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miércoles, 25 de septiembre de 2019

Hasta siempre, hijo mío

Pérdida, extravío y recuperación de un país. La narración de Hasta siempre, hijo mío (Di jiu tian chang), de Wang Xiashuai, está marcada por la pérdida, y por la dificultad de recuperación. Es la peripecia de una familia, pero es el reflejo de un país. Se inicia con la pérdida, con desintegración, y el desarrollo es el de una fractura que se intenta resistir, sin perder la ilusión de que se pueda reajustar. La narración abarca treinta años, pero los tiempos se alternan, acorde a esa fractura. Por eso, en el inicio, la pérdida. Yaoyun (Jingchun Wang) y Liyun (Mei Yong) pierden a su hijo, Xingxing, cuando se ahoga en un río. No se revela cómo, se eliptiza. Esa omisión resulta significativa, porque la vida que se refleja, la de un conjunto social, parece definida por la sustracción, por la vida que se extrae. Pocas secuencias después nos muestran a la misma familia, con un adolescente que se llama como el hijo fallecido. Pronto comprendemos que es adoptado. Es el suplente. Pero lo que, en primera instancia, se destaca, más que el proceso de adopción, el tránsito, es el conflicto ya como dinámica de relación. Es un chico en conflicto con su entorno, que sustrae objetos en el colegio, lo cual justifica con que es una venganza por el maltrato que sufre. Pero, sobre todo, no se siente a la altura. Y desaparece de la vida de sus padres durante largo tiempo. Un hijo muere, y el que lo reemplaza, el que siente que no está a la altura, desaparece. Un hijo es sustraído, su reemplazo sustrae. Son circunstancias que definen el relato, que revelará los procesos, las omisiones, paulatinamente, o ya, como una línea de puntos (de sutura) que concluye, en sus pasajes finales, cuando la herida se cierra con la revelación que esclarece la circunstancia de aquella muerte.
Son circunstancias que definen el relato porque son reflejo de una época. La acción se inicia en los ochenta. A finales de los 70, tras el periodo de la revolución cultural de 1966 a 1976, con el liderazgo de Mao, toma el poder Den Xiaoping. Introdujo unas reformas económicas que intentaban combinar el aparataje retórico chino, su uniformación comunista, con medidas capitalistas. Se aplicaba aún un orden autoritario. Aún se detenía a quien se oponía al sistema, pero también a a quien, por sus gustos o preferencias estéticas, se le acusaba de libertinaje, fuera por el corte de pelo, la vestimenta o el gusto musical (como ocurre a cierto personaje). La uniformación adquiría un rango de prisión. Una realidad arida, maquinal, como los escenarios de las fábricas en las que trabajan los personajes, que rezuman precariedad, como la zona de provincias a la que se trasladan inicialmente tras la muerte de su hijo, como quienes optan por apartarse de la vida, escogiendo una dirección opuesta a los que aspiran a mejorar las condiciones, esto es, de la zona rural a la urbana. Pero cuando se convierten en trabajadores de una fábrica sufrirán las medidas que aporta el sistema capitalista, los despidos masivos, porque los trabajadores no dejan de ser piezas de un engranaje o peones. Da igual que se excuse que sea en nombre de una sociedad, un país o una empresa. Como declaró Xiaoping: Un país, dos sistemas. También sufren las rígidas reglamentaciones, como La Ley del hijo único (porque China había superado los mil millones de habitantes), por lo que cuando Liyun se queda embarazada por segunda vez se verá obligada a abortar. La eficiencia del estado represor se manifiesta en la capacidad de convertir en esbirros diligentes a cualquiera, que priorizará su subordinación reverencial a unas imposiciones, con el eufemismo de leyes, sobre los afectos, como evidencia la relación de los padres del niño que estaba con Xingxing cuando éste se ahogó (lo cual no deja de ser significativo por lo que refleja simbólicamente) con Liyun y Yaoyun.
En la figura del niño adoptado que no se siente a la altura, como reemplazo, se refleja las dificultades de un país para lograr la real y sustancial transformación, arrastrando contradicciones e inconsistencias, las de los empecinamientos que intentan que se ajuste lo real a unos modelos, y el extravío por no ser capaz de perfilar un escenario justo y consecuente. El reemplazo que estableció Xiaoping no fue tan sustancial, o se definió por una condición travestida, de sistemas y de expresiones autoritarias heredadas de la revolución cultural. Se lograron mejoras, pero se realizaron imposiciones aberrantes, como se aplicaron las medidas más abyectas del capitalismo. Por eso, esa narrativa fracturada es tan reveladora. La línea de puntos entre las distintas piezas, o vínculos y procesos, se irán evidenciando gradualmente. Y la figura, casi siempre en fuga, en un incierto fuera de campo, de ese hijo que se desvaneció, y perdió contacto, no deja de ser el emblema de la recuperación de una relación con la realidad definida por la consistencia. Las secuencias finales parecen configurarse sobre la circularidad, por los espacios que vuelven a habitarse, o quizás más bien sea el dificultoso proceso de reajustar las piezas del modo adecuado para que se recupere de la distancia fuera de foco lo que se sentía como irremisiblemente perdido.

viernes, 20 de septiembre de 2019

Cualquier día en cualquier esquina

Si a Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany's; 1961), de Blake Edwards, le sustraemos de la ecuación el fulgor cegador de los diamantes, o atendiendo al título original, el engañoso escaparate del tiffany, espejismo de anhelos y refugio de precariedades pasadas y presentes, ¿qué nos queda? El resultado podría ser Cualquier día en cualquier esquina (Two for a seesaw, 1962). Porque ambas nos hablan de naufragos en la urbe, que buscan su lugar, y cruzan sus destinos, en los que la atracción amorosa surge como horizonte que alienta lo posible y hace sentir que la orfandad pueda encontrar hogar. En Cualquier día en cualquier esquina está ausente el esplendoroso color de Desayuno con diamantes, su ambiente chic o cool, sus fiestas desaforadas, sus toques de humor excéntricos ( o extrafalarios, según se quiera ver),y un final feliz ( en cuanto a puesta voluntariosa por el sentimiento) que restituye el infeliz del libro de Capote que adapta. Lo sustituye un refinado blanco y negro, obra de Robert Bonner, esculpido con sombras que parecen palpables, porque son el peso que comprime el interior de estos personajes, sobre todo de Jerry (Robert Mitchum), como la úlcera que corroe el interior de Gittel (Shirley MacLaine), una ambientación más desnuda que hubiera dejado de lado los brillos para revelar unos espacios más inhóspitos, aún por construir, como ese decorado, un espacio amplio que parece un confinamiento, en el que Gittel montará su academia de baile, ayudada por Jerry. Lo que está en proceso de habilitación más bien parece a punto de derrumbarse o descomponerse. Como si no se superara la condición de despojo.
Desayuno con diamantes se pretendía rodar en blanco y negro, cuando John Frankenheimer estaba vimculado al proyecto como director (y Marilyn Monroe como protagonista). Probablemente, se hubiera parecido a esta obra, dado el resultado de una de sus obras maestras, Los temerarios del aire (1969), aunque fuera en color. Esta es una película triste, dominada por las tinieblas de una tristeza que pesa, y desgarra, en ocasiones, como los acordes de la magnífica banda sonora de Andre Previn (esa trompeta que es filo). Se adapta una obra teatral de William Gibson. En principio, prevista para que la interpretaran Elizabeth Taylor y Paul Newman. Se ganó con el cambio. MacLaine y Mitchum, ambos excepcionales, proporcionan dos de sus más matizadas interpretaciones. La trama es el proceso de su diálogo o conversación amorosa, de sus tanteos y exploraciones mutuas, de sus vacilaciones y sus impulsos, de sus determinaciones y errores.
Como los protagonistas de Desayuno con diamantes los dos protagonistas cruzan sus destinos en unas circunstancias de indefinición y tránsito. Gittel no acaba de encontrar la estabilidad en su dedicación, el baile. Jerry acaba de llegar de Nebraska a Nueva York, y arrastra la ruptura con su vida anterior, laboral y marital. De hecho, nos es presentado, sobre un puente,mirando a la distancia. Es alguien en proceso. Vive un reinicio, pero aún no ha logrado afrontar la separación tras largos años de matrimonio con su esposa, como el actor que aún sigue tropezándose con el texto de la anterior obra. Jerry, como Holly (Audrey Hepburn) en Desayuno con diamantes, vacila, inseguro, aún bajo el peso de lo que no sabe superar (ese pasado con el que aún mantiene conversaciones telefónicas por su proceso de divoricio, como en Holly ese marido que surge cual fantasma un día para pedirle que vuelva) para ser capaz de entregarse a una nueva relación. Le falta esa fuerza que supere los temores de que lo que no funcionó en el pasado vuelva a repetirse, esas sombras del temor a un nuevo fracaso que obstaculiza el que ese nuevo amor pueda realizarse y materializarse. Sombras que se retuercen en su interior, que a veces se transparentan en los actos y sorprenden con el gesto cambiado a Gittel, como si mirara a alguien de otra dimensión.
Aquí no hay gatos que se pierdan bajo la lluvia para darse cuenta de que no se pueden dejar las preciadas ocasiones en la vida en que aparece un cómplice naufrago con el que botar una nave en el que sentirse presentes con un amor posible. No hay sino dos naufragos que no son capaces, en especial él, de romper las paredes que ellos mismos han construido, con las costras de sus decepciones, y que imposibilitan materializar lo que pudiera haber sido posible. Pese a que hayan pasado dos semanas de que se haya completado el trámite de divorcio, Jerry no comparte esa información con Gittel, como si la portara como una úlcera en su estómago. Es la fisura que parece separar a ambos aunque no lo quieran, porque resulta difícil lidiar con lo que se arrastra tanto como con lo que no se expresa, como si se se encadenaran con lastres que no saben cuál es su consistencia, si se volatilizará o será un remanente constante, como un fantasma en la pared de su relación. Quizá el mismo Jerry lo ignora. En ocasiones se juega con el efecto artificial de sus dos habitaciones colindando, como si estuvieran pared contra pared. Dos en la esquina, es el título original, y así conforma el vértice que une a ambas habitaciones. Habitan una misma esquina que es distante, porque no logran superarse, y se reconcomen con sus úlceras emocionales. Como la barra del armario de Jerry que no logra estabilizarse, y tarde o temprano se desploma, hay emociones cuya barra no es lo suficientemente estable, por mucho que se quisiera que así fuera. Por eso, te alejas cuando quisieras aproximarte.

martes, 17 de septiembre de 2019

Ad Astra

Nos tenemos sólo a nosotros. El comandante Roy McBride (Brad Pitt) se siente incómodo cuando le preguntan cómo se siente. Quizás porque no se siente a gusto consigo mismo. Siempre quiso ser astronauta. Su mirada siempre se dirigió hacia las estrellas. La expresión Ad astra, a las estrellas, alude a la frase de Seneca, per aspera ad astra, a través de las dificultades a las estrellas (en Cabo Cañaveral hay una placa conmemorativa con esa frase en homenaje a los astronautas fallecidos en el Apolo 1, cuando se incendio). Pero las dificultades que explora, o intenta dejar en evidencia, James Gray en Ad astra (2019), son las que se padecen a ras de tierra, o en el interior de una mente, ese firmamento con agujeros negros emocionales, las dificultades de conexión con los otros, en especial con los que se supone que son los seres queridos, por tanto las dificultades de consolidar una relación que no emborrone, o subordine, a los otros, por buscar algo más allá de las estrellas, esto dicho, en un sentido amplio, figurado. En las primeras secuencias se escucha a Roy leer una declaración en la que afirma que no distraerá su atención de lo que debe ser su foco prioritario: al fondo, en segundo término del encuadre, se distingue, desenfocada, a su esposa, que abandona la casa. Roy ha priorizado en su vida su dedicación o vida exterior, ha sido su objetivo preferente, lo que implica mirar siempre hacia la distancia, hacia lo que se quiere conquistar o descubrir. Como su padre, Clifford (Tommy Lee Jones), cuando se marchó, como responsable del Programa Lima, hasta Saturno para intentar demostrar que hay vida inteligente en algún lugar del Cosmos (lo que por extensión, no sólo implica vida alienígena, sino esa obcecación humana por constatar la presencia de un dios o varios como autores del libreto que es nuestra existencia). De hecho, Clifford, que partió casi treinta años atrás, y desapareció, dándosele por muerto, trece años atrás, declara en una de sus grabaciones que podía sentir la presencia de Dios. No deja de estar, también, relacionado con esa necesidad de sentirse dios, controlador aéreo de la vida (y no sólo la propia). Como si la realización de la existencia se materializara como protagonista, que se eleva por encima de los demás, en un escenario.
Este es el relato de un viaje interior, puntuado por la voz en off de Ray. En las primeras imágenes, de modo difuso, se insinua el rostro de Roy, con el firmamento como telón de fondo. El espacio sideral, el espacio interior de Roy. Una imagen temblorosa. Así es como se mira a sí mismo Roy, quien se siente lejos de todo. Siente que ha cometido demasiados errores, que habló cuando debería haber escuchado, que se irritó cuando debía haber reaccionado con calma. Siente que se dejaba llevar por la furia cuando era una manera de no enfrentarse al miedo, por eso interpone distancia, y parece una piedra que se muestra susceptible si quieren saber cómo se siente. En las primeras secuencias, en una plataforma de elevada altitud que supera la atmósfera terrestre, Roy se precipita en el vacío. No ha dejado de precipitarse en el vacío toda su vida, por construirla sobre la negación. Esa caída está provocada por una explosión en Neptuno que ha afectado a las corrientes eléctricas en la Tierra, provocando miles de muertes. Se teme que el efecto de esa explosión pueda derivar en la destrucción de toda vida en el sistema solar. El modo de contrarrestarlo implica un viaje hasta la nave de su padre en Neptuno, quien, según le notifican sus superiores, puede aún seguir vivo. Y a Roy le asignan esa misión. Pero ese es el planteamiento argumental. Y este A las estrellas, ante todo, y no lo esconde, es un viaje interior, y por lo tanto simbólico, en la línea de Solaris, de Andrei Tarkovski o Steven Soderbergh, o, particularmente, Interstellar, de Christopher Nolan (por su estructura episódica) o Gravity, de Alfonso Cuaron (por centrarse en el proceso de un personaje confrontado con sus emociones irresueltas, con la pérdida de gravedad emocional o inclinación a la huida o negación). No sólo no lo esconde, sino que lo expone sin las sutilezas a las que recurrían las obras citadas. Es un viaje hacia las sombras interiores, como también lo era una obra sí vinculada con sucesos reales, pero ante todo un viaje interior, en este caso más inspirado, o no tan desequilibrado, First man (2017), de Damien Chazelle.
Es un viaje con diferentes escalas, o episodios, como Interstellar, con desvíos del camino, u obstaculizaciones con las que se encuentra. En uno de esos episodios, se detienen para atender la llamada de una nave, en la que encuentran sueltos animales agresivos. En la siguiente secuencia Roy reflexiona sobre su furia reprimida, y cómo también la sufría su padre. Se confronta con su represión como condicionante de su incapacidad de conectar y relacionar. Al simbolo le sucede el comentario, o la interpretación. O, también podría verse cómo un suceso suscita en el protagonista una revelación sobre sí mismo, ya que este es un viaje interior, salpicado de imágenes impresionistas, rodades en diferentes formatos, que evocan la infancia o la relación marital de Roy, huellas emocionales, reminiscencias, en la línea de las que desplegaba Terrence Malick en La delgada línea roja.
En su primera mitad, en armoniosa conjugación con la música de Max Richter, prima el flujo de una atmósfera impresionista, pero a partir de esa secuencia citada, símbolo y atmósfera comienzan a desajustarse. Me evocó Eyes wide shut (1999), de Stanley Kubrick, porque resultaba sugerente el desciframiento simbólico (sustentado en la excelente novela de Arthur Schnitzler, Relato soñado), pero el relato cinematográfico en sí parecía ir por otra dirección, convirtiéndose en lastre, por su rancia y rudimentaria aproximación expresiva, carente de atmósfera y fluidez. En el caso de Ad Astra, más que deficiencias de estilo o fluidez narrativa (Gray despliega su habitual elegancia y refinamiento formal, con esa característica iluminación que amortigua la luz, y no adolece de la espesa y artrítica narrativa que definía al cine de Kubrick), el desajuste proviene de que el símbolo se superpone, de lo cual se resiente el trayecto dramático (aparte de que no sea un entramado conceptual particularmente complejo; tampoco lo era el de Gravity pero fluía, prioritariamente, de modo armónico como curso emocional). Sentí el trayecto no como la progresión hacia una catarsis, o depuración (en un sentido alquímico, como era también en el caso de Gravity o Interstellar) sino hacia un significado, la asunción de que estamos solos con nosotros mismos, y hay que dejar de mirar tanto a las estrellas, es decir, a nuestros egos y arrogancias, y enfocar en lo fundamental, la capacidad de conectar con los otros, los que están a nuestro lado. Ni hay dioses más allá, ni somos dioses nosotros. Por eso, en las secuencias finales la figura desenfocada en las iniciales ya está bien enfocada, porque ya no se mira hacia las difusas estrellas, hacia la distancia que es el propio ombligo.