo reaccionar, cómo suministrar ánimo al primero (como si intentar convencerle de que no piense en impedir el nacimiento de la hija que espera su mujer, pese al futuro desalentador que ve, más bien fuera un modo de compensar la culpa por la pérdida de su hijo), y cómo demoler el cinismo autojustificativo del segundo. También coincide con Los comulgantes en una relación sentimental degradada, en la que Toller evidencia su infección íntima, ya que se siente incapacitado para amar. Desprecia a Esther (Victoria Hill) porque su insistencia en que reanuden su relación le hace sentir de modo más acusado su insuficiencia. Ambos sacerdotes se enfrentan de modo distinto a su función, uno se enquista en su amargura, y prolonga la impostura de una ritualización en la que no cree, y el otro asume que debe, y necesita, reconfigurarla, aunque sea reventándola. La transformación, sea por el modo destructivo o armónico, resulta necesaria.
Schrader sintoniza con las obras de Bresson y Schrader, pero crea su propia dirección, otra dirección, que no concluye en la muerte o en el vacío. El estilo es austero, preciso, elíptico. Recurre al formato cuadrado, como un espacio comprimido. Los espacios, los objetos, son también personajes. La luminosidad del espacio público de la iglesia, que también es museo, apariencia cautiva de su condición ilusoria de vitrina. Las penumbras y despojamiento de las dependencias interiores. La herrumbre y sordidez del entorno degradado, contaminado, junto al río, las ruinas de esta sociedad erigida sobre un paisaje de coches y neumáticos, emblema de nuestra sociedad definida por la comodidad y la indiferencia, que justifica guerras pero desprecia medidas medioambientales necesarias. En su último tramo, de soberana belleza, la narración conecta con Tarkvoski (cuya película predilecta era la citada de Bresson). Los alambres de la desesperación y la impotencia se contrarrestan con la levitación de una conexión singular.

domingo, 23 de septiembre de 2018

El inquilino

Jauja: Dícese de un lugar paradisiaco o de una situación ideal. En ‘El inquilino’ (1957), de Francisco Nieves Conde, hay un bloque de pisos en venta a cargo de una agencia de nombre Mundis-Jauja. El comercial, interpretado por José Luís Lopez Vazquez, dado cómo se resiste la cerradura a la llave carga repetidamente contra la puerta hasta que acaba rompiéndola. El piso literalmente se cae a pedazos, como una sucesión de trampas mortales. Como la vida, o la circunstancia vital, de Evaristo (Fernando Fernán Gómez), que lejos está de ser jauja. El piso donde vivía con su esposa, Marta (Rosa Maria Salgado), y cuatro hijos está siendo demolido, y gracias a la generosidad de los trabajadores (que no de la empresa) le han concedido unos días de prorroga para que encuentre otro piso sin tener aún que abandonar el edificio (cambiando incluso de planta, a medida que van demoliendo desde arriba el edificio). Evaristo es practicante, y pone inyecciones a domicilio, pero son las circunstancias precarias las que le clavan la aguja de modo cada vez más intenso e inmisericorde; e irónicamente, si se estimulaba a tener familias numerosas, el hecho de tener cuatro hijos se convierte en impedimento añadido que reduce las opciones, además de la escasez monetaria. Situación que se puede apreciar que no es excepcional: la literal batalla campal en la que interviene con otros ocho hombres, como su esposa por su lado con las respectivas esposas, para conseguir un piso que ha quedado libre por fallecimiento del inquilino.
Si en la posterior, y también excelente, ‘El pisito’ (1959), de Marco Ferreri, se llegaba a recurrir al matrimonio con una adinerada anciana para poder disponer de un piso, esa opción resulta imposible para Evaristo. Busca desesperado cualquier opción, pero no hay manera. Se ríen de él en la calle unos vecinos cuando expresa su pretensión de encontrar un piso barato. Se ríe de él uno de sus pacientes, director de un banco, cuando le pide un préstamo de ocho mil duros porque no tiene propiedad alguna que sirva de aval; con respecto a lo cual señala perplejo Evaristo lo que le parece un absurdo (que sigue provocando la misma sonrisa de suficiencia hoy en día en los banqueros): Te prestan dinero si tienes dinero, si lo tuviera no estaría pidiéndolo. Y se ríe de él un ‘casero’ con el que se emborracha (insinuándose que la realidad está definida por la drástica separación entre privilegiados y ‘pobres’; entre caseros e inquilinos). No se ríen explícitamente, pero como si lo hicieran, cuando acude al ministerio de Vivienda y le señalan las decenas de formularios que tiene que rellenar, pero no para conseguir el piso sino para hacerle la ficha, y esperar así su turno.
Al gobierno no le hizo mucha gracia que dejara en evidencia que España no era Jauja, y que mostrara todos los desatinos alrededor de la consecución de un piso, que poco tiene que ver con la imagen que venden con frases que aparecen en la película, como: “El problema de la vivienda es el más acuciante de nuestro tiempo”, “Una vivienda propia es la base de la familia”, “La especulación sobre la vivienda es un acto criminal” o “Solo con vivienda propia podrá el hombre cumplir su destino social”, que fueron ‘cortadas’ del montaje (porque su sorna era sangrante), como se obligó a colocar un texto introductorio más bien exculpatorio, como si la situación patética y desoladora no fuera responsabilidad ( o no la única) de las instituciones. También se modificó el final, en el que en el último segundo se encontraba ese piso ansiado. En el montaje original, prohibido entonces, que ahora puede disfrutarse gracias a la restauración (o edición realizada por el programa ‘Imágenes prohíbidas’, de TVE, a partir de un negativo), se puede disfrutar de la ‘demolición’ de las lacerantes ironías censuradas y de un final que deja a los personajes, como a los habitantes del país, en una intemperie literal que nada tiene que ver con Jauja ( y que no parece haber variado mucho en 61 años).

sábado, 22 de septiembre de 2018

El capitán

Somos la posición que detentamos. ¿Somos la posición que detentamos?¿La posición que detentamos nos revela como somos?¿Quién no ha sido testigo en su entorno laboral de cómo alguien que ocupaba una posición subordinada, al disponer de una posición de poder, aunque sea de mando intermedio, no se había tornado en alguien que reproducía los resortes de conducta impositivos y hasta abusivos, como una carcasa vacía que adopta los postulados de la empresa o que simplemente disfruta con el ejercicio de ese poder? En uno de los más destacados episodios de Doctor en Alaska, Ed, el joven medio nativo, con aspiraciones de director de cine, que ejercía labores de subordinado, en la tienda o para el empresario multimillonario Maurice, durante unos días se encarga de cuidar el ostentoso hogar de éste, pero con el paso de los días adopta los modos imperativos de éste, como si fuera su émulo, como si el escenario y la posición le mutaran, como materia moldeable, o, así sugiere esta fábula, esa sea nuestra condición, larvada, potencial. Podemos ser lo opuesto, lo que consideramos inconcebible, si la circunstancia lo propicia, o esa circunstancia nos pone a prueba cómo somos. Huyes de la bestia, o sufres su abuso, pero en un instante, según cambie el escenario, tú puedes ser esa bestia que persigue y abusa de otros. En las primeras secuencias de El capitán (Der Hauptmann), de Robert Schwentke, en los estertores de la segunda guerra mundial, ya a dos semanas de su conclusión, un hombre, Herold (Max Hubacher), un cabo del ejercito alemán, corre por unos prados y bosques, porque es perseguido por un vehículo desde el que le disparan un oficial y otros soldados también alemanes. En la huida, a través de un paisaje de escombros humanos en forma de desertores, se encontrará con un coche abandonado en el que descubre el uniforme de un capitán. Una sucesión de encuentros con otros soldados le afianza en ese papel. ¿Recursos de supervivencia o proceso de enajenación? Incrementa el número de soldados que le acompañan (y sirven), y supera distintas situaciones en las que parece resultar convincente como capitán, sea con lugareños o con otros soldados, e incluso oficiales, alemanes.
Hay un instante en que parece que se cruza el umbral que separa el recurso de supervivencia del proceso de enajenación en el que un papel, una posición, va determinando los actos como una piel interna que se apodera de actos y reacciones. El instante en el que la circunstancia le exige que tenga que matar a un desertor, porque de ese modo demostrará quién es ( o quién es para los demás, que se tornará en un quién es a secas). En ese momento, ya veinticinco minutos de la narración, el título de la película, El capitán, se superpone sobre la imagen del uniforme. Él ya es ese uniforme. Es el emblema de lo que le posee, o revela en él: a partir de ese momento será capaz de las más abyectas aberraciones: Ordenar, sin escrúpulo alguno, la muerte de más de cien hombres en un campo de prisioneros.
En cierto momento, ya avanzada la narración, se intercalan planos del presente, en color. Planos de los prados sobre los que se construyó ese campo de prisioneros. Sólo queda un poste. No hay huellas de la abyección, como la memoria histórica se diluye, como si nada hubiera ocurrido, y así una y otra vez se reproducen las mismas abyecciones. El capitán se inspira en un personaje real, el cabo Willi Herold, de veinte años, quien efectivamente encontró ese uniforme de capitán y se convirtió en capitán para los demás, y poco a poco, para sí mismo. En el campo de prisioneros de Aschendorfermoor ordenó la muerte de más cien hombres. En algunos casos aplicaba el mismo método cruel de tortura antes de la ejecución que había sufrido él: decirles que corran antes de ser disparados (en un caso, incluso los cuatro hombres encadenados, con lo cual el último en caer arrastra los cuerpos de los otros tres). La degradación última, o estado terminal de la enajenación, se cumplimentó, tras que ese campo de prisioneros fuera bombardeado, en un pueblo, en el que ondeaba la bandera blanca de rendición: mataron al alcalde y lo convirtieron en un feudo en el que disfrutaban de ordalías como si vivieran en una fantasía aparte de la realidad circundante: el feudo de la fantasía en la que dominio y placer se disfrutaban sin trabas.
El estilo narrativo, como el blanco y negro, es seco y conciso, como el gesto contenido, impasible, que perfila, con los rígidos contornos de la máscara de capitán, el semblante de Herold, como quien se convence de que la realidad es de ese modo: los hombres que ordena torturar o matar iban a morir de todos modos así que por qué él no va a ser el instrumento, e incluso, por qué va a afectarse por la brutalidad que ejercen sobre ellos. Su máscara le protege. Cuando Herold se pone por primera vez el uniforme, solo, rodeado del paisaje nevado, juega a interpretar los papeles del subordinado y el hombre que ejerce el mando. El juego, la representación, se tornará daño, crueldad y carne vulnerada. La separación entre representación y acto se irá difuminando a medida que se sienta inmune, impune y sienta el poder del que dispone, cómo puede disponer de las vidas ajenas, cómo estás dependen de sus decisiones. No importa el reguero de cadáveres que alfombran ese escenario de realidad en el que se desplaza, en el que la máscara ya es su carne, o la máscara ha evidenciado el potencial de crueldad y maleabilidad larvado en nuestro interior. En las secuencias de los créditos finales los tiempos confluyen: ese grupo de desbocados militares aterrorizan a los transeúntes de nuestro tiempo. Nos engañamos de modo conveniente con que aquello fue una excepción, que nada tiene que ver con nosotros, pero sólo hace falta mirar en cada entorno laboral.

viernes, 21 de septiembre de 2018

The rider

Lo que no podemos ser. Eres un jinete, pero ya no puedes cabalgar, y por dos veces pierdes el caballo, como si la vida, esté regida por un destino o por la mera aleatoriedad, remarcara, una y otra vez, una imposibilidad. ¿Qué eres entonces si tu vida parecía dirigida, diseñada, para ser un jinete? En la vida sabes que puedes perder, pero no que puedas perder tanto, dice en cierto momento Brady Blackburn (Blady Jandreau), el protagonista de The rider (2017), de Chloe Zhao. La cineasta conoció a Brady cuando este fue su instructor de monta de caballo durante el rodaje de su primera película, Songs my brother taught me (2015). Un año después se entero de que Brady había sufrido una grave herida en la cabeza, en un lance de una competición de rodeo, en la que se le consideraba una estrella en ciernes, cuando fue derribado por un caballo bronco. Fue tan grave la herida que resultó necesario que le injertaran una placa de metal en la cabeza. Los médicos le advirtieron que montar de nuevo un caballo podría determinar su muerte. Esa circunstancia inspiró a la cineasta su segunda película. Como Clint Eastwood en 15:17 tren a París (2018), no recurrió a actores. Aunque se varíe el apellido del personaje, Brady se interpreta a sí mismo, o a alguien que sufre la misma circunstancia que trastocó si vida, y quienes encarnan a su padre y a su hermana, lo son en realidad. Los otros interpretes son habitantes de esa zona de Dakota del Sur, la mayor parte pertenecientes a la tribu sioux Lakota. También se interpreta a sí mismo Lane Scott, el mejor amigo de Brady, que sufrió un accidente aún más grave, cuando fue derribado por un toro, ya que quedó paralizado de por vida, e incapacitado para hablar, sólo pudiendo comunicarse mediante signos. Las visitas al hospital son el recordatorio de su derrota. Por eso se resiste a verse abocado a lo que no puede ser. La narración es el lacerante retrato de ese forcejeo abocado a la imposibilidad, como el caballo que se resiste a ser domado, hasta que cede, y acepta el control del jinete. Brady aceptará el dominio de esa circunstancia que le imposibilita a ser lo que deseaba ser.
The rider transpira autenticidad, como si captara el pálpito de fragmentos de vida, sin necesidad de enfatizar un tratamiento formal documental, en lo que incurre la recientemente estrenada Las distancias (2018), de Elena Trapé, que acaba atragantándose en lo impostado. The rider más bien surca la frontera de la abstracción, como un elaborado poema austero. Es una película áspera, incómoda, desoladora, como otro reciente estreno, Un océano entre nosotros (2017), de James Marsh. Una circunstancia, un icono, de la superación o integración armónica con la naturaleza. El hombre enfrentándose a los elementos, el mar, un desafío que supone una prueba de superación, como otras notables obras recientes han mostrado, sea Cuando todo está perdido (2013), de JC Chandor o A la deriva (2018), de Baltasar Kormakur. Pero en Un océano entre nosotros se relata un fracaso, la impotencia, y la consiguiente enajenación por la no aceptación o asimilación de una frustración, de una decepción. El protagonista se planteó esa fantasía de la navegación en una carrera alrededor del mundo, como contraste con su vida ordinaria, pero enfrentado al reto se confrontó con su propia impericia y escasa preparación, incluida la de la propia embarcación. Su frustración se torna sórdido naufragio en su interior, el derrumbe de su autoestima: ¿Cómo puede retornar cuando, incluso, por los imprecisos y falaces datos que han recibido piensan en su país de origen, Gran Bretaña, que ha navegado miles de millas más de las realmente recorridas?
Brady, en The rider, lucha contra una circunstancia que le conmina a bajar la testuz y asumir la derrota. Y, en cierta medida, como asimilará a lo largo del relato, esa derrota fue propiciada por su suficiencia (ese lastre de alforjas que acarrea la inconsciencia de la juventud que se siente inmune). No supo discernir que aquel desafío podía superarle por la propia naturaleza del bronco. Su mismo padre se lo advirtió. Se sintió capaz, se sintió invulnerable. Piensas que puedes perder, pero no que puedas perder tanto. Sientes que cabalgas sobre la vida como si nada pudiera interponerse ni impedir que domines lo que quieras dominar. Pero no es así. En cierto momento, la vida, sea a través de un caballo, un toro, o lo que sea, te derriba y frustra e imposibilita lo que querías ser. Incluso, como en el caso de su amigo, Lane puede abocarte al otro extremo del espectro: una masa impedida sin capacidad de movimiento, completamente dependiente e impotente. Brady se resiste. Ve como su padre tiene que vender su caballo porque necesitan el dinero para mantener el rancho. Compra otro caballo, lo educa y doma, y lo monta, aunque no debería hacerlo, porque aún cree que puede trazar la narrativa de su vida, aunque su mano, en ciertos momentos, se quede rígida, como un puño cerrado que parece no querer abrirse de nuevo. Como si fuera otra advertencia de ese destino o esa aleatoriedad que le señala que no puede dominar las riendas de su vida. Brady forcejea y se rebela contra lo imposible. Una alambrada, una herida abierta en la pata de su caballo, son el remate que le aboca a la vida que no quería que fuera, a lo que no puede ser. Brady se deja domar por la evidencia, y asume que la narrativa de su vida será inevitablemente otra. The rider es una hermosa parábola, afilada como esa alambrada que nos abre en canal, sobre nuestra vulnerabilidad permanente. La vida nos puede derribar cuando menos lo esperemos aunque nos esforcemos con todo nuestro empeño en que no sea así.

jueves, 20 de septiembre de 2018

La aparición

Entre las ruinas de la pérdida
. Todo desaparece. En cualquier momento podemos desaparecer. Y no es ningún truco. Ya no estamos aquí, morimos. En los trucos de magia, algo está, luego no está, desaparece, pero de nuevo está. Aparece como por arte de magia, se dice. La fe se mueve por parecida pauta, pero con la necesidad como motor. Las apariciones marianas no dejan de ser escenificaciones, aunque se conjugue con la proyección. Se necesita creer. No se piensa que sea un truco. La fe siente que es verdad. O necesita pensar que es verdad. Esa certeza, que no se cree que sea ilusión, en cuanto ficción, pero sí se siente ilusión en cuanto esperanza (nutriente de ánimo), reconforta, inspira contornos, certidumbre, en el aquí (como si certificara que hay coordenadas en lo que puede sentirse como aleatoriedad que amenaza con el naufragio), y en ese después que es oscuridad, incógnita, tras nuestra desaparición irremisible, irreparable con truco alguno, nuestra muerte. En las magníficas secuencia iniciales de La aparición (L'apparition, 2018), de Xavier Giannoli, se condensa la intemperie del sentimiento de pérdida, la catástrofe emocional por la desaparición de un ser querido.
Nexos quebrados: una cámara de fotos ensangrentada, un féretro en un avión, la fotografía de dos amigos, reporteros, en la que uno de ellos, Jacques (Vincent Lindon) mira con afecto al otro, el rostro magullado por la pesadumbre del que aún está vivo, Jacques, quien necesita aplicarse gotas en el oído para contener el dolor, efectos secundarios de una explosión, como si la realidad le gritara la estridencia de un horror que no puede cauterizarse con ninguna explicación o ningún sentido. Además, le corroe la culpa por el mero hecho de, por una vez, no acompañarle en el seguimiento de una noticia. Como si permanecer vivo sufriendo esa pérdida, esa ausencia, fuera un dolor que superara a la muerte. O más bien porque si le hubiera acompañado si estarían juntos, aunque fuera en el ya no están. Una secuencia inicial, prodigio de condensación, que ya sedimenta el talante, la atmósfera emocional, de la obra. El encargo que recibe Jacques, por parte de un obispo del Vaticano, de realizar una investigación periodística acerca una supuesta aparición mariana en Francia, se constituye en reflejo de un forcejeo interior: la búsqueda de un sentido a la desolación que siente, esa deriva en la que se ha tornado su vida, ahogada en penumbras y soledad desorientada, mutilada. Esa desesperación terminal del luto que clama por la aparición de lo que desapareció porque aún no logra encajar la pérdida.
Por eso siente una extraña conexión con Anna (Galatea Bellugi), la chica que ha dicho (¿revelado?) que fue testigo de dos apariciones marianas. Y, aún más, ella también parece sentirla con él. ¿Por qué? La narración combina la estructura narrativa de la investigación periodística, con la navegación en las sombras que rasgan las entrañas de Jacques, y se palpan en su mirada. Un relato en distancia, como si se desplazara en la superficie, pero en la que se sintiera, como una quemadura, las sombras que arden entre esa espesura de luz pesada, nublada, que preside el trayecto narrativo. Dos trayectos, la mirada desde la distancia, y la ofuscación emocional, que se entrelazan cuando ambos relatos parecen confluir con una evidencia. Un icono desgarrado, con los ojos oscurecidos, que su amigo fotografió. ¿Una coincidencia? A veces, los hilos se enredan sin sentido, o se conectan del modo más sorprendente (como planteaba Stanislaw Lem en La fiebre del heno, puede ser pura aleatoriedad en la que no haya causalidad alguna).
Pero esa intrusión de una historia personal en la realidad que Jacques intenta esclarecer si es invención, escenificación, truco de magia, ofuscación perceptiva, o sí posee algún poso de realidad, le inquieta y desestabiliza. Sobre todo porque está relacionada con la fisura en el relato de Anna, un fleco suelto cuyo hilo intenta estirar para desentrañar una interrogante relacionada con otra desaparición, la de una amiga que mantuvo una relación con un chico natural de la zona donde murió su amigo. Un grito de miedo ante una (supuesta) aparición, otro desconcertante fleco suelto. Oscuridad en la mirada, desgarro en la ilusión. Una oscuridad que intenta esclarecer a través de esa fisura, pero que parece afectar, como si la despojara de luz vital, a Ana. ¿Por qué?. Una se consume, y él otro parece recobrar, por intentar iluminar esa incógnita, un impulso de vida, la convicción de que hay en la vida un indefinido algo más, que no está más allá sino en las singulares conexiones que logramos establecer, que puede propulsar a proseguir con la ilusión de vivir entre los escenarios derruidos de la emoción.

jueves, 13 de septiembre de 2018

Predator

En cierta secuencia de Predator (2018), de Shane Black, hay quien señala que no es correcto que esa agresiva y siniestra criatura alienígena, que en la original obra de John McTiernan, Depredador (1987), se revelaba como el reflejo siniestro de los integrantes del comando de fuerzas especiales a los que ejecutaba, sea llamada depredador, porque un depredador mata para sobrevivir, y esa criatura alienígena disfruta, por lo que sería más apropiado calificarle como cazador (Hunter/cazador fue de hecho el primer título de trabajo de Depredador). En otra secuencia, un hijo pregunta a su padre qué diferencia hay entre un asesino y un soldado, oficio del padre, a lo que este contesta que el disfrute en el acto de matar. Secuencias más adelante, tras matar a unos de los efectivos de la agencia gubernamental secreta que le mantenían prisionero, reconocerá que había mentido a su hijo. Ambas frases condensan el mordaz planteamiento de esta nueva revisitación de la figura del depredador que, sobre todo, recupera las cargas de profundidad que contenía la obra realizada por McTiernan en su reflexión sobre la violencia y de los iconos o las figuras que la representan. En aquella se ahondaba en la exploración del corazón de nuestras tinieblas, o la bestia que hay en nosotros, con el depredador como reflejo fantástico. En esta se añade a la ecuación las consecuencias, en el entorno, de nuestra capacidad de destrucción, y qué figura representa la resolución, la capacidad de supervivencia (en su faceta constructiva y evolutiva). Reflexiones, de nuevo, sugeridas como pinceladas integradas en un relato que, ante todo, se despliega, desde su secuencia inicial, como un torbellino dinámico con espíritu de serie B más que con infulas de superproducción.
Es revelador al respecto la presencia como coguionista de Fred Dekker, amigo de Black, con el que había colaborado en La pandilla alucinante (1987), de Dekker, y en un guión, de título Shadow company, que estaba previsto que rodara John Carpenter en 1989, protagonizada por Kurt Russell, con participación como productor, y de forma no acreditada en el guión, de Walter Hill. En este guión, unos soldados muertos en Vietnam, cuyos cadáveres habían sido traído de vuelta, y objeto de experimentos militares, se reanimaban como zombies y asolaban la población vecina, de lo cual se puede advertir eco en la configuración del singular grupo de soldados, o desechos que no encajan en la institución, que no sólo se enfrentan al alienígena sino a la siniestra agencia que representa al gobierno. Fred Dekker dirigió la tercera de las películas de Robocop, en 1993 (de hecho, su última película), y esta nueva aproximación, por el uso de la irreverencia en el humor y las inversiones, la reflexión sobre la violencia y los iconos que la representan, y su tratamiento, entre dislocado y contundente, mordaz y turbio, de esa violencia, evocan el que apuntaló Paul Verhoeven con la espléndida, Robocop (1987). Una mirada traviesa, con sus dosis de causticidad, que sabe evitar tanto la afectación discursiva como el ensimismamiento en su condición de artefacto. Durante sus dos primeros tercios Predator fluye equilibradamente con la alternancia de secuencias en las que prima la acción y las que dejan espacio a los personajes en sus interrelaciones, pulso, o continuidad, que pierde rotundidad en unos pasajes finales que resultan más deslavazados, así como desprovistos de progresión en ciertas subtramas, como si hubieran seccionadas o comprimidas (quizá porque el tercer acto se rodó de nuevo en julio pasado tras unos pases previos con recepción poco entusiasta).
El soldado en cuestión, francotirador como especialidad, es Quinn McKenna (Boyd Holbrook), quien, en la secuencia inicial, cuando se dispone a disparar sobre unos integrantes del Cartel que van a ejecutar a unos rehenes, es testigo de cómo cae una nave especial. Un inicio, la llegada de una nave del espacio, que retoma el de la obra de McTiernan, pero en este caso con una variante, una incógnita que se irá desvelando de forma dosificada. Un leve movimiento de cámara hacia un compartimento en el interior de la nave insinúa que contiene algo relevante. Tras estrellarse la nave, Quinn descubre entre los restos uno de los brazaletes y la máscara del depredador, que serán fundamentales para lograr derrotar al depredador después de que éste haya matado a los dos soldados que le acompañaban. Su hijo, Rory McKenna (Jacob Tremblay), padece el síndrome de Asperger, una patología que deriva del autismo, pero que no es propiamente autismo. No se le puede calificar como retardado pero su sensibilidad especial suscita desprecios o irrisión, como por parte de dos alumnos cuando sufre por el sonido de alarma que han activado ambos. Esa extrema sensibilidad a la estridencia es pareja a unas capacidades excepcionales (como su dominio del ajedrez, o cómo logra activar el brazalete, que su padre envió a su domicilio para que no fuera requisado por el ejercito, y con presteza comprender con facilidad su uso). Estas dos figuras, por lo que uno y otro representan, y el depredador, compondrán un trío que condensa la entraña simbólica de la narración, la incisiva inversión sobre la que se sustenta su tratamiento de la resolución viril, de la ejemplaridad o heroicidad, o la sublimación de la capacidad destructora. Esa ejemplaridad icónica, paternal y viril, ya había sido puesta en cuestión, con agudo tratamiento irónico, en la anterior obra de Black, la excelente Dos buenos tipos (2016), a través de la relación de Holly (Angourie Rice), una niña de trece años, con su padre, un detective, March (Ryan Gosling), a través del que se da una visión del detective lejos de cualquier sublimación icónica, más bien patético y desorientado (tanto como padre y detective), y con el aliado de este en la investigación que realizan, el matón a sueldo Healy (Russell Crowe), al que la niña pone en cuestión la necesidad de matar (a quien ya se ha derrotado y está ya indefenso), es decir, de extralimitarse en la demostración de potencia o dominio viril.
Quien plantea la corrección de la denominación de la criatura alienígena es una mujer, aunque ya adulta, la bióloga Casey Bracket (Olivia Munn), requerida por la agencia gubernamental secreta para ayudar en las investigaciones sobre la criatura alienígena que sobrevivió al enfrentamiento inicial con Quinn, y que permanece retenido, sedado, en las dependencias de el laboratorio de las instalaciones militares. El motivo de que sea requerida es porque han advertido una singularidad en su constitución: parece una amalgama de diversas criaturas, incluida la humana, como revela un análisis de su sangre. Es científica, pero a la vez posee la capacidad resolutiva de mujer de acción que sabe empuñar un arma, y perseguir a la criatura por las instalaciones cuando escapa tras haber matado a un buen número de los asistentes o soldados. Se escurre a la codificación que compartimenta en funciones o cualidades una identidad, aspecto en el que se abunda a través de otros personajes, que no se ajustan a lo que se supone que deben ser, o a un estereotipo, cuando no son directamente personajes desajustados con respecto a su entorno (como Rory). Black quería haber usado a un personaje transexual que se revelara tan resolutivo en la acción como cualquier otro, una forma de remarcar las similitudes más que las divergencias por señas identitarias. Cada uno se define por sus acciones, sea como sea, como es el caso, también, de quien padece el síndrome de Tourette, Baxley (Thomas Jane), de quien, por ello, se podía presuponer que sea ineficaz en situaciones de peligro. Pero los hechos desestiman cualquier preconcepción o prejuicio.
Baxley, de hecho, es uno de los desajustados componentes de un grupo de excrecencias o desechos militares, lunáticos (looneys), seis militares caídos en desgracia que se convertirán en improvisado comando que ayudará a Quinn en el rescate de su hijo y en el combate con el depredador. Un reflejo irónico de los integrantes del comando de la película de McTiernan. Por desquiciamiento o trastorno, o enfrentamiento con la autoridad, han sido apartados, como componentes averiados o infectados, del cuerpo funcional del ejercito. Quinn los conoce porque él se ha convertido en un componente molesto: ha visto lo que no tenía que ver, un alienígena, y además se resiste a colaborar, por lo que es relegado a la sección de desechos. Otra variante más del patrón que asentó Robert Aldrich en Doce del patíbulo (1967). Quinn entabla un especial vínculo con Nebraska Williams (Trevante Rhodes), quien le dice que ha sido estigmatizado por disparar contra un oficial, aunque matizará que ese oficial era él mismo. Cuando estos personajes entran en escena, Black amplifica el tratamiento irónico: la secuencia en la que Casey despierta en la cama de la habitación del hotel, y se encuentra con ofrendas junto a ella (dulces, la figura de unicornio en papel de aluminio...), y a los que conforman el grupo mirándola, cual sarcástica variante de Rizitos de oro despertándose en la cama de la familia de osos. Black orquesta una de las secuencias más inspiradas a través de detalles excéntricos, en la conducta y diálogo de los personajes, que en principio suscitan la perplejidad y el recelo de Casey. Una de las secuencias que mejor juegan con la inversión: no son machos que amenazan a la mujer ni la contemplan ni consideran con actitud libidinosa. Hay otra secuencia posterior en la que también jugará con el tratamiento irónico, la inversión, que no desdeña, a la vez, el aprecio por una cualidad que se destaca: no importa qué es lo que defiendes, o a qué patria sirves, sino la solidaridad y compañerismo, el sentido de grupo. En la secuencia posterior, en la casa de su ex mujer, Emily (Yvonne Strahovski), Quinn les pide que le ayuden a rescatar a su hijo, quien se encuentra en peligro porque porta, como disfraz de Halloween, la máscara y el brazalete del depredador. Emily enumera sus cualidades como soldado, aunque no las posea como pareja, que parecen dotar de gravedad el momento, pero pronto Black lo dinamita con la sucesión de comentarios y reacciones de los componentes del grupo, algunos de ellos aún reticentes a implicarse en algo que no les concierne (dos de ellos de hecho hasta cogen el mando del televisor para sentarse a ver algún programa).
El hecho de que una figura que se siente marginada, y objeto de irrisión, porte la máscara y el brazalete, es otro detalle mordaz (como que, sin que sea intencionado, un proyectil que surge de la máscara fulmine a un individuo que hace chanza de él, para perplejidad de los dos niños que se habían reído previamente de él, que salen huyendo). A este respecto es sugerente la inversión que se realiza, como apuntaba al principio, con respecto a la consideración de quién es el auténtico guerrero, por lo tanto no sólo el más resolutivo, sino poseedor de las mejores cualidades para la supervivencia (en cuanto evolución también). Los alienígenas llamados depredadores han recorrido el universo, como apunta la bióloga Casey, para capturar el mejor espécimen de cada especie, y así integrar sus cualidades en su sistema orgánico, como mutación progresiva definida por la conjugación de características que les hagan más resistentes y resolutivos, un sistema eficiente que supere cualquier adversidad, en cualquier entorno o circunstancia. Por otro, lado se apunta cómo el ser humano ha maltratado, destruido de modo progresivo, como una infección, su entorno, por lo que puede que no queden sino dos, o incluso una generación, para que el planeta sea inhabitable (una cuestión, la degradación del medio ambiente, también planteada en Dos buenos tipos). El alienígena llamado depredador adquiere la condición simbólica de reflejo de nuestro irresponsable e insensible proceder, pragmático, por cuanto se prioriza la eficiencia, y a la vez inconsciente, por cuanto se prioriza el disfrute, como un cazador de los placeres materiales que ha ido degradando su entorno. El depredador, por tanto, se torna en su reflejo siniestro, como el reflejo en el espejo que le devuelve, como el lacerante filo de un cristal, su inconsecuencia.
La mordaz inversión se evidencia en qué es lo que más valora el depredador para llevarse con él. En cierta secuencia, el depredador se dirige, mediante al traductor, a los supervivientes del grupo de Quinn y del de la agencia gubernamental, comandado por Traeger (Sterling K Brown). Señala que entre ellos se encuentra el auténtico guerrero, que es su principal objetivo como trofeo de caza, McKenna. Todos consideran que se refiere al hombre de acción, al soldado o guerrero según la noción convencional, más resolutivo o capacitado, Quinn. Pero pronto se revelará que se refería al niño, Rory, por sus cualidades intelectuales, por su capacidad de comprensión y conocimiento de lo que desconoce (como la sofisticada tecnología de los alienígenas). Ha advertido que disponer de su potencial, constructivo, puede ser más práctico, beneficioso, que las cualidades resolutivas en las facetas físicas destructivas (lo que de nuevo, no obsta para el reconocimiento de esas cualidades: en una de las primeras secuencias, Rory dice al cartero que su padre se dedica a matar gente para que él pueda repartir cartas). La película oscila entra ambas consideraciones, y parecen converger en la resolución con respecto a la revelación final: ese algo que llevaba en la nave el primer depredador es el arma que puede ser más efectiva contra esos alienígenas, una especie de escudo acorazado desplegable, con la forma de depredador, que se puede adaptar a cualquier cuerpo. El por qué lo trasladaba en su nave estaba relacionado con rivalidades interinas entre los alienígenas, lo que se evidenciará cuando entre en escena un segundo depredador con otra constitución y poder. De nuevo, no deja de ser un reflejo del escenario humano. ¿La sonrisa de satisfacción de Quinn cuando apunta en la secuencia final que quiere un traje de esos que sea de su talla contiene una apología de la belicosidad o es más bien otro apunte mordaz que integra el reflejo de modo orgánico: el soldado y el depredador, máscara y carne, ya solo uno?.