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lunes, 29 de noviembre de 2021

Master and commander

                                                                         

                                               
Master and commander (2003), de Peter Weir, nos sitúa en el espacio incierto del mar, y del horizonte. Porque éste es real, material, a diferencia del de su obra precedente, El show de Truman (1998), un horizonte que era decorado, con el que chocaba la proa del barco en el que huía Truman (Jim Carrey) de la prisión de ficción de vida en la que había estado sumido con una identidad y estructura y concepción de realidad condicionada (asignada). Se rebelaba contra esa imposición de escenario de vida y cruzaba el umbral hacia una realidad aún no prefigurada, en busca de la forja su propia forma de habitar y de relacionarse con la realidad. Asumía la naturaleza líquida e inestable de la realidad, en la que se puede perder pie porque es vulnerable, pero afrontaba la confrontación con esa oscuridad incierta de la vida (ese espacio en negro en el decorado), paradójico papel en blanco, como una singladura en la que navegará cual explorador en un territorio que es dinámico (como el  territorio desconocido de los mapas de la antigüedad) y no estático como la prisión de la ficción en que vivía, donde todo estaba ajustado en su sitio, programada realidad mecánica e inercial donde todos y todo cumplía su función preestablecida y previsible. ¿Pero en esa búsqueda de lo verdadero, en ese discernimiento de un propósito propio, cual funambulista en ese medio líquido, puede uno desprenderse de los lastres de los espejismos, sin quedar atrapado en la telaraña ficcional de lo que se convierte en un propósito o misión que puede ser tanto obsesión como posesión, preso de un papel que inconscientemente encorseta, con un enajenado afán por dominar y controlar las coordenadas o circulación la realidad?

En Master and commander nos encontramos con un navío estratificado como una reglamentada sociedad en donde todos saben el lugar que ocupan, y que asumen (como en la ficción de realidad predeterminada en El show de Truman). El inicio es revelador, es el despertar de esa nave. Sonámbulos en un sueño, a la espera de cumplir su función, que quizá también sea un sueño. Navegan entre la bruma. Y es entonces cuando aparece lo que se revela como su propósito. Un adversario, cuya presencia (en el horizonte difuso) movilizará la nave para que se ponga en marcha, y realice su función. Sin ese enemigo no es nada, navío a la deriva. Como las apariciones de los maoríes en La última ola (1977),  como la inicial aparición fantasmal del arquitecto en los maizales en Sin miedo a la vida (1993), el navío enemigo aparece en la bruma indiscernible. ¿Es real, o es una fantasmal proyección? ¿Existe, o lo creamos porque lo necesitamos para ponernos en movimiento? El trayecto de esta admirable obra relata la persecución de ese otro navío, ese contrincante, esa nave escurridiza y espectral, que aparece cuando uno menos lo espera, fuerza más poderosa por las capacidades de las que dispone, casi como si fuera aquella ballena que poseía atributos sobrenaturales, más por proyección, en el Moby Dick de Herman Melville. Y el trayecto nos plantea varias preguntas, condensadas en las dos figuras principales, contrapuestas, el capitán del navío, Aubrey (Russell Crowe), y el médico cirujano, Maturin (Paul Bettany).

Aubrey acata su papel, lo asume como su afirmación, es lo que debe ser, por lo que respeta las reglas y leyes de lo que representa el navío, que es a una sociedad, una forma de estructurar la visión de la vida, y de las funciones que cada uno cumple, y él sabe cuál es la suya, y da por sentado que es la que debe cumplir, cada uno tiene su sitio, y todos saben que es lo que deben hacer para que la nave, la sociedad, se ponga en movimiento. Es un rígido orden que suministra una certidumbre, una mecánica de previsiones, y nadie puede cuestionarlo. Excepto Maturin. El médico es un anarquista que cuestiona toda noción de autoridad, poder y jerarquías. Él es librepensador que cuestiona el sinsentido y arbitrio de lo que Aubrey considera como lo que es o debe ser. Aubrey tiene clara su identidad así que los cuestionamientos de Maturin son una irreverente disidencia, que necesitaría de una reprimenda o castigo. Pero no todo es simple o maniqueo. Entre ambos, tan contrapuestos, existe una poderosa amistad, definida hermosamente en los conciertos de música que ambos interpretan con sus instrumentos de cuerda. Más allá de los rígidos corsés de la identidad social les une algo tan inasible e indefinido como el arte, la música. Una comunicación más auténtica e íntima.


Tener tan claro el papel que uno cumple no exime de no enfrentarse a circunstancias dolorosas en donde no se sabe si se ha tomado la decisión idónea, como no se está exento de cometer errores. La realidad, líquida, inestable, imprevisible, no puede dominarse, por mucha capacidad y dominio de la función que uno tenga, por más que sea uno capitán de un navío, esto es, disponga de cualidades y conocimientos para saber controlar la realidad con las adecuadas maniobras y estrategias. Y a eso se enfrenta Aubrey en los diferentes avatares del relato, narrados con tal prodigioso dominio de la genuina aventura, su trance físico, su lucha con los elementos (desde una tormenta hasta el padecimiento de la inmovilidad de estar al pairo). Por otra parte, su propósito, aquello que debe hacer y que le afirma en su identidad, propósito y función, puede convertirse en una obsesión, y por pasiva, revelarse su condición ficcional. Su persecución de ese enemigo supera lo necesario, poniendo en peligro al propio navío, llevando más allá de lo razonable su propósito. Ese espectro se convierte en lo que dota de sentido a su vida, su persecución sin fin, porque sin nada que perseguir uno se queda varado. O es el reverso de quién tan rígidamente está preso de su papel o representación. La vida parece necesitar de esa representación, de esa condición de relato, donde uno debe perseguir algo de modo empecinado, aunque ciegue su mirada y discernimiento. Por añadidura, los frágiles límites de la realidad, o de su percepción, se enrarecen cuando entran en juego los miedos cervales, el pensamiento mágico. Las supersticiones, las reacciones ante aquello que no se entiende, y que pueden determinar la transferencia en alguien la condición de gafe o chivo expiatorio de las desgracias que acaecen (la ignorancia crea monstruos; fantasmas de certezas que son ofuscaciones de la impotencia). El sentido que se transfiere al reglamento rígido que guía su vida o singladura se entrevera con un neblinoso sentido que procede de fuerzas irracionales (como en cualquier sociedad los reglamentos sociales y las supersticiones religiosas). Ambas coordenadas rigen la vida de estos marinos, de estos habitantes o pasajeros de la singladura vida, ambas igual de obtusas. ¿Y dónde queda la razón y la reflexión, que cuestiona la falta de rigor de ambas?

Maturin, el verdadero explorador, ansia el conocimiento, se hace preguntas y desvela las inconsecuencias de esas visiones de la realidad. Es el elemento extraño, el pensamiento indómito. Pero sabe dónde está, como debía asumir el arquitecto en Sin miedo a la vida cuando perdía pie tras sobrevivir al accidente aéreo y se cuestionaba el fundamento de lo que consideraba su estructurada vida de hábito. Maturin no está fuera de la realidad ni de la sociedad, es parte de ella, en donde tiene una función que cumplir, dentro de la cual se rebela, es decir, no deja de plantear su voz propia y disidente. Y, punto que da una definitiva vitola de rica complejidad nada maniquea a esta asombrosa obra de arte, Maturin no está exento de sufrir los espejismos de la realidad, del propósito velado en obsesión (como también los sufría el protagonista de Sin miedo a la vida). Hay algo más que le une a Aubrey, no sólo la música, sino una revelación que suscita en él una sonrisa que define su sabiduría. Maturin, una y otra vez, contrapone, frente a esa irracional y obtusa misión de perseguir al barco enemigo, la visita a las Islas Galápagos en donde tiene la posibilidad de descubrir criaturas hasta ahora desconocidas para la ciencia. Contrapone el ansía de conocimiento del espíritu explorador científico al inercial cumplimiento de unas ordenes, que además sólo implican destrucción. La acción constructiva frente a la destructiva, la actitud anhelante de conocer más, de descubrir, a la que repite lo ya conocido como seña de identidad mecánica.

Pero Maturin descubre en su paseo por la isla recolectando esas especies nunca vistas que no está tan lejos de Aubrey en su obsesión, ya que su ansia puede cegarle, convirtiéndose en un empecinamiento que subordina otros aspectos u a otros a la consecución de lo que busca. La búsqueda pierde su condición esencial que es la búsqueda misma, el proceso de conocimiento pierde foco, la misma navegación se adultera, cuando el logro se convierte en obcecada cuasirreligiosa persecución. Cuando Maturin cree entrever ese peculiar pájaro (de alas cortas) que busca tan denodadamente, ese espejismo le ofrece a cambio que descubra en la bahía más allá de las alturas donde se encuentra, el navío que persigue Aubrey. No se diferencian tanto su pájaro del navío, su búsqueda, de la de Aubrey. De nuevo desde las alturas, toma consciencia de su obnubilada presunción, de su ofuscada misión en nombre del conocimiento. Y sonríe. La búsqueda nunca puede terminar, es la esencia del movimiento del conocimiento. Es el impulso de acción, como decía Goethe en Fausto lo que nos define como criaturas en movimiento. Siempre habrá espectros que perseguir, pero hay que saber que lo son, que son proyecciones, figuras en la niebla (de las incógnitas y las ficciones proyectadas) que uno intenta discernir en esta singladura que es la vida. Y así termina la película, o empieza, porque a lo que se persigue, escurridizo, nunca se le puede capturar, ya que uno se quedaría varado. Y suena la música. Y el barco vira y surca el mar.

viernes, 26 de noviembre de 2021

La hija

                   

Intentas ajustar la vida a unos patrones, como un sastre, pero todo plan, todo cálculo, se puede ver desmantelado por los imprevistos, en forma  de volubilidad o ingobernabilidad de emociones y deseos. Por mucho que quieras escribir, como si fuera un guion, tu realidad, las brechas irrumpen para desestabilizar todo intento de establecer cimientos de predictibilidad. En ocasiones, el caos y el orden conviven en un mismo cuerpo. En Caníbal (2013), Carlos (Antonio de la Torre) es un sastre, pura meticulosidad, organización y medida. A la vez, es caníbal, un hábito que no parece armonizar con la mesura de las formas sociales. Pero realiza tanto una actividad como otra con la misma impávida eficiencia. No hay desbocamiento ya que la actividad anómala la realiza para satisfacer sus gustos culinarios. El deseo y el sentimiento irrumpen, doblemente, para intentar desestabilizar su paradójico orden de patrones de conducta, en forma de dos gemelas, como él es dos que parecen opuestos pero conviven armónicamente. En El autor (2017), Alvaro (Javier Gutierrez) un hombre que se ha visto abandonado por su esposa, escritora de best sellers, como si él fuera una historia prescindible, decide convertirse en escritor, pero no solo sobre el papel, sino en la misma realidad; sus vecinos serán los personajes que quiera manipular como si pudiera determinar, escribir, su realidad. Ficción y realidad se enmarañan, personajes y seres reales difuminan sus límites en la mente de quien quiere controlar los patrones del orden de la realidad.

En La hija (2021), tres cuerpos protagonizan el conflicto, en el que dos cuerpos disputan una criatura por nacer que se convierte, además, en pulso por controlar la configuración del escenario de realidad. Javier (Javier Gutierrez) y Adela (Patricia López Arnaiz) urden un plan para poder tener el hijo que no pueden tener por imposibilidades biológicas. Si la vida no provee hay que asaltar la realidad. En principio, las circunstancias parecen favorables, ya que Irene (Irene Virguez), una chica de quince años que reside en el centro de menores infractores donde imparte clases Javier, acepta el intercambio de su bebé por la libertad ansiada. Pero los planes pueden toparse con el cambio de las decisiones, porque dependen del carrusel oscilante y veleidoso de las emociones. Irene echa de menos a quien la dejó embarazada, recluso en prisión. No contempla las cautelas porque los sentimientos y deseos la desbordan. Abre brechas en la celda que es fortaleza. Sus apetencias superan a los propósitos, pero también estos se modificarán cuando los sentimientos tomen el mando, y decidan que las prioridades no son las mismas que antes se consideraba. El rechazo al bebé puede convertirse, en poco tiempo, en deseo de fundar un propio hogar. El orden que Javier y Adela pretendían apuntalar con los cálculos de su  plan se verán desestabilizados por el caos de las emociones volubles. Y dos hogares en proyecto entrarán en colisión.

El estilo de Martín Cuenca se caracteriza por planos de medida simetría y dilatada duración, un sonido casi amortiguado y una ausencia de movimiento cotidiano alrededor de los personajes, como si la realidad solo fuera su particular escenario, su conflicto, su parcela de vida aislada del resto porque para ellos es lo único importante. El mundo alrededor es irrelevante, a no ser que se convierta en amenaza, como en la dilatada secuencia en la que el policía recorre la casa golpeando las puertas e intentando avistar algo en su interior, buscar una brecha en esa fachada que intuye esconde algo que camufla como a su vez lo hacen las apariencias razonables, aparentemente inocuas, de sus dos habitantes. En La hija el aislamiento resulta espacialmente aún más explícito por el hecho de que Javier y Adela viven en una casa aislada en una zona rural sin rastro de vida humana alrededor. Pero tampoco los planos en el pueblo, donde se encuentra el centro de menores, abundan en movimiento de figuras alrededor. Todo parece definido por la distancia, como si se observaran una serie de placas a través de un microscopio. Cuando irrumpe la muerte, acontece mediante elipsis o en fuera de campo. No se visibiliza el acto; al fin y al cabo, no son vidas sino lo que representan, meros obstáculos a superar para conseguir un propósito. En cierta secuencia, se oyen los disparos mientras varios planos encuadran sucesivamente las estancias del interior vacío de la casa. El objetivo de unos y otros. La configuración del propio hogar. Y para conseguirlo cualquier medio es válido.

 

jueves, 25 de noviembre de 2021

Creer en las fieras (Errata naturae), de Natassja Martin

                    

No parezco la misma y sin embargo nunca he estado tan cerca de mi auténtica complexión anímica, que se ha estampado en mi cuerpo con una textura que refleja a la vez un tránsito y un regreso. Natassja Martin miró al abismo, y éste le mordió a él. Un oso mordió su rostro y una de sus piernas. El título de la obra que escribió la escritora francesa, nacida en 1986, Creer en las fieras (Errata naturae), ya indica cuál es el trayecto que realizó tras vivir tal acontecimiento. No sólo vivió una odisea física, la recomposición o el arreglo de su rostro, durante el que sufrió la incompetencia de algunos hospitales, y se vio envuelta en grotescas rivalidades no solo entre los hospitales franceses y rusos sino entre los mismos franceses, mientras peligraba el hueso de su mandíbula, o ignoraba en qué medida podía ser afectada por las baterías. Sintió el desamparo de quien puede perder su condición humana. No solo porque debía asumir que su rostro ya no sería como antes, al quedar desfigurado, sino que podía ser otra cosa, una condición entre medias que era nada y monstruosa, una anomalía entre otra indefinida especie animal y humana. Sobre todo vivió un replanteamiento radical de sí misma. Por eso consideró la vivencia un tránsito que era regreso. Se alteró su perspectiva sobre su relación con la realidad y consigo misma. El oso marca un límite. El acontecimiento <<oso>> y sus consecuencias me exige que renuncie de una vez por todas a la violencia con la que me afianzo en el mundo (…) concluyo que fui a buscar fuera algo que está dentro de mí, el oso es un espejo, el oso es la expresión de otra cosa que no es él, de algo que me concierne.  
Natassja lloró la consciencia de que su vida no sería la misma, como si hubiera sido desgarrada de modo irreparable, pero el mismo proceso de asunción de su semblante desfigurado implicó la confrontación con una concepción errónea de esa nuestra relación con nosotros mismos y los demás. Con la concepción de imagen e identidad, con esa tendencia de nuestra sociedad de proyectar una imagen determinada, noción en la que el rostro es sobre todo máscara de conveniencia. Somos la única criatura preocupada por la imagen que los demás tienen de nosotros. Llevo años recogiendo historias sobre las presencias múltiples que pueden habitar un solo cuerpo para subvertir ese concepto de identidad unívoco, uniforme y unidimensional. Y también tomó consciencia de que utilizamos a los animales como reflejos, lo cual también indica nuestra tendencia a concebir el mundo como un espejo en función nuestra. Por eso, ¿por qué ella utilizaba al oso como metáfora de su conflicto o transición emocional? Pregunta que le lleva a otra, ¿Quién es capaz de decir lo que lleva dentro, lo que siente? Y por ende a una revelación crucial que la desnuda: Me encontré con el oso porque no supe establecer límites ente el exterior y yo. Natassja se desplazaba por la realidad como quien se salta las señales de tráfico o se despreocupa de la consecuencia de sus acciones y reacciones porque solo se preocupa de lo que quiere y necesita, como un vehículo emocional arrollador que considera que el mundo es un satélite proveedor de lo que demanda su yo. Ella no era lo otro. Lo otro era su suministro complaciente, una pantalla que surcar como protagonista. 
El acontecimiento oso conllevó la confrontación con lo demasiado humano y lo demasiado bestial. Siente el mordisco de la bestia y sufre, con la experiencia de los hospitales, las inconsistencias e inconsecuencias de los humanos, la violencia de su negligencia o de su tendencia a la cosificación utilitaria del otro. Hay quien le indica que el oso no quiso matarla, sino marcarla. Por eso, la califica como miedka, alguien entre dos mundos. En principio, se siente a la deriva, como si los contornos se desdibujaran, y fuera invadida, suplantada.  Desorientada, busca un punto intermedio. Desorientada, cae en las arenas movedizas de las dualidades imprecisas, pero pronto comprende que son concepciones ilusorias, como un espejismo que camufla un discernimiento vago. Hace falta a toda costa salir de esta dualidad reversible y mortífera. No es una cuestión de confrontación entre lo humano y lo bestial. El ser humano en sí es ya potencialmente una bestia, y la más dañina sobre la Tierra. El abismo no era la bestia de la naturaleza, encarnada en un oso, sino la bestia que anidaba en ella, en nosotros, esa bestia en ella con la que mordía la realidad. La reconcepción o reestructuración del enfoque sobre nuestra relación con nosotros mismos Implica una metamorfosis que supere el lastre de esa concepción y más bien vehicule la asunción de nuestra condición como parte de un todo, de un conjunto. Está vinculada a un bosque en el que tendrá que sumergirse de nuevo para terminar de sanar por dentro (…) La belleza de lo que ha sucedido, de lo que me ha sucedido, es que lo sé todo sin saber ya nada. ¿Voy a percibir cómo las patas de las aves se posan en la tierra? ¿El susurro de sus alas a lo lejos, la textura de su respiración? El desarrollo de la civilización nos ha conducido a la alienación, a la perdida de conexión con lo natural, a la distracción en fugas que son espitas también ilusorias o insuficientes, al cautiverio permitido entre casillas y cuadrículas de pantallas, extensiones y rutinas. Nos hemos estancado, preferimos la comodidad de la aparente certeza. No buscamos tránsitos ni soñamos con regresos, porque no somos conscientes siquiera de que necesitamos regresar a una relación con la realidad en la que un oso como un ser humano no son el símbolo de lo opuesto sino componentes de un conjunto. Natassja Martin comienza con una cita de Empédocles, el fragmento 117 de Sobre la naturaleza: Yo ya he sido antes un muchacho y una muchacha, un arbusto, un pájaro y un  mudo pez de mar. Esa reconcepción, o alteración en la relación con el mundo, implica habitar una realidad donde aún no se ha estabilizado nada, donde las fronteras entre los que existen todavía son indefinidas, donde todo es posible.

martes, 23 de noviembre de 2021

Soberbia

                 
Strickland (George Sanders), figura inspirada en el pintor Gauguin, es como los protagonistas de las dos siguientes obras de Albert Lewin, Dorian Gray o Bel Ami, en, respectivamente, El cuadro de Dorian Gray (1945) y Los asuntos privados de Bel Ami (1947), alguien que carece de escrúpulo o conciencia, y superpone una Idea, un Absoluto, un Propósito, por encima de las personas, indiferente a lo que sientan o padezcan. Sea, como inclemente arribista, la posición privilegiada, caso de Bel Ami, ser Lo Bello (que vence al tiempo), como Dorian Gray, o el Arte, como Strickland. El título original de esta notable ópera prima de este singular cineasta, Albert Lewin, Soberbia (1942), es The moon and the sixpence (La luna y la moneda de seis peniques). A Somerset Maugham, autor de la novela que se adapta, se le ocurrió el título por una frase que un crítico escribió sobre una obra anterior suya, Servidumbre humana. Como escribió él mismo: 'Si miras al suelo en busca de una moneda, no mirarás arriba, y te perderás admirar la luna'. Empecinado en tu objetivo, no adviertes la belleza alrededor. O, como ocurre a Strickland, la belleza de sus pinturas no se corresponde con su mezquino interior. Lo mundano, que incluye las emociones y sentimientos de los demás, se desprecia por accesorio o inútil, porque lo único que importa es la realización su obra, llegar a ser un gran pintor, es decir, importa su necesidad, lo cual implica que no importen las necesidades de los otros, quienes son presencias útiles (según la necesidad circunstancial) o molestas. Cree que transita las alturas, pero realmente vive con la mirada adherida a ras de tierra.

La obra se construye sobre un prólogo, y tres pasajes que relatan la evolución de Strickland. En el singular prólogo, de sorprendente modernidad, Wolfe (Herbert Marshall), trasunto a su vez del propio Maugham, lee con perplejidad en el periódico la alta suma de dinero que se ha pagado por un cuadro del ya fallecido Strickland. Wolfe se vuelve hacia la cámara, acompasado a un impetuoso travelling, y se dirige al espectador, compartiendo su desconcierto sobre el enigma de la personalidad de Strickland, que le propulsa a escribir sobre ello, lo que implicará el relato de los tres pasajes citados, en los que son cruciales las perspectivas de otros personajes (la intermediación de su mirada). También destacan en este prólogo detalles humorísticos, como la puntuación de sus reflexiones con los gestos exasperados de su sirviente por tener que recoger una y otra vez del suelo las pertenencias de Wolfe (y emitiendo un gemido cada vez que se agacha). Es una irónica manera de anticipar, por un lado, cómo la actitud de Strickland no tenía en cuenta la consecuencia de sus actos o negligencias en los otros, y por otro, de evidencira que estamos en el terreno de la ficción, de la <<representación>>, el intento de articular quién o cómo era Strickland. 

Es una velada forma de esbozar la consideración de que su afán de transcendencia, de ser Arte, se correspondía con una figura patética en su condición miserable (misógino y cruel, incluso con los que le ayudan), como también de establecer una distancia que propicie la visión de cualquiera de los otros personajes, aun víctimas de Strickland, como también víctimas de sus limitaciones, contradicciones o carencias. Es el caso de la esposa (Molly Lamont) que Strickland, abandonada, tras diecisiete años de matrimonio, por quien era un aparentemente anodino agente de bolsa ( de lo que avisa al propio Wolfe antes de presentárselo). Es fabulosa la secuencia de la cena, en la que Strickland parece alguien sin remarcada personalidad, que funciona por trámite vital (sin dejar de sugerirse, por la sutil expresión de Sanders, que es como un elemento fuera de sitio). En principio ella cree que le ha abandonado por otra mujer, por lo que envía a Wolfe a París para que interceda (o le convenza de que retorne), pero al enterarse por éste de que ha sido por una Idea, decidirá pedir el divorcio (a lo que no estaba dispuesta si luchaba contra otra mujer).

O lo serán las de otro pintor, Dirk (Steve Geray), y de su esposa Blanche (Doris Dudley), en el más brillante pasaje de la obra, aquel en el que Strickland va a vivir con ellos, porque Dirk sabe de sus condiciones precarias, que le han conducido a caer enfermo, aunque tenga que insistir para convencer a Blanche (que parece que forcejea consigo misma con tal obcecada resistencia a que acoger en su casa a alguien tan mezquino como Strickland que trata con desprecio a Dirk). Dirk es el opuesto de Strickland, alguien generoso, preocupado hasta el extremo por los demás, pero un pintor mediocre. Acepta que, ya recuperado, se quede a vivir con ellos, cual parásito, e incluso que cuando se marche, Blanche decida irse con él (evidenciando por qué se negaba con tal virulencia a que viniera, porque sabía lo que desataría en su interior) , y, careciendo de orgullo, suplicarla que no le deje ( como si él fuera el que no ha hecho algo bien), y seguir preocupado por su suerte aunque conviva con Strickland. Es sobrecogedor el plano general de la estancia en la que ella grita, después de intentar suicidarse tras ser abandonada por Strickland (finalizó el cuadro para él que fue su modelo, y ella ya no le interesa), que no quiere que Dirk permanezca en la habitación. El tercer pasaje transcurre en Tahiti, a donde se traslada, esperando encontrar lo que tanto anhela y persigue. En donde algo se transforma en su interior, cuando se enamora de una nativa, Ata (Elena Verdugo). Pero, parejo al cuadro de Dorian Gray, su piel se corromperá con la lepra, reflejo (consecuencia) de su corrupto interior, de todo el daño que ha causado a los demás, la lepra de su indiferencia insensible.

martes, 16 de noviembre de 2021

Arrival, de Jonny Greenwood (Banda sonora de Spencer)


 Lo bello y lo sublime... Quizá la más sobrecogedora banda sonora de este año, cortesía de Jonny Greenwood (y una manera idónea de decir hasta luego porque me ausentaré alrededor de una semana de los universos virtuales). Que disfrutéis de una radiante semana

Que no te quiten la corona (Acantilado), de Yannick Haenel

                               

Siempre he vivido en una jaula, y seguramente vivimos todos encerrados en nuestra propia jaula; realmente nadie tiene ganas de salir, nos gusta vivir en una jaula porque no tenemos ni coraje ni imaginación – me dijo -, no queremos que ocurra nada y nada nos ocurre, no vivimos de verdad, nos pasamos la vida mirando atentamente un ojo y nos convencemos de que estamos vigilándolo, cuando no solo es el ojo el que nos vigila a nosotros, sino que encima es un ojo muerto. Esto es: vivimos bajo el yugo alucinado de un ojo muerto. Que no te quiten la corona (Acantilado), del escritor francés Yannick Haenel (1967), es una obra en la que el protagonista, un hombre, que acaba de cumplir cincuenta años, vive la mayor parte del tiempo recluido en un apartamento, casi de tránsito porque tiene que abandonarlo en pocas semanas, y que pasa la mayor parte del tiempo viendo películas, porque piensa que a través de ellan circulan una serie de secretos que pueden posibilitar esa confrontación con nosotros mismos que nos revela en nuestra desnudez sin relatos convenientes de intermediación. La paradoja de las ficciones desnudando nuestras ficciones. Es un hombre que intenta bordear de puntillas el endeble tabique que me separa de mí mismo. Por eso, es una obra sobre la resurrección, como comenta que lo eran todas las obras de Herman Melville, sobre quien ha escrito un guion que se lo pasa al cineasta Michael Cimino porque al igual que Melville, que había saboreado en sus inicios la gloria fácil para hundirse en el fracaso cuando empezó a escribir ‘desde la verdad’ (dando voz al gamo blanco que llevaba dentro), Cimino había conocido la verdad intrínseca que hay en el fracaso, y sin duda a partir de entonces había dejado de distinguir el fracaso de la verdad, para considerar la verdad sólo en relación con el fracaso que la revela, como un gamo blanco atemorizado que atraviesa, indemne, ese bosque criminal que llamamos humanidad. En un caso la ballena blanca que Achab persigue, como quien quiere rectificar su sensación de fracaso, en Moby Dick, y en el otro el ciervo al que no dispara el personaje de Robert De Niro en la secuencias finales de El cazador (en el título original, The deer hunter/El cazador de ciervos), tras haber mirado de frente el horror en la guerra. La verdad sin filtros, la verdad que duele mirar, la verdad que no se suele mirar y se prefiere cubrir con pantallas que no se asumen como pantallas.

La puerta del cielo es el apocalipsis ahora. Tanto La puerta del cielo (1980), de Cimino como Apocalipsis now (1979), de Coppola, fueron dos obras que miraron de modo descarnadamente directo a la esencia de lo que somos, lo que es Estados Unidos como país (y por extensión occidente) y nuestra propia naturaleza. Pocos cineastas han mirado de modo más directo el horror. Ambas fueron películas que retomaban, sin red, un planteamiento de producción cinematográfica característica de los sesenta, de la que las extraordinarias tres obras que realizó David Lean, Lawrence de Arabia (1962), Doctor Zhivago (1965) y La hija de Ryan (1970), fueron su máxima expresión (y su insigne precedente); obras que conjugaban espectacularidad y complejidad, y que dejaron de realizarse a principios de los setenta por sus elevados costos (sustituidas por las más económicas producciones del cine de catástrofes). Por la envergadura de su producción La puerta del cielo y Apocalipsis now eran su equivalente, pero con la actitud del kamikaze, o la de quienes, amparados en sus previos grandes éxitos, El cazador y El padrino, aprovechaban esa circunstancia privilegiada. Un cine que era el yo desnudo intentando desnudar a la sociedad estadounidense, sus entrañas y mitos, su estructura de clases y sus crímenes, y la misma naturaleza humana. O la catástrofe humana. Sin duda, fue una catástrofe financiera para la sublime La puerta del cielo. Cimino vivía al borde del crepúsculo, allí donde se perciben el origen y el final de todas las cosas, y donde quien consigue aprehender se ve imbuido de una lucidez aterradora, pero también de la inocencia que todo el mundo ha perdido hoy en día. Pocas obras con tal luz cruda reveladora y con tal inocencia, tal es la pureza sin autoindulgencia ni componendas de su planteamiento. Fue el principio del fin para la carrera de Cimino, como poco después, tras el fracaso de Corazonada (1982), también Coppola opto por reclinar la cabeza por el fracaso de su intento (sublevación) y plegarse a las coordenadas de producción establecida. Cimino dejó de hacer cine poco más de diez años después, tras otras cuatro películas. Un año separa ambas producciones, pero aún hoy en día, su singularidad es la de dos obras fuera del tiempo que a la vez definen su época como el fracaso y la catástrofe de la evolución de nuestra sociedad, atrapados en nuestras jaulas o burbujas o cápsulas, como todos aquellos que a través de nuestra soledad no podemos percibir más que de lejos, de muy lejos, como en un sueño remoto, como en un espejo inventado por la frustración y la nostalgia. La realidad se hunde mientras nos cegamos con múltiples pantallas.  “ La armadura hace a los caballeros, la corona a los reyes, ¿Qué somos nosotros?” Quien pronuncia estas palabras, Irvin (John Hurt), como una interrogante que destila causticidad y desolación, en una de las secuencias brecha, por su condición de reveladora ruptura fantástica, de La puerta del cielo, se desvanece en el humo, o como humo. El humo le cubre como esa misma interrogante, y cuando se despeja, ya no está: la respuesta es: nada. O un vacío rebosante de arrogancia y suficiencia. La Oligarquía, La Asociación de ganadores, debe imponer orden en su feudo. Han decidido eliminar a 125 inmigrantes, porque son agricultores que estorban con el cultivo de las tierras los territorios de paso de ganado y porque son extranjeros que pretenden hacerse un huevo en un territorio que los que dominan el escenario consideran que es propio. Los cimientos de un país y de un sistema socioeconómico definido por la estructura de clases.

No me queda más remedio que asumir el carácter laberíntico de la historia, y creedme que es involuntario. Habría preferido que el relato fuera transparente, aunque soy de la opinión de que la transparencia no es más que una etapa: su perfección es el resultado de una limitada capacidad para ver que hay más allá del horizonte. Esta reseña dispone del Mismo desarrollo laberíntico que esta singular novela en la que las películas adquieren tal relevancia en su desarrollo narrativo y conceptual, como el cineasta Cimino o la actriz Isabelle Huppert, que trabajó en La puerta del cielo. Lena me dijo que Isabelle Huppert había sentido cuán deseable es lo fugitivo; y cómo el encanto de lo que se nos escapa se adentra en una luz milagros: la de los sotobosques y las orillas de una noche que no pertenece a nadie. Es una obra también sobre lo que resulta difícil aprehender, en lo que se intuye la luz más valiosa de la experiencia, sea en la película de la pantalla o de la vida. La cautivadora materia de lo escurridizo, de lo frágil y transitorio. Es esplendor que no se sabe cuánto puede durar. Esas brechas que nos dotan de aliento en la plantillas (de rutinas y programas) con las que tapiamos la vida. Esas olas en las que se perdía el protagonista de Le llaman Bodhi (1991), de Kathryn Bigelow, que no dejaba de ser otra variante del viaje de Apocalipsis now. ¿Qué hacemos con nuestras vidas? Nuestra existencia está llena de agujeros; intentamos evitarlos, pero no es una buena idea, porque los agujeros nos muestran ese otro agujero inmenso que permite respirar el mundo. Y ese agujero inmenso puede convertirse en un lago donde nos bañamos desnudos tras lograr bordear de puntillas el endeble tabique que nos separa de nosotros mismos.

lunes, 15 de noviembre de 2021

Spencer

                            
En las primeras secuencias de Spencer (Id), de Pablo Larraín, Diana Spencer (Kirsten Stewart) es una figura perdida en un paisaje que debería resultarle familiar, porque es el de su infancia. Y es una figura que llega con retraso a la mansión de la reina de Inglaterra en Norfolk, la mansión Sandringham, en la que la familia real celebrará las navidades de 1991. Es una figura fuera de lugar, una figura en desajuste con su entorno. Spencer dota de cuerpo narrativo a ese desajuste. Spencer es una obra impresionista sobre un malestar vital, el que siente quien se siente prisionera en un escenario en el que todo se encuentra codificado, o embalsamado en rituales, como si meramente fueran autómatas que se ajustan a un engranaje. Diana es el personaje que desentona y discrepa. Siente que habita una tiempo detenido, una vitrina, en la que no existe el futuro y el presente es igual que el pasado. Se siente como un insecto tras un cristal, y sus aleteos son contorsiones desesperadas. La excepcional banda sonora de Jonny Greenwood dota de cuerpo musical a la exasperación de quien se siente asediada por la imperturbabilidad de unos carceleros que actúan como si su convulsión fuera una avería a resolver, pero siempre de modo discreto, como las cortinas son cosidas para que ningún fotógrafo realice una indiscreta instantánea; para Diana son otros barrotes que rasgar, como las alambradas que le separan de la mansión en la que residió cuando era niña son otros obstáculos que superar. La mansión de su infancia es una arquitectura dañada, abandonada, y la mansión del presente, la de su prisión vitrina, disimula en la compostura de las formalidades y rituales el abismo de su vacío y su impostura.

La también espléndida Jackie (2016) era un musical de fantasmas, como lo es Spencer, en la que un cuerpo quiere liberarse de esa mansión de espectros envarados que se han convertido en impávidos quistes sebáceos de su escenario privilegiado. Buena parte de Jackie transcurría en los contornos blanquecinos de la Casa Blanca, como Spencer transcurre durante los días navideños en la mansión de largos pasillos y amplias estancias que representa el encierro de Diana, el forcejeo en el que se ha constituido su vida porque no quiere resignarse a ser una más de esos espectros ni tampoco su cautiva resignada (la secuencia de la comida, en la que nadie emite palabra alguna, resulta más perturbadora por sí sola que todo el metraje de la tan sobredimensionada como insulsa La semilla del diablo, 1968, de Roman Polanski) . En Jackie, la excelente banda sonora de Mica Levi se ajustaba también al cuerpo de la narración como si reflejará el interior del fantasma de una mujer que sintió que no podía seguir viva si él, el presidente Kennedy, había muerto. Era una mujer que parecía ser más un reflejo que un cuerpo, porque parecía habitar entre vitrinas y espectáculos, o emanar de vitrinas y espectáculos, como si fuera parte integral de una pantalla, como cuando mostraba con orgullo y satisfacción en un programa televisivo las estancias de la Casa Blanca. Diana se niega a convertirse en un mero reflejo, en la figura popular que fotografían, esa que llaman Lady Di. Se niega a ser esa doble personalidad que debe aceptar, según su marido, el príncipe Charles (Jack Farthing), la que es y la que posa para los medios (y el público), y por ello, por ser una imagen para los demás, debe asumir que hará cosas que detesta, porque se debe a su personaje, lo que es decir a su condición de figura de la realeza. Un diálogo que mantienen en una sala de billar, cada uno en un extremo de la mesa, como contrincantes en un juego en el que no son precisamente las bolas las que se introducen en un agujero.
Jackie se vio precipitada al vacío, a su condición de mero cuerpo a la deriva, cuando la cabeza del hombre que amaba estalló junto a ella. Portaba un vestido rosa. Y sintió de repente que no sabía cómo vestir la realidad. Su vestido estaba rasgado por las manchas de sangre, como el telón de un escenario que se desgarra. Diana, en cierto momento, jugando con sus dos hijos, dice que su color favorito es el color rosa. No quiere que sus hijos se manchen con la sangre de los faisanes, porque, según su padre, deben ajustarse al ritual de la caza del faisán como otro rito de paso en su conversión de autómata de la realeza. Diana se siente un faisán que quieren cazar, una pieza que se muere lentamente en el interior de una vitrina por el ralentizado impacto de un disparo amortiguado cuya trayectoria se alarga en el tiempo, como ya son diez años los que dura su matrimonio con Charles, cuyos amoríos debe aceptar, pero también sus recelos sobre el motivo de su tardanza. Diana se siente como un espantapájaros. Por eso, portará la chaqueta del que se encuentra en la tierra de su familia para enfrentarse a quienes siguen disparando con sus privilegios de clase. Ni los faisanes merecen ser abatidos por una cruel tradición ni ella ser la víctima de un sistema o modo de vida que pesa la categoría de los individuos, como pesan a cada uno de los asistentes antes de las celebraciones navideñas, para así comprobar, cuando finalicen, que han engordado el correspondiente kilo y medio por las opíparas comidas, emblema de su vida de arrogante derroche. Diana se revela porque no es un peso muerto sino alguien que quiere dejar de sentirse perdida en una mansión de fantasmas.

viernes, 12 de noviembre de 2021

Filosofía felina. Los gatos y el sentido de la vida (Sexto piso), de John Gray

                           

Los gatos son felices siendo ellos mismos, mientras que los humanos intentan alcanzar la felicidad huyendo de sí. Esa es la mayor diferencia entre los gatos y las personas (…) Los seres humanos son criaturas autoescindidas que dedican la mayor parte de la vida a actividades de sublimación (…) Los gatos no planifican su vida: la viven según se les presenta. Los humanos no pueden evitar convertir la suya en relato (…) Atemorizados por la finitud de sus vidas, los seres humanos inventaron religiones y filosofías en las que el sentido de sus vidas no se interrumpa tras estas (…) los relatos que ellos mismos han fabricado para sí toman entonces el control, y las personas pasan así sus días en este mundo tratando de ser el personaje que han inventado. El escritor británico John Gray, en el magnífico ensayo Filosofía felina. Los gatos y el sentido de la vida (Sexto piso) contrasta o contrapone la actitud, o forma de habitar la realidad, de los humanos con la de los gatos. Es una forma de exponer cuán retorcida es la especie humana o cuánto nos hemos complicado la vida desde el principio de los tiempos. Los seres humanos necesitan distraerse de sí mismos, enajenarse con sublimaciones o rituales, huir de la confrontación consigo mismos, quizá simplemente porque no saben qué hacer consigo mismos (como si el acontecimiento no pudiera residir en nosotros mismos).  La circunstancia vivida en los momentos más críticos de la pandemia corroboraba la frase de Pascal, que Gray menciona en varias ocasiones: los seres humanos no saben sentarse quietos en una habitación. Más bien se ha definido por lo que Gray califica como una serie de contorsiones involuntarias. El ser humano se ha enredado con construcciones conceptuales, sea mediante la religión o la filosofía, para establecer unas coordenadas que doten de sentido a este trayecto que se llama vida, como si además, de ese modo, sentido y felicidad pudieran entrelazarse cuando el primero fuera vislumbrado. El ser humano ha generado relatos, que no dejan de ser ilusiones con apariencia de respuestas, porque no sabe desenvolverse con las incógnitas y las interrogantes (y estas están relacionadas con el asombro).

El yo con el que los humanos se identifican es una construcción de la sociedad y la memoria (…) los otros animales no comparten sus vidas con semejante espectro. La mayoría carece de una imagen de sí mismos. Para ellos, la supervivencia no significa la continuación de la existencia de un yo imaginado, sino la de la vitalidad de su cuerpo. Somos tan autoconscientes como fácilmente sugestionables y moldeables (como cuerpo de ser social). Como criaturas sociales nos formamos como identidades con una serie de expectativas, que disponen de una condición programática, pero con el desarrollo de la película de la vida irrumpen los conflictos entre lo que se suponía que uno es o debe desear y necesitar y lo que realmente necesita o desea. Supuestos entran en conflicto con querencias, que puede tornarse colapso, con las ansiedades, síntoma de un desajuste o insatisfacción entre el papel que se supone que deben cumplir o el guion de vida al que ajustarse y lo que sienten (lo que el cuerpo emocional clama): el peón del sistema se topa con una brecha que no sabe cómo codificar: el estado de alarma reclama una reestructuración de la forma de habitar la realidad. Vivir como gatos que son ya es sentido de la vida suficiente para ellos. Los humanos, sin embargo, no pueden evitar buscar un significado que trascienda sus propias vidas (…) Los gatos no necesitan autoexaminar sus vidas, porque no dudan de que vivir valga la pena. La autoconsciencia humana ha generado esa agitación perpetua que la filosofía ha intentado en vano mitigar. Y decir filosofía es decir la religión o el psicoanálisis u otros modos de intentar insuflar o implantar un sentímiento una armonía, una comprensión que implique además solución, arreglo, el reajuste de una avería en un sistema, porque somos criaturas más cercanas al mecanismo, cual autómatas, que cualquier otro animal. Los seres humanos pueden ser más intercambiables que los gatos. Cada uno es singularmente él mismo y tiene de más de individuo que muchos seres humanos. Y desde luego, son menos crueles que los humanos. Los humanos pueden ser más irreflexivos que ningún otro animal. No hay bestia como el ser humano.

El gato, a lo largo de la historia,  ha representado extremas consideraciones. Es como una incógnita que puede ser cualquier posibilidad. Han sido divinizados pero también han sido considerados manifestaciones de lo siniestro, perseguidos, y sufrido masacres. También han sido considerados, como cualquier otro animal, seres sin alma, por lo tanto sin capacidad de sufrimiento (una negación conveniente para seguir viéndolos como mero alimento o como meros seres funcionales de carga, transporte o vigilancia). El mismo autor del Pienso luego existo, René Descartes, realizaba experimentos para probar que los animales no sienten lanzando gatos por la ventana. Puede que el odio a los gatos sea una cuestión de envidia. Muchos seres humanos llevan vidas de reprimido sufrimiento. Torturar a otras criaturas es un consuelo, pues con ello se les infligen a estas padecimientos aún peores  (…) se ensañan porque saben que no son infelices como ellos (…) mientras que los gatos viven siguiendo su naturaleza, los humanos viven reprimiendo la suya. Los seres humanos se complican mucho la vida en el territorio de los deseos y los sentimientos. Por algo un concepto como inteligencia emocional dispone de relevancia después de tantos siglos de despropósitos, desencuentros e inconsistencias en ese territorio, en el que aún las emociones y los deseos nos desbordan (o paralizan). En cambio, los gatos no aman para distraerse de la soledad, el aburrimiento o la desesperanza. Aman cuando el impulso los lleva a hacerlo, y cuando disfrutan de esa compañía. Cuántas veces creemos amar o desear a alguien cuando no es sino el deseo de estar con alguien, por necesidad de amar, o paliar el aburrimiento vital. Los pasajes relacionados con el amor a los gatos de Patricia Highsmith y Mary Gaitskill, reflejan la singularidad de esa relación amorosa entre humanos y animales que carece de los retorcimientos de las relaciones entre los humanos, exenta de crueldades y mezquindades. Estaba despojado de toda vanidad y crueldad, también de todo remordimiento y arrepentimiento, sentimientos que siempre entran en juego en el amor entre personas (…) el amor que los animales sienten por nosotros y el que sentimos por ellos no es tan retorcido. Al respecto, el gato dispone de una cualidad singular entre cualquier otra de las especies consideradas como mascotas. Quizá sean ellos los que nos han domesticado a nosotros y no nosotros a ellos. Gray apunta que una de las razones puede ser el hecho de que no es un animal gregario, como lo es el ser humano. No hay manadas, rebaños, bandadas ni congregaciones felinas. Que los gatos no reconozcan a ninguno de los suyos como líder puede ser uno de los motivos por lo que no se someten a los humanos.
Es un animal, motivo por el que también resulta inquietante para algunos, cuyo estado de quietud puede ser perturbador. Su capacidad de observación parece inagotable, todo parece llamar la atención. Todo movimiento parece un hecho inaudito, algo de lo que preguntarse por su misma naturaleza. Convivir con un gato implica convivir con la interrogante del asombro, mientras que el ser humano tiende a buscar el entumecimiento de las confortables respuestas. En realidad, el mundo interior de los gatos tal vez sea más lúcido y vívido que el nuestro. Sus sentido son más agudos y su atención cuando están despiertos no está nublada por ensoñación alguna. (…) la falta de ego de los felinos tiene algo en común con la <<ausencia mental>> típica de la tradición zen. Quien alcanza ese estado ausente no pierde su mente. <<Ausencia mental>> significa ausencia de distracciones, es decir, estar plenamente  absorto en lo que se está haciendo. En los seres humanos, ese estado rara vez es espontáneo. Por añadidura, hay algo que siempre he pensado de este animal que cuando duerme parece que su semblante despliega la sonrisa del infinito. Parecen criaturas que han nacido para ser acariciadas. El ser humano dispone de ese privilegio, frente a otras especies, pueden acariciar. Con los gatos parece que la caricia alcanza uno de sus estados más depurados (para ellos y para quien les acaricia), y nos confronta con una de las evidencias más manifiestas, que bien podría considerarse el núcleo de la vida: Para los humanos, la contemplación es una ruptura con su vivir diario, para los gatos, es la sensación de la vida misma (…) los gatos nos enseñan que perseguir un sentido es como buscar la felicidad, una distracción. El sentido de la vida es una sensación táctil o un olor que llega por casualidad y, antes de que hayas dado cuenta, ya se ha ido.

miércoles, 10 de noviembre de 2021

Calle River 99

                           

Calle River 99 (99 River Street, 1953), de Phil Karlson, es una obra impulsada por la urgencia, tensión y crudeza, como si mantuviera en un permanente límite, o contra las cuerdas, como ya marca la primera secuencia, un combate de boxeo planificado con descarnada fisicidad que no tiene nada que envidiar a otros más afamados, como esta obra no desmerece de otras señeras obras del cine negro con mayor reconocimiento. Un combate en el que el éxito, que parecía ya entrever con la victoria por cómo dominaba a su contrario, se vio frustrado por un herida en una ceja que entorpecía con la sangre su visión. Tres años después de aquella derrota, como si se hubiera congelado el tiempo y no hubiera avanzado, Driscoll (John Payne) se siente contra las cuerdas en una circunstancia vital que parece colapsada, tanto en su misma relación marital como en su dedicación insatisfactoria como taxista. Una circunstancia extrema, en la que se sentirá contra las cuerdas, incluso para peligro de su vida, será la que le libere a través de la convulsa montaña rusa de situaciones en las que se verá envuelto en la noche en la que transcurre la acción de esta febril e inspirada obra, basada en una historia de George Zuckerman, convertida en guion por Robert Smith.

Una frágil línea puede separar el éxito de la precipitación en el abismo de la irrelevancia. Una línea escurridiza como un hilo de sangre. Driscoll pudiera haber sido campeón, si una herida en un ojo no se lo hubiera imposibilitado cuando, en ese combate inicial, estaba ganando por puntos. Una brillante elipsis nos traslada en el tiempo: De un primer plano de su rostro magullado, literalmente pendiendo de las cuerdas, se pasa a unas imágenes que, en ralentí, en un pase televisivo que contempla el propio Driscoll, repiten el instante en el que le abrió su contrincante la herida. Driscoll es ahora taxista, y sufre los reproches de su esposa, Pauline (Peggy Castle), por seguir hurgando en el pasado, y por ser un fracasado, por mucho que él insista en la posibilidad de comprar una gasolinera para recuperarse. Sin duda, ya bien puntuado desde estas secuencias, la propia vida es un cuadrilátero en el que, como dice él, cuando te golpean debes responder más fuerte, y en el que no sólo se mata de golpe sino lentamente, pulgada a pulgada (como pasa en su relación). Driscoll parece estar en el límite de resistencia, ese en el que puedes reaccionar de cualquier modo, con los nervios a flor de piel, dominado por la visceralidad, hecha de rabia y frustración. El uso del sonido (de los combates pasados) en la secuencia en la que Driscoll acude al gimnasio para pedir a su antiguo manager que le vuelva a conseguir combates (como reflejo de su necesidad de descarga de agresividad y de búsqueda de una salida) se hace eco de esa sensación de callejón sin salida vital.

Todo parece complicarse, como si la vida le colocará en la situación límite, contra las cuerdas, en un entorno donde domina el engaño y simulación, desde el de su misma esposa con otro hombre, un atracador de joyas, Rawlins (Brad Dexter), enfrentado a quienes deben pagarle por esas joyas robadas, hasta su amiga Linda (Evelyn Kayes), aspirante actriz. Varias magníficas secuencias ejercen de descarnados reflejos en relación a la cuestión de la representación, de la simulación, con un incisivo grado reflexivo sobre la misma.  Linda le pide que le ayude a solventar una delicada situación, el crimen que ha cometido, cuya víctima es un director teatral que la sometía a una prueba, y que tiene un giro sorprendente, que Karlson ya sugiere por cómo planifica el momento, mediante un largo y gran primer plano sobre Linda, quien narra sobre el escenario el hecho con desesperada intensidad: Todo es una representación, una escenificación para probar a un director teatral que es la actriz adecuada para el papel. Pero la inconsciente crueldad de esta representación resulta más dolorosa por cuanto Driscoll acaba de ser testigo del engaño de su esposa (a la que ha visto besarse con Rawlins, precisamente, a través del reflejo en un espejo). En un nuevo retorcido giro de reflejos, será junto a Linda (que ha insistido en que la perdone por su inconsciencia) cuando descubra, en el interior de su taxi, el cadáver de Pauline (un cadáver real que es utilizado como recurso escénico incriminatorio, por parte de Rawlins, para que Driscoll sea inculpado del crimen). El espejo también adquiere relevancia en ese ingenioso plano en el que, en primer plano, vemos la pierna de Pauline sobre una silla, mientras se ajusta una media, y entre sus piernas, en el reflejo del espejo, a Rawlins. En una secuencia posterior Linda recurrirá a sus dotes de actriz en una secuencia de real peligro cuando intente seducir a Rawlins en un bar, para entretenerle, en espera de la irrupción de Driscoll (con ese estupendo plano en el que sosteniendo su cigarrillo en la boca lo enciende con el que sostiene él en la suya). En la última secuencia, en unos nocturnos muelles, tiene lugar la redención o segunda oportunidad de Driscoll (cuyo reflejo es la repetición de un plano sobre su rostro: en la primera secuencia sobre las cuerdas tras ser abatido, ahora sobre las cadenas de una pasarela), con una intensidad (haciendo brillante uso del recurso de la voz interior de Driscoll) equiparable a la de otro gran final en un nocturno muelle, el de la excepcional Raw deal (1948) de Anthony Mann.