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lunes, 30 de agosto de 2021

Junior Bonner

                             

Yo estoy a punto de conseguir mi primer millón y tú aún persigues los ocho segundos’, le dice Curly (Joe Don Baker) a su hermano mayor Junior (Steve McQueen), en una de las secuencias de la excelente Junior Bonner (Id, 1972), de Sam Peckinpah. Junior es el hombre que busca la realización en la tarea bien hecha, en el logro de su arte, alcanzar esos ocho segundos tras resistir sin caerte sobre un toro. Y por tanto, parece una figura del pasado. Curly es el hombre de  futuro, el representativo espécimen del capitalismo que especula con todo, el que sabe que la especulación es un negocio beneficioso, aunque arrase con todo, aunque despedace el presente, y las huellas del pasado (no le importa ni comprar por la tercera parte de lo que valen sus terrenos a su propio padre). Es como el bulldozer que echa abajo la casa en la que creció, como contempla Junior cuando llega a su pueblo para actuar en un nuevo rodeo. Se apropia y reconfigura el escenario como si fuera una mera atracción para turistas, un decorado con animales salvajes enjaulados, porque Curly enjaula lo real y lo natural. Junior es un personaje que empieza a sentirse, a verse, desubicado, sin futuro (ya no es el que era en los rodeos, como refleja la primera secuencia, de la que sale contusionado), y es alguien que ya incluso empieza a perder su pasado, lo que fue, del mismo modo que desaparecen del paisaje los signos de lo que fue (la casa de su infancia).

No deja de ser elocuente, en brillante ocurrencia de guion (de Jeb Rosebrook), que durante buena parte del primer tramo de la narración Junior esté buscando a su padre, Ace (Robert Preston) sin lograr coincidir con él (cuando le ve en el hospital, recuperándose de un accidente leve de coche, está dormido). Cuando lo consigue por fin es durante el desfile, un espacio de escenificación, el de una tradición que ya empieza a ser primordialmente carne de representación, de museo, residuos del pasado (además, el padre cabalga en el caballo de su hijo; Junior sigue la senda de su padre, es su réplica, tan fuera de lugar como él: por eso, al final le pagará el viaje a Australia para que siga con sus extravagantes sueños, en este caso, de búsqueda de oro allí). En el centro de la narración, y corazón de la misma,  una hermosa secuencia en la que padre e hijo conversan en una estación, solos, como si estuvieran aislados del mundo, frente a las vías del tren. En un momento dado un tren cruza, y les separa por un instante. Es un momento de consciencia silenciosa, trazada en los rostros, en las miradas, de que son tal para cual, con un presente precario (ambos sin dinero), y un muy incierto futuro. De algún modo, para Junior su actuación en su ciudad natal tiene algo de despedida, incluso de sí mismo, reflejado, en la secuencia final, en los planos congelados sobre los rostros de aquellos con los que tiene o crea un vínculo afectivo, caso de su madre, Elvira (Ida Lupino), Charmagne (Barbara Leigh) la chica con la que establece una pasajera pero cálida relación, o su padre, aunque en este caso no deja de ser significativo que no se vean (Ace le ve pasar en el coche, y le grita, pero Junior no le oye). Deja su pasado, encara un futuro muy incierto, con el coche enfilando el horizonte.

Pese lo que pueda parecer la película no destila amargura. De hecho, quizá sea la obra más luminosa, distendida y radiante de Peckinpah. Transpira incluso conciliación, el sabor de la templanza. El humor brota de un modo más armónicamente acompasado que en la más desequilibrada La balada de Cable Hogue (1971), que a veces se resentía del trazo grueso. La secuencia de la pelea en el bar, por ejemplo, además de estar orquestada con su proverbial sentido del montaje, evoca no sólo a aquella inicial de Duelo en la alta sierra (1962), por su planteamiento, entre lo burlón y lo irreverente, sino que vuelve a corroborar el lazo con el cine de John Ford, en el que eran recurrente esta visión humorística de las peleas, en algunas de las cuales palpitaba subyacente un cierto halo de tristeza que se intentaba contrarrestar (como era el caso, especialmente, de la pelea en el bar de La legión invencible). No deja de ser significativo que mientras buena parte de los presentes en el bar se enzarzan en la pelea, las parejas, en vivaz montaje alterno, se consoliden, ya sea porque se sellan aunque sea de modo provisional (como la conexión entre Junior y Charmagne que se ha ido gestando a través de miradas desde que se han visto,  encapsulados dentro de la cabina de teléfono),  o ya sea porque se reconcilien, caso de Ace y Elvira, también de modo provisional, porque Ace, como su hijo Junior, siguen decididos a marcharse o seguir con su vida nómada. Se hace manifiesto el quedo lirismo que recorre la narración tanto en la sonrisa en la mirada de Charmagne, que condensa lo que ha significado compartir un fugaz bello momento con la persona de la que te despides, como en la que reaviva el rostro de Elvira, al escuchar unas palabras de Ace, ‘visto un rodeo, vistos todos’, porque las sabe dichas con ironía, ya que la mirada expresa lo contrario, un amor incombustible, que arraigó en un pasado que no puede ser borrado ni demolido, el de aquellos que sienten que todo lo que han compartido durante décadas nunca se quebrará, aunque se distancien, en algún momento, de modo pasajero,  y una bofetada constate el dolor causado, como es el caso de Elvira y Ace. Junior Bonner es una película solar aunque sea de aliento crepuscular, irradia celebración de vida, un saber conectar con aquello que se desvanecerá o demolerá, con aquellos que sabes que desaparecerán, como tú mismo. Queda condensado en la armonía que transpira el último plano de los títulos de crédito, en el que se superpone el nombre de Sam Peckinpah: Junior despierta en plena naturaleza, junto a un río, mientras a su lado, el caballo descansa fuera del remolque en el que le traslada. Ace: Si este mundo está hecho para los ganadores ¿Qué queda para los perdedores? Junior: Bueno, alguien tiene que llevar los caballos...

lunes, 9 de agosto de 2021

Quiero la cabeza de Alfredo García

En Quiero la cabeza de Alfred Garcia (Bring me the head of Alfredo Garcia, 1974),  de Sam Peckinopah, conseguir la cabeza de un cadáver que tiene que desenterrar es el sórdido y degradante trabajo que separa a Benny (Warren Oates)  de poder conseguir un sueño, o lo que es lo mismo, es la turbia tarea que le deparará el dinero que consiga que su vida alce vuelo en vez de continuar enterrada, arrastrándose, reptando en la precariedad, siempre al borde la indigencia, una vida de encargo entre trabajos míseros, una vida prostituida (aliñada con un hartazgo disimulado porque se dedica a amenizar la vida de los otros con canciones; transmite alegría cuando no es lo que define su circunstancia).  Qué más da que tenga que realizar una concesión más, un trabajo aún más degradante. Quizás sea el añorado último encargo. Además, engaña a los que engañan, a los que se aprovechan de los demás, a los poderosos, a los que por satisfacer su capricho o su despecho, sea la organización de asesinos a sueldo con apariencia de ejecutivos, comandada por Max (Helmut Dantine),  o el cacique mejicano, El jefe (Emilio Fernández), que encarga, a cambio de una cuantiosa suma, que traigan la cabeza del hombre que dejó embarazada a su hija, Alfredo Garcia (cuyo nombre ha conseguido tras torturar sin compasión a su hija delante del resto de la familia). Para Benny sabe que Alfredo está muerto, por lo que el trabajo resulta más fácil. Si además,  fue un amor anterior de la mujer que ames, Elita (Isela Vega), añade cierta satisfacción complementaria. Doble beneficio. Es lo que siente Benny cuando dos atildados pero siniestros estadounidenses, Johnny (Gig Young) y Sappensly (Robert Webber), entran en el bar en el que trabaja amenizando con el piano a los clientes buscando información sobre Alfredo Garcia. Benny aún no sabe que está muerto, se lo dirá posteriormente Elita, pero Peckinpah utiliza un recurso que anuncia ya que aceptar este encargo implicará su propia destrucción (en la banda de sonido escuchamos sobre el rostro de Benny el ruido de un coche estrellándose; Elita le contará después que Alfredo murió en un accidente de coche tras pasar tres días con ella). Lo que tampoco sabe Benny es que desenterrar una cabeza implicará que se entierren sus sueños, el cuerpo que lo representa, Elita, a quien matarán los sicarios de quienes le han contratado cuando se dispone a cortar la cabeza de quien cree que le proporcionará su acceso al paraíso. Pero sólo accederá al infierno.


Peckinpah había soportado las injerencias de los productores, que habían tergiversado, en un grado u otro, su mirada, su perspectiva, adulterando y manipulando los montajes de sus películas previas; acababa de sufrir uno de los más amargos enfrentamientos, con Pat Garret y Billy el niño (1973). Peckinpah declaró que estaba harto de Hollywood, lo que propició que tuviera más enemigos si cabe en la industria (los sindicatos se unieron contra él, intentando imposibilitar el rodaje de la película, o el estreno en Estados Unidos). Peckinpah, con Quiero la cabeza de Alfred Garcia realizó su obra más a tumba abierta ( o a víscera abierta), logró materializar la atmósfera terminal, desgarrada, desesperada, sórdida y turbia de la magistral Bajo el volcán de Malcom Lowry, de la que Huston realizaría una desvaída adaptación cinematográfica diez años después. Fue la única película de su filmografía cuyo montaje controló. O se puede decir que controló su definitivo escupitajo a la cara a toda esa industria que obstaculizó y mutiló su obra, lo que es lo mismo que decir sus entrañas. Es su grito de rabia, chorreando bilis como quien se desprende en la última arcada de la sensación de degradación que siente ha sido su vida, ultrajada, maltrecha. Como si se sintiera un mero amenizador en un sórdido decorado pero con teclas de celuloide, o es a lo que sentía que le habían querido reducir.  La excepcionalidad de este soberano cineasta se refleja, entre otros aspectos en cómo ya tenía bien definido en su mente el montaje de las secuencias. Hay muchos cineastas posteriores, sobre todo los que se dedican al cine de acción, que ruedan las secuencias con numerosas cámaras, así disponen en el montaje de muchas opciones con las que ir resolviendo cada secuencia (son cineastas que todo lo parchean en la sala de montaje). Peckinpah  no tenía que realizar muchas tomas, porque su forma de rodar era desde muchos ángulos. Es lo que diferencia sus obras, o en concreto, sus secuencias de acciones de directores de sala de montaje posteriores (Tony Scott, Michael Bay, Robert Rodriguez…). Además, hay otro aspecto que les separa, abismalmente. El de estos últimos es un cine vacío, sin entrañas, artilugios formales. El cine de Peckinpah, sangra, y se desangra. Con sus sacudidas y estallidos (sus extraordinarias secuencias violentas: la masacre en la carretera; el enfrentamiento en la habitación en el hotel y la final con El jefe y sus secuaces), pero también lentamente, como toda la bella relación entre Benny y Elita, ese doliente substrato sobre el que se cimenta la obra. 

Hay cegatones que calificaron el cine de Peckinpah como misógino (Billy Wilder también sufrió esa ofuscada percepción). ¿Es misógina una obra en cuyas secuencias finales la hija alienta a Benny a que dispare sobre su padre,  el cacique, y la madre luego sonríe satisfecha?  En Quiero la cabeza de Alfredo García, Elita es tanto la vitalidad exuberante, sin restricciones, alguien que vive de frente, a flor de piel, que se desenvuelve con su desnudez con la viveza de quien disfruta la naturalidad (su cuerpo, sus emociones y sentimientos), como la conciencia lúcida que pone en evidencia las obsesiones, carencias o contradicciones de Benny. Encarna la degradación y ultraje a la que es sometida la ilusión y la integridad. En cambio, a Benny le definen esas oscuras gafas de sol que porta en todo momento, gafas que oscurecen e impiden ver su mirada, a la vez que reflejan su incapacidad para discernir con claridad, por su ofuscación en un propósito (para cuya consecución no dudará en poner en peligro lo más valioso de su vida, su relación sentimental con Elita). Ya las porta cuando nos es presentado tocando una pieza musical al piano.

Su trayecto juntos, en busca de la tumba de Alfredo,  supone también para Benny la confrontación con unos fantasmas. Porque, pese a que le declaré (en una de las más hermosas y líricas secuencias de amor rodadas por Peckinpah) su propósito de amarla por y para siempre, en su mente aún chirrían los engranajes del despecho, por la relación de Elita con Alfredo, que es también razón (o recompensa emocional) encubierta del viaje (cortar la cabeza del otro, muerto; es a él a quien se le va la cabeza preocupándose por ese pasado de ella). De algún modo, el enfrentamiento con los dos motoristas, encarnados por Kris Kristofferson y Donnie Frits, que pretenden violar  a Elita, no deja de representar cómo Benny aún no ha logrado confrontarse con sus propios demonios. Es así, que esa obcecación suya acabe matando a Elita (esa obcecación en desenterrar su pasado, la entierra). Por eso, uno de los momentos más sobrecogedores de la película, y añadiría que del cine en general, es aquel en el que Benny, tras ese alucinatorio viaje, surcado de encuentros violentos, en su vuelta a casa (¿Qué vuelta a casa?, como también se preguntaba el personaje de Hoffman, con más sarcasmo, en Perros de paja),  se quita las gafas, y se contempla en el espejo con aquella mirada destruida, arrasada, abrasada de dolor. Proseguir con su misión, su viaje, entregar la cabeza a la raíz, a quien realizó el encargo, es viajar, descender, a las tinieblas, pero no sólo a las que crean los que hacen de su poder abuso, sino a las propias (‘Tú ocúpate del hijo, que yo me ocupo del padre’, su memorable frase a la hija del cacique en la secuencia final); destruirles es destruirse también a sí mismo, porque él sabe que su obcecación fue la que propició la muerte de la mujer que amaba. Quizás por eso, el último plano sea el del ciego cañón de una metralleta, el equivalente a sus gafas oscuras, su ceguera.

martes, 3 de agosto de 2021

Crepúsculo en Tokio

                         

El sonido de unas gotas cayendo, hojas de periódico zarandeadas en la calle por el viento. Una vida que se despide, que abandona, que gotea su aliento aunque gima que quiere vivir. Un sonajero que recuerda la vida que no se gestó, la vida que se truncó. Despedidas, crepúsculos de vida. Pocas obras tan sombrías realizó Yasujiro Ozu como Crepúsculo en Tokio (Tokyo boshoku, 1957). Y pocas tan inmensamente bellas. La grisura es una celda, pareciera que una sombra de pesadumbre narcotizara a los personajes, como en ese bar en el que clientes pareciera que llevaran largo tiempo adormilados. Ruptura y separación, aborto y suicidio. La vida se descompone, la vida no despega. Cuerpos que se abalanzan, en su desesperación, ante un tren. Despedidas que no se realizan, rostros que no encontrarán el perdón, condenados a esa estación donde la recriminación será la inclemente pena. En la primera secuencia, un tren cruza el encuadre. Pero no se verá cómo lo cruza cuando golpee ese cuerpo que se siente despedido de la vida. Solo el sonido de la sirena sobre el rostro del hombre que no supo apoyar, sino que desapareció como una sombra ausente, una sombra que parece escurrirse, huir, a la mujer que había dejado embarazada. En las primeras secuencias, Shukishi (Cheshu Ryu) retorna a casa. En la secuencia final, sale de casa, en dirección a su rutina laboral en un banco. Pasajero inmóvil, al que todo parece superar. Entremedias, o por debajo, o como un grito sesgado, las fisuras en esa vida ordenada, ritualizada. El abandono de la esposa años atrás, cuando las dos hijas era aún niñas. Y sus secuelas, como el humo de incendio soterrado. Una familia rota, como la de la novela de John Steinbeck, Al este del Edén, y su posterior adaptación al cine dirigida por Elia Kazan en 1955.

En las primeras secuencias, Takako (Setsuko Hara) se establece en su casa, con su pequeño hijo, porque la relación con su marido resulta insoportable. Abusos. Vidas rotas. La esposa de Shukishi le abandonó por otro hombre. Ciclos, repeticiones, variaciones. Shukishi se lamenta de su decisión, la elección de un marido que no fue la más adecuada opción para una hija que él sabía que amaba a otro hombre. Discernimientos tardíos. El lastre de una cultura que se sostiene en matrimonios concertados. La hija pequeña, Akiko (Ineko Arima) busca, erra, se extravía. Busca al padre del bebé en sus entrañas, Kenji. Busca una respuesta, busca un apoyo. Silencio, ausencia: una figura escurridiza que la condena a la desesperada espera, a la soledad de afrontar la intemperie. La realidad es una espesura de sombras que parecen absorber paulatinamente la vida de quienes habitan esa ciudad anegada en la pesadumbre, o en miradas que ya no saben mirar, o quizás nunca han sabido, como Shukishi, que pareciera desplazarse por la vida con el bastón de un ciego. Hay personajes que portan mascarillas para protegerse de la contaminación del aire, aunque hay otro tipo de contaminación que parece haber calado en las entrañas de los que habitan la espesura de la ciudad. Tras decidirse a abortar, Akiko mira a su sobrina, mira a la hija que no ha podido tener, mira a la niña que ya irreversiblemente nunca será, como la que nunca ya se sentirá. Cuando Takako decide volver con su marido, para que su hija no crezca en un hogar roto, para que su futuro no pueda ser como el de Akiko, muerta al ser golpeada por el tren, muerta previamente al ser golpeada por la desesperación, el padre encuentra el sonajero de su nieta, y lo hace sonar, como si encontrara el objeto de otro tiempo, de una civilización pretérita ya olvidada, como si intentara descifrar unas notas musicales que nunca comprenderá, porque sólo habita la rutina, que es ciego resorte. No hay notas musicales durante la muerte de Akiko sino el sonido de un goteo. La vida que se extingue. La indiferencia de la vida que apuntilla una intemperie irremisible.

 Las canciones puntúan las secuencias, generalmente diegéticas, como un lacerante contraste, con la gravedad de la circunstancia o la desolación que sienten los personajes, como en la secuencia en la estación del tren en el que la madre que les abandonó,  Kikuko (Isuzu Yamada), espera que su hija, Takuko, acuda a despedirse, pero su ausencia, rostro que se vuelve, es un grito desesperado que la hace responsable de la muerte de su hermana. Como un irónico coro que acentúa esa desolación, unos jóvenes cantan en el andén una letanía que pareciera un bucle eterno. Como Kikuko permanecerá condenada a su piedra, para siempre, una piedra con el rostro vuelto. Takuko volverá con su esposo, como quien encorva el gesto, como quien asume su derrota, porque es el único resquicio que vislumbra para que su hija no sea víctima de un hogar despedazado. Apretar los dientes, los de la resignación y aceptar que la vida será un sacrificio, que la vida como tal estará ausente de su propia vida, para que su hija no se abalance contra un tren por la sonrisa de un joven irresponsable que la dejó abandonada con su pesar. Cuando comunica a su padre su decisión se escucha el sonido del reloj, como el inexorable descenso de una guillotina. Cuando el padre se ha quedado solo, suena un sonajero, pero el vacío llamea de dolor.  Los gestos permanecerán encorvados, o ausentes entre rutinas. Aunque en la desolación se eleva ese soberano equilibrio característico de Ozu. La mirada serena que deletrea con luz las sombras. No se puede crear más belleza con la tristeza. Lo sublime se gesta entre la espesura de sombras, como un ave fénix que surca como un tren el encuadre de la vida y lo transciende. La serena asunción de nuestra finitud y de la pérdida. El equilibrio sereno en la intemperie.