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sábado, 31 de marzo de 2018

El justiciero

Deseo de muerte. En las traducciones al español de las adaptaciones de Death wish, la novela de Brian Garfield, se remarca la noción de justicia, sea en El justiciero de la ciudad (1974), de Michael Winner o ahora, en el El justiciero (2018) de Eli Roth, e incluso en tres de las cuatro secuelas de la primera, 'Yo soy la justicia (por partida doble) y El justiciero de la noche. Sólo en la última se daba relevancia en el título español a otra noción fundamental en la ecuación, la venganza: Venganza personal (1994). Pero en todas se deja de lado ese deseo de muerte, que alude tanto a un comportamiento suicida, a la conducta temeraria de quien le importa nada su propia vida por enajenamiento y obcecación, y al simple deseo voraz de ser el ejecutor de la muerte, una manera de canalizar la rabia de la impotencia conjugada con la desolación por la pérdida de la persona amada. Un deseo de muerte que se puede justificar por esa pesadumbre o por la condición reprobable de aquellos a los que se decide matar, ya más allá de la venganza personal, cuando se arroga el papel de juez, jurado y verdugo de quienes considera amenaza para la sociedad, seres abyectos y dañinos que merecen ser extirpados sin contemplaciones como un tumor o virus. No es que, en concreto, El justiciero, se esfuerce en reflexionar sobre estas cuestiones, pero deja diseminadas, esbozadas, esas cuestiones. De entrada, por el uso de los medios de comunicación y las redes virtuales como espacio de debate sobre si esa función de justiciero se puede equiparar con la del héroe, o más bien supondría banalizar la violencia que despliega, por justificarla en la calaña de aquellos que elimina, seres violentos, delincuentes, que ejercen el abuso o la rapiña. ¿O es que meramente encuentra una excusa para desplegar su deseo de muerte?
Como en la obra de Michael Winner, se nos presenta de entrada a un hombre, Kersey, que más bien tiende a un comportamiento razonable y pacífico. En aquel caso, encarnado por Charles Bronson, era un arquitecto, en este, por Bruce Willis, un cirujano. Uno se dedicaba a construir, y el otro se dedica a intentar salvar vidas. Uno y otro, por una desgracia en su vida, el asesinato de su esposa y la agresión a su hija adolescente (en la primera, también violada), modificarán radicalmente su conducta y actitud, inclinándose por la destrucción y por extraer la vida. Aquí Kersey, en la secuencia introductoria, es alguien que es capaz de atender en la mesa operatoria tanto a un policía malherido como a su agresor, aunque no haya podido salvar la vida del primero. No discrimina, salva vidas, sea la que sea. En un evento deportivo, en el que participa su hija, no entra a saco en la provocación agresiva de otro padre. No despliega plumaje ni espolones de macho, y opta, sin vergüenza, por la retirada para no actuar como ese desquiciado necio (como bien se sabe un evento deportivo parece un escenario ideal para proyectar esa agresividad larvada en las amarguras y frustraciones cotidianas, sea para agredir a un hincha o jugador de un equipo rival, al arbitro o un jugador del propio equipo). A un indigente que una vez le molesta limpiándole el parabrisas aunque le pida que no le haga, es capaz, en la siguiente ocasión, de permitírselo e incluso de darle dinero, en vez de, como le dice con ironía el detective Raines (Dean Norris), el policía a cargo de la investigación del asesinato de su esposa, atropellarle porque no se consideraría delito. Parece en todo momento todo un modelo de actitud ecuánime y templada. Pero su actitud sufrirá un cambio drástico, y en la escasa pericia para precisar esa evolución es donde la película se encasquilla, y pierde cualquier atisbo de enriquecedora ambivalencia.
El encuentro fortuito de una pistola, que se le cae a un paciente que opera en Urgencias, y la paliza que sufre en la calle por intentar evitar que dos dejen de humillar a otro chico, parecen pulsar la tecla que se disparará, nunca mejor dicho, cuando decida errar por la noche, cual espectro, con la capucha ocultando su rostro, y se enfrente a tiro limpio con dos delincuentes que roban un vehículo tras agredir a sus dueños. Un enfrentamiento que adquiere condición de ajusticiamiento cuando a uno de ellos, malherido en el suelo, lo remata sin pestañear. Entran en juego las redes sociales, cuando se hacen virales las imágenes que ha grabado con su móvil una vecina, y ya se hace pública su figura, primero calificada como ángel guardián por una testigo, y ya en los medios como Ángel exterminado'. A partir de aquí la narración no opta precisamente por la dirección de las sutilezas o la ambigüedad. No indaga en su enajenación, en esa avidez, que esboza una sonrisa complacida en su rostro, de seguir actuando como ha sido aplaudido por la gente común a través de los medios y la red. En las secuencias finales se aludirá, fugazmente, a esa escisión, a ese otro en el que se convierte, o enajena, como él compartirá la impotencia y desesperación que le ha superado, la frustración de quien ha sido durante toda su vida un hombre de orden, aplicado, respetuoso con las normas y la ley, y que ha cumplido de modo correcto su papel en la sociedad, pero se ha sentido desatendido y desamparado cuando la ley no lograba encontrar a los responsables de su dolor, de la mutilación emocional que había sufrido en su vida. Unas meras lágrimas, que comparte con su hermano no logran ni de lejos expresar ese maridaje de emociones en conflicto que determinaron una acción terminal, ese deseo de muerte que le había enajenado, como quien se convierte en una máscara, una capucha, una ausencia de rostro que busca contrarrestar, con la muerte que despliega, la desolación y la impotencia.
Desafortunadamente, Roth, como Quentin Tarantino en la película en la que participó Roth como actor, Gloriosos bastardos (2009), opta por una representación de la violencia que colinda con la ocurrencia humorística. Sus ejecuciones parecen más bien aspirar a convertirse en gags. Con lo cual quizá el enfoque adecuado sea contemplarla como una comedia bufa. Si en el último cine de Tarantino, el de este siglo XXI (no el de sus más sugerentes obras, Reservoir dogs o Jackie Brown), cualquier acción violenta, efectuada por sus protagonistas, se justifica por la condición pérfida o miserable de los que se matan (violadores, nazis, esclavistas), lo que valida por tanto la venganza o retribución, vía ejecución o paliza, Roth incurre en lo mismo. Pero más allá de la opción moral, o posicionamiento, por el que se incline, su estilo resulta tan aplicado como aséptico. No se transmite ni dolor ni turbiedad, ni desasosiego ni sordidez, ni crudeza ni desolación. Parece empacada como una prótesis de estilo tan desinflado como su incapacidad (¿o falta de interés?) por suscitar una sustanciosa dialéctica.

Un amor inmortal

Puede causar extrañeza el uso del flamenco como banda sonora en una película japonesa, como es el caso de la hermosa 'Un amor inmortal' (eien no hito, 1961), de Keisuke Kinoshita, en la que, además, los pasajes cantados (en japonés) adquieren la función de coro que comenta la acción, a modo de leyenda, como eran utilizados por ejemplo en 'Encubridora' (1951), de Fritz Lang. Se puede entender la asociación ya que la acción tiene lugar en un ambiente rural, en una aldea de Kyushu, que pudiera ser el de los cortijos andaluces, ambos dominados por terratenientes o caciques, y el relato está sacudido por las pasiones más extremas y violentas, por odios que se cultivan y mantienen durante décadas, como un volcán que se mantiene en letargo, aunque la lava arrasa el interior de los que han convertido su convivencia en una permanente lid. Un volcán, precisamente, corona el paisaje en el que transcurre durante tres décadas, desde 1932 a 1961, este drama de enquistadas emociones, surcado por violaciones, suicidios, amores frustrados, rivalidades que son reflejos de envidias y falta de autoestima, parejas que huyen porque pertenecen a familias enfrentadas o tullidos físicos, por la guerra, que convierten esa adversidad en amargura, en quemadura con la que abrasan a otros.
Pero Kinoshita no opta por por la erupción expresiva, por el desafuero ni el histrionismo, ni en la interpretación de sus actores ni en su contenido y refinado estilo, caracterizado por unas exquisitas composiciones en formato panorámico y un admirable sentido sintético: nunca exaspera las situaciones, modula las secuencias, a veces, con la dilatación planos fijos, en otras con movimientos de cámara, como acordes de una lava subterránea). La música, además, ejerce de singular distanciamiento, ya que incide en esa cautiva emoción (como si hubiera sido confinada en unas distantes profundidades) que parece brotar de las sombras de unas vidas desperdiciadas. Significativamente los planos iniciales reflejan la consecución de una rectificación por delegación. Una pareja joven marcha en un tren, en unas imágenes rodeadas de una luz crepuscular. Su contraplano, en otro espacio geográfico, es el de mirada que proyecta en ellos la realización de un anhelo para ella truncado: La cámara realiza un travelling sobre Sadako (Hideko Takamine) 'encuadrada' en un paisaje brumoso, un tipo de encuadre que se repetirá en diversas situaciones, unos encuadres, o confinamientos, en los que Sadako pareciera suspendida, como así discurre su vida, suspendida, entre la frustración, el odio y un amor que nunca perece aunque no se logre realizar. Durante el desarrollo del relato comprenderemos por qué los jóvenes son pantalla en la que Sadako transfiere un deseo larvado: ella es su hija, él el hijo del hombre que no pudo amar.
La narración se divide en cinco capítulos (1932, 1944, 1949, 1960, 1961). El trayecto es el de la infamia al perdón. La amargura de Hiebei (Tatsuya Nakadai) que vuelve cojo de la guerra (de Manchuria), acrecentada por la envidia que siempre ha sentido por Takashi (Keiji Sada), y apoyado en su posición de poder (es hijo del terrateniente) en la zona, le lleva a violar a quien sabe que le ama, Sadako. Es un acto que transciende lo individual, y que refleja una opresión reproducida durante siglos (como esas sombras que dominan el encuadre cuando un vecino revela a Takeshi que la razón de que Sadako se case con Hiebei es porque fue violada por él). De hecho, años después se producirá la reforma laboral que favorece al campesinado, para satisfacción de Sadako, que no ha dejado de hervir de resentimiento durante décadas por el daño que infligió a su vida Heibei. No sólo por la violación en sí sino por representar los privilegios de un poder que puede quedar impune de sus desmanes, como amenazar por la sustracción de las tierras de los campesinos (cuando no apropiarse de parte de ellas sin escrúpulo alguno), así como por marcar su vida, por frustrar lo que pudiera haber sido, una vida posible que no deja de tener, como recordatorio de lo que no fue, en el horizonte, pues Takashi es vecino.
El resentimiento la alimenta, determinándola incluso a decir a su hijo mayor que es fruto de una violación. Si su amor se frustró por la violación que la dejó embarazada, Takeshi y Sadako se reeencuentran cuando buscan denodadamente a quien fue fruto de ese ultraje, que ha huido al revelarse que su sangre es lava de humillación y opresión. Discurrirán los años, pero sus vidas permanecen inmóviles, sólo sacudidas por las tragedias fruto de sus inconsecuencias. Quizá, como suele pasar tantas veces, tarde se intenta rectificar. En 'Una historia verdadera' (1999), de David Lynch, el protagonista conducía un tractor para recorrer cientos de kilómetros, surcar un firmamento, desde el ciego orgullo al perdón y la empatía. Shiebei reconoce su cojera emocional, cuánto había querido durante décadas que Sadako la amara, y con sus muletas se encamina para pedir el perdón del hombre que envidió y al que sustrajo y corrompió lo que más amaba.

viernes, 30 de marzo de 2018

El cardenal

La piedra del dogma, la fisura de la emoción. Los admirables títulos de crédito de 'El cardenal' (The cardinal, 1964), de Otto Preminger, realizados por Saul Bass (una de sus trece colaboraciones con el cineasta austríaco) condensan el sentido de esta estupenda obra: la figura con hábito de sacerdote del protagonista, Stephen (Tom Tryon), se desplaza, solitaria, minúscula por contraste, entre las pétreas construcciones del pasado en Roma. Un escenario de paredes y pavimentos con múltiples líneas, con variadas perspectivas (en un plano, en primer término vemos una escultura, y al fondo, encuadrado por una entrada abovedada la figura de Stephen). La piedra del dogma, de la mirada institucionalizada, inflexible, anclada en el tiempo, enfrentada a una realidad de múltiples perspectivas, a una realidad que pondrá en cuestionamiento o debate la tensión entre idea y realidad, entre dogma y comprensión. Una colisión o un forcejeo que se singularizará, o dotará de cuerpo, a través de Stephen, figura en parte inspirada en quien fue arzobispo de Nueva York, Francis Spellman, desde 1939 hasta su muerte en 1967. La narración arranca con una consecución, ya que Stephen va a ser nombrado cardenal, y se desarrolla a través de su propia evocación. Es decir, ¿Quién es aquel tras una vestimenta, una notoria posición institucional, por tanto, una representación simbólica? Que la evocación se realice durante el rito, y desde la perspectiva subjetiva, anticipa la fisura constante que la mirada propia ejerció sobre la aplicación del dogma, ese forcejeo que recorrerá la narración, entre mirada institucional e íntima, entre la aplicación de unos preceptos y la consideración de la particularidad de los individuos y sus circunstancias.
Para contextualizar la adaptación en 1963 de una novela de 1950, escrita por Henry Morton Robinson, hay que señalar que entre finales de 1962 y 1965 tuvieron lugar las cuatro sesiones del II concilio del Vaticano durante el que se consideraron las reformas de diversas cuestiones planteadas, precisamente, durante la película como interrogantes lacerantes. Las reformas no fueron radicales, pero sí supusieron una mejora frente a la rigidez de posicionamiento que definía a la iglesia católica hasta entonces. Otro interesante detalle añadido: Preminger fue probablemente, en el cine estadounidense, el cineasta que más tabúes dinamitó en la representación cinematográfica durante la década anterior, y quien, tras sus diversos enfrentamientos, más hizo para que fuera invalidado el Código de censura (su enfoque natural o directo de la virginidad y el sexo ilícito en 'The moon is blue', 1953, la adicción a las drogas en 'El hombre de brazo de oro', 1955, o el empleo de palabras como 'esperma', 'clima sexual', 'penetración' o 'abuso sexual', en 'Anatomía de un asesinato', 1959). Por otro lado, fue el primer cineasta que posibilitó que un guionista que había estado durante esa década en la lista negra Hollywood, en concreto Dalton Trumbo, fuera de nuevo acreditado (en 'Éxodo', 1960, aunque se estrenara antes 'Espartaco', de Stanley Kubrick, producida por Kirk Douglas, que había decidido seguir el ejemplo de Preminger). El arzobispo Francis Spellman, en cambio, fue un vehemente anti-comunista, que apoyó al senador Thomas McCarthy en sus investigaciones, durante 1953, en busca de comunistas subversivos en el gobierno federal.
La narración se estructura en episodios, que condensan el trayecto de la vida de Stephen, desde 1917 a 1939. Como introducción a cada nuevo pasaje, se realiza un movimiento de cámara sobre su semblante, de expresión doliente. Esa serie de evocaciones trazan el sendero de su vida, sus enfrentamientos, tanto a nivel personal como colectivo, con una realidad inestable, confrontándose, una y otra vez, con su falibilidad, con la escisión entre idea y sentimiento (la relación con su hermana, y con la mujer de la que se enamora), y con el reflejo de otros dogmas de fe, definidos por la extrema inflexibilidad, el racismo y el Ku klus klan en Estados Unidos, y el nazismo cuando el III Reich anexionó Austria como una provincia de Alemania. Stephen sufre dudas, pierde pie, comete errores, se desprende de soberbia y vanidad, se recupera, se reinicia, cambia y se afirma en esa marejada de circunstancias que le superan, o sabe afrontar con la convicción que lidia con los abismos de las vacilaciones y las dudas, aunque en sus elecciones nunca estén exentos los lamentos y los remordimientos, esos que palpitan, como cicatrices, en la mirada doliente que evoca: ¿hice las elecciones que debía, actué como debía?. El magisterio del cine de Preminger reside en cómo bajo la apariencia objetiva de su narración introduce las fisuras de la mirada subjetiva, sus insuficiencias, interrogantes, dudas, proyecciones y debates internos. Su inestabilidad sacude cualquier atisbo de estable certeza, y aún más su institución. Los matices, las contradicciones, los contrastes son la materia de la realidad movediza, siempre en relación a la condición concreta de unas circunstancias y unos sujetos. Preminger ya había desentrañado los ángulos ciegos, las tramoyas e inconsistencias de las instituciones, la política (Tempestad sobre Washington, 1962) y la judicial (Anatomía de un asesinato, 1959), o de la familia (Buenos días, Tristeza, 1957) y la identidad nacional o el Estado (Exodo, 1960).
En la primera evocación, Stephen, recién ordenado en Roma, es un joven que aún habita el universo abstracto de las ideas, como refleja ese libro que está escribiendo. Su potencial es alabado por su mentor, el cardenal Quarenghi (Raf Vallone), pero aún habita esas alturas, teñidas con las ambiciones y la vanidad. Cuando retorna a Boston, Stephen, por lo tanto, sigue obnubilado por las apariencias, por esos halagos sobre su condición excepcional, como refleja de modo irónico el episodio en el que, por efecto de una gotera de agua en la iglesia, los feligreses piensan que la virgen sangra y, aún más, que ha posibilitado un milagro: ¿Para qué revelar el hecho real si alimenta la fe o si incluso tras la misma gotera, según el dogma en el que cree Stephen, puede estar Dios mismo, la causa última de todo? Stephen necesita una cura de humildad, por lo que el cardenal Glennon (John Huston) le destina a una pequeña parroquia lejos del mundanal ruido, los márgenes de los márgenes, que nada tienen que ver con las ambiciones de relevancia que siente Stephen. Ahí se contrasta con el padre Ned (Burgess Meredith) que ha consagrado toda su vida a la que probablemente sea la parroquia más ingrata, pero por ello, por el sacrificio que ha supuesto, la que más satisfacción podía proporcionarle,como realización de entrega a los otros (hermosa es la secuencia de la agonía de Ned y el diálogo con su amigo Glennon, representaciones del fracaso y el éxito según los términos de posición, que no de carácter y logros reales). Del mismo modo, la joven feligresa Lalage (Jill Hayworth) siente que ha nacido para consagrarse a los demás, por eso está decidida a cuidar a los enfermos terminales. La mirada de Stephen expresa lo que implica contrastar sus aspiraciones o reflexiones abstractas en un libro con la crudeza de esa entrega incondicional que vive en primer plano las miserias que asiste y procura aliviar.
Pero Stephen aún necesita que arañen con sangre su relación con la vida, porque aún interpone una distancia como si fuera un dios que aplica de modo rígido, cual autómata, unos preceptos. Esa demolición la sufrirá a través de su hermana, Mona (Carol Linley). Primero, cuando desea casarse con un judío, Benny (John Saxon). Es la primera piedra de conflicto con la inflexibilidad del dogma que subordina el sentimiento a los credos. No acepta el dogma la posibilidad de matrimonio mixto en practicantes de diferentes credos, por lo que la única solución que se admite es la conversión del otro a la religión católica. Benny no deja de plantear interrogantes que Stephen sortea con argumentos que bordean la demagogia, o que sobre todo evidencian su suficiencia (es capaz de aunar el Darwinismo con Adán y Eva). Resulta elocuente cómo Preminger planifica la secuencia en la que Mona busca asistencia en confesión: el primerísmo plano sobre Mona contrasta con el primer plano más abierto de Stephen, lo que evidencia la distancia de éste, su no implicación con emociones sino su sujeción a ideas abstractas o dogmas: Como Benny no está dispuesto a convertirse, Stephen le insta a Mona a que rompa la relación: no importan los sentimientos, un matrimonio mixto constituiría una infracción. Esa falta de apoyo, esa amenaza de condena, determina que Mona se abandone a una vida disipada, como bailarina en night clubs. Se siente incapaz de desafiar, con el matrimonio, al dogma que representa, o desenfunda como un arma, su hermano, por lo que opta por la negación que implica autodestrucción, negación a sí misma
Esa intemperie vital derivará en una circunstancia que situará, de nuevo, a Stephen, aunque de modo mucho más radical, en la tesitura de una decisión entre sujeción a dogma y emociones, cuando el médico le exponga que debe elegir entre la vida de su hermana y la del bebé que va a parir. Al optar por el dogma, y no permitir el aborto, propicia, por lo tanto, la muerte de su hermana, lo que años después, como una herida que más bien se ha ido abriendo progresivamente, determinará que la sombra de la duda sobre sus convicciones le impulse a plantearse dejar el sacerdocio, ya que no quiere ser quien tenga que asumir esas responsabilidades, y tomar esas decisiones que además pueden ser equivocadas. Durante esta secuencia, mientras expone su pesadumbre a Glennon, Stephen no cesa de moverse por la habitación, en la que resalta su sombra. Glennon logra convencerle de que posponga su decisión, proponiéndole que se tome una excedencia por el tiempo que necesite hasta que tenga claro qué es lo que quiere hacer con su vida.
Stephen, durante esa excedencia del sacerdocio, se dedica a impartir clases en diversas ciudades europeas. Y en Viena surge el amor con Annemarie (Romy Schneider). Pero de nuevo subordinará el sentimiento a la idea. Como premonición de esa decisión, durante una secuencia en que ambos dialogan, se ve a Stephen encuadrado ante la ventana: al fondo está la pétrea construcción de un edificio; cuando, más adelante, vuelve de una fiesta en la que se han declarado mutuamente sus sentimientos, él se mira en el espejo con el frac, un traje, blanco y negro, que le evoca el hábito de sacerdote: la cámara encuadrará el espejo, ya tapado por la capa. Otra gran idea de puesta en escena: si la primera vez que toman juntos ambos un café, se realiza un travelling siguiéndoles a ambos hacia el establecimiento, posteriormente se realizará otro con Annemarie hasta que ve, en el establecimiento, tras la cristalera, a Stephen con su hábito de sacerdote: comprende, desolada, lo que significa y se marcha. Stephen se queda, aun con expresión traspuesta, tras el reflejo, como opta por la vida de reflejos, los dogmas, en vez de por el cuerpo y los sentimientos.
El episodio en Georgia, enfrentado al Ku Kux Klan, no deja de adquirir el rango de autoinmolación, de esforzado compromiso enfrentado a otro dogma de fe inflexible, como pago por su error en la decisión que tomó con respecto a su hermana, ese sentimiento de culpa que ha arrastrado su vida, pero también con respecto a su decisión de ruptura con Anna Merie: Stephen será azotado brutalmente bajo un árbol de encorvadas ramas que representa una cruz. Preminger dilata la duración del plano cuando despierta al día siguiente, levantándose renqueante, con su espalda rebosante de heridas y cubierta de moscas, y acercándose al río: este dolor, este padecimiento masoquista, es la acción con la que intenta limpiar, expiar, sus errores pasados, el daño que infligió.
El episodio o conflicto final, en Austria, es otro enfrentamiento en el espejo, con otro dogma de fe, el del nazismo. Y, de modo específico, con la actitud eclesiástica del representante de la iglesia católica en Austria, el cardenal Innitzer (Joseph Meinrard), o la rectificación de juicios errados. Innitzer descubrirá que su inicial actitud diplomática de concesiones al régimen nazi, su inclinación a las decisiones de maquillaje de consenso o conveniencia (que hasta le empujan una acción de chantaje contra Stephen), no podía ser más errónea cuando afronte la falsedad de las promesas nazis: su renuencia a plegar su dogma al nazi determina su destrucción. A su vez, Stephen se enfrentará con el error de otra decisión del pasado, el reencuentro con AnneMarie. Es testigo, incluso del suicidio de su marido (con el que Annemarie se casó para intentar olvidar a Stephen), cuando se lance por la ventana al llegar la Gestapo para detenerle (ya que es judío). ¿No había realizado Thomas, a su vez, un suicidio emocional cuando renunció a su amor por Annemarie).El último plano de Annemarie encuadrado tras los barrotes de la prisión donde está detenida se superpone sobre el rostro doliente de Stephen durante su nombramiento como cardenal. El rito con el que termina esta magnífica obra adquiere un rango espectral, ya que la piedra o la prisión del dogma se ha impuesto a la duda y la interrogante, pero no ha logrado evitar que su huella permanezca como una llaga indeleble. Jerome Moross compuso una extraordinaria banda sonora, comenzando por su excepcional tema principal, que se escucha durante los títulos de créditos iniciales.

Ready player one

Instrucciones para saber dar el salto a la realidad. Cuántas veces no te atreves a dar el salto de la fantasía a la realidad. No te atreves a dar ese beso, a exponer lo que sientes a quien te atrae, sino que te repliegas en tu cápsula de jugador solitario con tus sueños y fantasías. En las fantasías puedes soñar que ganas, que consigues lo que ansias, aunque no te des cuenta de que lo importante es encontrar en ti ese espacio invisible que, paradoja, te revele, para afrontar tu falta, el fantasma de tu carencia, al que logres superar para así conseguir dar ese salto a lo real. Preparado el jugador uno es como se puede traducir Ready player one (2018), de Steven Spielberg, adaptación de la novela de Ernest Cline, que escribió una primera versión del guión, que afinó Zak Penn. Jugador uno, o jugador único, por solitario, aquel que se encapsula en su particular pantalla, aquel que se conecta a una pantalla pero no logra conectar en la realidad.
Ready player one enfoca hacia nuestro aislamiento y ensimismamiento en esas cápsulas virtuales que subordinan la relación con lo real, con los otros, y se sirve tanto de la narrativa de las pantallas de los video juegos como del imaginario cinematográfico, en particular el generado desde hace cuatro décadas (aunque Spielberg se negara a utilizar sus propias películas, por si le acusaran de endiosamiento, aunque pese a quien pese muchas de sus obras son parte capital de nuestro imaginario colectivo). Entre las figuras o películas icónicas destaca el uso de 'El resplandor' (1980), de Stanley Kubrick, por su relevancia en cierto pasaje de la película, que a su vez, de modo sugerente, se conecta con el cine de zombies. Habrá quien se centre en ese festín de referencias con las que la película juega, pero me resulta más sugerente centrarme en el trayecto simbólico del proceso de aprendizaje en la confrontación con los reflejos, interrelacionado con obras precedentes suyas.
En particular con la también excelente 'Mi amigo el gigante' (2016), en la que la niña protagonista, Sophie (Ruby Barnhill), es una huérfana que transita como un fantasma por la noche en el orfanato en el que reside. Se siente invisible, ignorada bajo las alfombras de la realidad como un bulto que se confunde con el entorno (como bajo una alfombra literalmente se esconde). Anhela cazar los sueños para sentirse un gigante, y en uno precisamente encuentra su reflejo, porque BFG también se siente una figura desajustada de su entorno, con respecto a los otros gigantes, brutos que duermen bajo el manto de la hierba, no imaginativos como él, inventor de artilugios que caza sueños bajo el agua que luego soplará, transmitirá, en las mentes de los humanos que duermen. Mantos, cápsulas, embrutecimiento y aislamiento, imaginación y conexión. El gigante estaba encarnado por Mark Rylance, que aquí personifica, en la figura de James Halliday, creador de la realidad virtual OASIS, o Simulación inmersiva sensorial ontologicamente antropocéntrica, el reflejo del jugador protagonista, el adolescente Wade (Tye Sheridan), quien perdió también a sus padres, y vive con su tía, y el bruto tío de esta. También el personaje de Rylance ejercía esa condición de reflejo, con otros matices, con respecto al personaje de Tom Hanks en 'El puente de los espías' (2013).
Halliday era un hombre apocado que sentía dificultades para conectar con los demás, para dar el salto a la realidad. Para Halliday pensar en dar un beso a la mujer que le atraía más bien se convertía en un equivalente a la película de terror que más le hubiera paralizado, sobrecogido, por el miedo (para él, en concreto, 'El resplandor'). Parálisis que le convertía, por tanto, en un inexpresivo zombie (de ahí la asociación con los zombies, en un pista de baile flotante: el movimiento o impulso anhelado en contraste con la parálisis emocional). Wade, por su parte, es uno de los miles de jugadores que se evaden también de su mísera, frustrada o insuficiente realidad mediante ese juego virtual. Su escenario real, dentro de treinta años, es Columbus, en Ohio, un espacio hacinado de casas, denominadas torres, que asemejan al espacio de las favelas. Un escenario de precariedad que refleja, como señala la voz en off de Wade en las esplendidas secuencias iniciales, un modelo de síntesis, la realidad resultante cuando la gente se dedica más bien a sobrellevar su vida que a querer transformarla, es decir mejorarla. El juego cumple, y amplifica, la función de la droga en los suburbios de las urbes, como por ejemplo reflejaba la serie 'The wire'. La droga sirve para entumecer, no para modificar la percepción de la realidad, y esa misma función contenedora, enajenadora, para generar ciudadanos dóciles, cumple este juego virtual, ese espejismo aturdidor (reflejo de ese ensimismamiento y ombliguismo preponderante en nuestras redes sociales). Para modificar, de modo radical, ese propósito Halliday, antes de morir, planificó como objetivo una búsqueda que implicaba superar una serie de pruebas, en tres fases, para conseguir tres llaves que posibilitaran la consecución del Huevo de pascua. Aún más, su intención es que ese logro tuviera consecuencias o influencia en el escenario de la realidad: quien lo consiguiera se haría propietario del juego, y por lo tanto, dispondría de la fortuna material que puede dominar y modificar el escenario de lo real según su voluntad. Por eso, la corporación Online industries (reflejo de la dictadura corporativa que nos domina desde hace décadas, como bien ya se exponía en 1976, en 'Network', de Sidney Lumet), regida por Nolan Sorrento (Ben Mendelhson), carecerá de escrúpulo alguno en los medios para conseguir ese objetivo.
En el universo de OASIS, Parsifal es el avatar de Wade, quien siempre remarca que no pertenece a ningún clan, aunque disponga en el juego de amigos y aliados. Pero en el trayecto de conocimiento que supondrá la superación de las diferentes pruebas, asumirá que no por desmarcarse del resto, o remarcar su individualidad, es más singular que el resto, ya que simplemente se diferencia del resto por el avatar elegido, ni que sentirse parte de un grupo implica abonarse a la impersonalidad intercambiable (cuando su fuga de la realidad ya constituye enajenación inherente), sino tomar consciencia de que el juego no es, no debe ser, solitario (por lo tanto, los demás en función de uno) sino la materialización de una conexión con otros. La realidad, la conjugación y habitación de lo real, se define por lo que compartes. Ese es su tejido, que está hecho de manchas, que muchas veces se intentan ocultar, disimular, porque preferimos priorizar la mejor imagen de nosotros mismos, y de ese modo quedamos capturados por la imagen que queremos proyectar, incluso en el escenario de la realidad, por la máscara que interponemos de nuestro avatar o simulación conveniente.
Para superar esa trampa de relación virtual con la realidad y los otros, primero hay que desentrañar su propia constitución de ficción, esa condición escénica con la que la hemos configurado, y en la que somos una máscara o avatar (se hace necesario volverla del revés, como así hace en la primera prueba, desplazándose no en la superficie o códigos convencionales de una competición o realidad escénica, sino entre los engranajes). En segundo lugar, hay que ser conscientes de lo que nos impide, por miedo e inseguridad, dar ese salto que logre convertir el anhelo en realidad (no paralizarse por el miedo, no convertirse en un zombie, aprender a bailar, expresar lo que sientes). Y por último no habitar la realidad como una competición que ganar porque la convierte en un escenario en el que los otros son cosas, objetos, funciones, representaciones, rivales, recompensas. En los espacios entre líneas es donde lo real nos sorprende y donde se realizan las conexiones con los otros. Ese espacio de la lentitud, como discierne Wade cuando por fin tiene cara a cara a la mujer que le atrae (con una mancha de nacimiento en su rostro), lejos de la precipitación del tiempo atropellado que sustrae de la percepción atenta en la dinámica febril de los juegos virtuales, tiempo que se desvanece, por atrofia, y en el que así desaparece tu consciencia de habitar en el tiempo. Estás conectado como un dispositivo, pero no conectas con lo real.
La narración se despliega con una admirable fluidez, y equilibrio, entre la arrolladora realidad virtual, en la que la velocidad convierte la vivencia en un proyectil, y el espacio de lo real. Entre el avatar y el cuerpo que logra conectar por fin con lo real a través del discernimiento de la propia ficción no como pantalla en la que olvidarse sino como construcción iluminadora de sentido, a través de su condición de reflejo que nos revela en nuestras faltas y carencias, espectadores que a veces nos ofuscamos por el ansia de ser protagonistas escénicos hasta que logramos discernir que la realización es la conexión con los otros. Todo es cuestión de aprender a dar ese salto a lo real. Y así la realidad ya no es pantalla sino abrazo.