La mirada aún incólume, pura y despejada, de un niño, la cavidad
blanquecina de los ojos ausentes de un ángel que es estatua, la mirada
enturbiada por las heridas de la decepción y, rebosante de recovecos como nubes
encapotadas, del hombre que es pantalla de fascinación para el niño, apariencia
estatuaria que camufla las lesiones de sus emociones. Los contrabandistas de Moonfleet (Moonfleet, 1955), de Fritz Lang,
está veteada por las sombras. La mirada del niño, John Mohune (Jon Whiteley) es
la intermediación para el espectador, mirada huérfana que se fascina con la
figura de quien supone su nuevo protector, Jeremy Fox (Stewart Granger), aquel a
quien su madre, fallecida, le ha indicado que es su reemplazo de figura tutelar.
Nos es presentado John como figura errante en la intemperie de la noche,
caminando por solitarios caminos. Es una figura vulnerable. Su primera
conmoción: el avistamiento de esa tétrica figura de ángel en un cementerio.
Perderá el conocimiento, y cuando despierta, sobre él penden los rostros de
unos hombres de aspecto más bien patibulario, unos contrabandistas. Tras la
estatua, la figura humana que se camufla tras una máscara, aquel que controla a
los contrabandistas, Fox. A través del niño, ya que el punto de vista variará,
nos introducirán en los recovecos de la figura o pantalla fascinadora. Un
hombre que impone, y que mata a quien se rebela contra él, como el
contrabandista que intenta matarle tras que le haya golpeado con el látigo
delante de sus compañeros. Un hombre cínico y disipado que disfruta de los
placeres de la carne sin preocuparse de si afecta a quien sea su pareja, como
su flirteo con la bailarina gitana frente a Mrs Minton (Viveca Lindfors), a
quien, cuando ella muestra su disgusto, le indica que retornará a su país de
origen. No es alguien que quiera depender de nadie. Esa apariencia de ángel de
sombras oculta las cicatrices de una herida que le convirtió en una sombra de
sí mismo, como las físicas que Mrs Minton descubre cuando, despechada, le quita
la camisa para mostrar sus cicatrices. Son las causadas por los perros que
soltó contra él quien fuera el dueño de la mansión en la que vive, Lord Mohune,
padre de la mujer que entonces amaba. Fox vive en sus ruinas, como ha levantado
una apariencia de figura sin fisuras sin resquicio de vulnerabilidad sobre las
ruinas de sus emociones.
Jeremy Fox no tiene que ver realmente con la figura, o personaje, que ha creado. La puesta en escena, con la preponderancia (excepto las secuencias que transcurren en la playa) de decorados, y la presencia de la mirada intermediadora, evidencia el artificio. El perfil del héroe se tiñe de tortuosidad y ambivalencia, porque su apariencia, en principio, es más bien cínica y siniestra. Un hombre con látigo, un hombre que expulsa a su pareja cuando ella muestra celos, un hombre que elude la responsabilidad de ser la figura tutelar de un niño e intenta desembarazarse de él, alejándole lo más posible como quiere mantener lejos de él un pasado que reabre las heridas aún no cicatrizadas. Las dentelladas de la decepción, el resentimiento y la frustración aún palpitan en él. Del mismo modo que un ángel en un cementerio se convierte en una imagen siniestra, el relato de aventuras muestra de modo más manifiesto la turbiedad de sus subterráneos, y la huidiza, corrupta y escombrada condición de la realidad. Además, aparte de sobre el contraste de miradas, el relato está sostenido sobre lo no dicho, y sobre la presencia de un pasado que ha dejado sus rescoldos y huellas en forma de cicatrices en el cuerpo, una tormenta (como la misma que surge en las escena en que se insinúa esa experiencia pasada) que no deja de palparse entre esas sombras que rigen el escenario, dolorosas emociones subterráneas tras las engañosas apariencias, ya sea de rectitud o de firmeza (como la entrada al lugar o guarida donde se reúnen los contrabandistas es bajo esa siniestra efigie del ángel en el cementerio, sórdida cavidad también espacio intermedio, entre la vida y la muerte, porque allí llegan las corrientes del mar pero su decoración está constituida por féretros). Da igual una imagen de pureza o la imagen de privilegiada posición social, como los aristócratas, ya que domina la tortuosidad y la falta de integridad.
Jeremy Fox no es un personaje que existiera en la novela adaptada, Moonfleet, de J Meade Falkner, publicada en 1898, una variación de La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, con contrabandistas en vez de piratas, lo que evidencia cómo se desmarca de su origen literario. Jeremy Fox no es lo que parece, un disipado y despreocupado vividor, ni si quiera lo que él mismo cree que es, como no lo son tampoco los hipócritas y corruptos aristócratas (no sólo ellos, casi no hay personaje que no parezca ser un avieso y traicionero reptil). Jeremy Fox es un hombre también en tierra de nadie o tierra intermedia. Comparte fiestas, incluso en su mismo hogar o en sus mansiones, con los aristócratas (aunque él no lo sea, pero es un rico hacendado; las relaciones son meros intercambios de intereses), y a la vez se reúne en esos subterráneos o en la posada, con la patulea de la que es jefe de contrabandistas. Y, desde luego, unos no son mejores que otros. Fox no sólo no tiene sitio aunque se conduzca como si dominara cualquier escenario social, sino que está deshabitado, entre escombros, como el mismo jardín de su mansión, abandonado y descuidado, de vegetación salvaje que invade los templetes o bancos, signos de un pasado doliente, que permanece como llama de su despecho, pues allí fue rechazado por cortejar a una aristócrata. Y eso no lo ha olvidado. La aparición del niño reaviva el pasado y le enfrenta con lo que realmente es (no es de extrañar que un pozo sea clave en el relato; el niño sirve de intermediación para que vuelva a profundizar en sí mismo, como si su apariencia recuperara a su condición carnal, como si la estatua recordara al humano en su interior). Es hijo de aquella mujer que amó. Y quizás sea hasta hijo suyo. Esa dualidad de sentimientos provocará que no deje de estar escindido durante la mayor parte del relato, entre el impulso de no aceptar la responsabilidad de cuidarle, sino más bien de abandonarle preocupándose de su mero cínico interés, y el de protegerle. Descargar sobre el niño la rabia de un dolor no superado, simplemente apartándole de él, o recuperar a través de él a aquel que fue antes de que las dentelladas de los perros le marcaran. No hay espacios definidos en su interior, como la misma iglesia está dominada por la imponente efigie del pirata Barbarroja, sino emociones encontradas que se debaten en un intenso oleaje (como el que abre la película en los títulos de crédito). Por eso, cuando le preguntan si va a destruir o corromper al niño, él responde que es mucho más probable que me destruya él a mi (el cinismo es supervivencia, la integridad vuelve vulnerable).
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