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miércoles, 30 de noviembre de 2022

Tension

 

Las circunstancias pueden tensar la cuerda de la vida, y toda tensión tiene su límite de resistencia. La incógnita es cuál es la de cada uno. Aunque también, como nos indica el teniente de policía Bonnabel (Barry Sullivan) en el plano de presentación del excelente noir Tension (Id, 1949), de John Berry, los hay, como él mismo, que saben cómo tensar la cuerda de los demás, cómo presionarles, para llevarles a ese punto de ruptura en el que se derrumbe la representación que han montado para disimular los bastidores de su crimen. Una presentación que no deja de ser una irónica variante (la tensión que desentraña lo real tras una ficción/escenificación) de aquella variante semidocumental del noir, predominante entonces, el procedural, de uno de los cuáles, Orden: caza sin cuartel (1948), de Alfred L Warker (y Anthony Mann) fue protagonista Richard Basehart (de nuevo, magnífico), en la piel de un criminal. Si se le suma su siniestro personaje de Robespierre en El reino del terror (1949), de Anthony Mann, la sombra de la ambivalencia sobrevuela sobre el personaje que interpreta en Tension, el dependiente Warren Quimby, ya que, en principio, parece la cuerda más tensada para cometer un crimen. Es el personaje que domina el relato en su primera mitad, hasta que tiene lugar el asesinato (que él no ha cometido), es decir, hasta que la cuerda de alguien se ha roto, y entra en escena Bonnabel para tensar a cada uno de los sospechosos.


Quien tensa la cuerda, las circunstancias de la vida, de Quimby es su esposa, Claire (Audrey Totter), quien ya no resiste la tediosa inmovilidad en la que ha derivado su vida con Warren, ya que no ha cumplido sus sueños, aquellos que la sedujeron con su uniforme cuando le conoció. A lo que aspira es a vestir abrigos de pieles y la vida a ras de suelo con un mero dependiente de vida uniforme no parece que vaya a posibilitarlo, con lo cual su cuerda interior se quiebra y decide buscar a quien sí le pueda suministrar la posibilidad de vestir con los que anhela, Barney (Lloyd Gough). Warren no es quien ella esperaba que fuera, así que Warren, al ser abandonado (como si fuera la cáscara vacía de un sueño malogrado), opta por construirse una nueva identidad para tramar la satisfacción de su despecho, el asesinato de Barney como acción desesperada para recuperar a su esposa. Se convierte en Paul Sothern (apellido que adopta al ver en la la portada de una revista a la actriz Ann Sothern; al fin y al cabo, él se convierte en actor, personaje, en su vida cotidiana; urde un guion para resarcirse vía asesinato de la frustración, aunque ¿será capaz realmente de ejecutarlo cuando esté cara a cara con su potencial víctima?). Irónicamente, en esa falsificación de identidad, conocerá a alguien, Mary (Cyd Charisse), con quien se creará un vínculo auténtico, una real conexión que no existía ya con su esposa.
Tension se constituye en un admirable ejemplo de engranaje impecablemente cohesionado, en el que todos sus componentes fluyen armónicamente. Sobre un notable guión de Allen Rivkin, Berry, que había realizado la excelente De hoy en adelante (1946), y que realizaría, como despedida de Hoyllwod, tras ser incluido en la lista negra, la crispada Yo amé a un asesino (1951), modula una narración de vibrante precisión que primero juega con el enmarañamiento de la percepción sobre quien jugó con la posibilidad del asesinato, ya que su personaje ficticio creado se convierte en la equívoca prueba circunstancial que le señala como asesino, y culmina con un duelo entre dos cínicos, o dos hábiles manipuladores del arte de tensar cuerdas ajenas, Bonnabel y Claire, un duelo en el que se enmaraña la atracción, y en el que una puesta en escena desmonta otra en la que no importaba sacrificar a quien fuera para poder sobrevivir, y evitar que la vida no se tornara en una pesadilla, y en cambio sí aún pudiera revestirse con el sueño al que se aspiraba, aunque se topara con la reedición de una nueva decepción. Un asesinato no dejaba de ser una variante más extrema de un abandono. Es una ingeniosa ocurrencia de guion que sea el engaño sobre la posible reconfiguración de un interior lo que posibilite la confesión de quien pretendía reconfigurar el escenario de su vida acorde a sus necesidades y deseos.

lunes, 28 de noviembre de 2022

Perseguido

 

En Perseguido (The fallen sparrow, 1943), de Richard Wallace, a Kit (John Garfield) aún le persigue el pasado como una pesadilla de la que no se puede desprender aun despierto. Su pulso se acelera, las sombras parecen cernirse sobre él como barrotes de una oscuridad que quisiera asfixiarle, y el sonido de unos pasos renqueantes, los de un hombre cojo, se amplifican como los de una tormenta que no puede acallar aunque ponga el tocadiscos a todo volumen, o golpee el piano con gesto desesperado. Es como un pequeño gorrión (sparrow) atrapado en una jaula invisible que no deja de torturarle. Poco parece tener que ver con ese otro hombre que actúa con firmeza y determinación, y entra arrollador en los diferentes ambientes o espacios que no conoce ni domina, no sólo con desarmante seguridad, sino incluso insolencia, demandando respuestas, las que resuelvan la pregunta de quién ha matado a su amigo Louie, un policía que fue quien le rescató tras dos años de cautiverio, y tortura, en España.

España es un símbolo, como lo es un estandarte en juego, que cobra más relevancia emblemática que en la novela adaptada de Dorothy B Hughes, de quien también se adaptaron otras obras, en Persecución en la noche, 1947, de Robert Montgomery y En un lugar solitario, 1950, de Nicholas Ray. Es el símbolo de unos ideales en lucha. Kit fue un combatiente en España contra las huestes de Franco, y en plena guerra con Alemania adquiere una evidente equivalencia (la producción es de 1943 pero la acción dramática transcurre en 1940, cuando aún Estados Unidos no era contendiente en la guerra). Las heridas del pasado son heridas del presente, como las mismas luchas (el hombre cojo es un nazi, de hecho). Esa determinación enérgica y apabullante del personaje hace comprender porqué, en primera instancia, el papel le fue ofrecido a James Cagney, pero lo rechazó precisamente porque no quería que se le recordara su pasado apoyo a la lucha contra Franco durante la guerra civil. También los censores sugirieron que no se mencionara a España, y se cambiara, por ejemplo, por Francia, porque el Departamento de Estado quería mantener buenas relaciones con el gobierno español, ya que España podría ser un aliado, y porque, por añadidura, no querían ser ofensivos con los latinos. La productora desoyó las sugerencias. Eso sí, como es de suponer, en España no fue estrenada.

Esa oscilación del personaje, de la desamparada fragilidad a la obstinación que no sabe de cortesías, marca como un nervio desnudo la narración. La música de Roy Webb electrifica las secuencias en las que Kit pierde el paso, su fortaleza, como si se sintiera un guiñapo, cuando aquellos pasos de un hombre cojo parecen apoderarse de su mente, como las sombras (magnífica la iluminación de Nicholas Musuraca) del espacio, que se convierte en un entorno amenazador que exuda inestabilidad. En esos instantes se evidencia su cojera interior (esa de la que ha intentado recuperarse en su convalecencia en un sanatorio en Arizona durante los meses previos), motivo, por el que en algún momento, otros ponen en duda la consistencia de su percepción o de su criterio (de hecho, la primera secuencia lo presenta mirándose en el reflejo de la ventanilla del tren, con su voz interior inyectándose fuerza y determinación). Su convicción será cuestionada como si fuera el relato imaginario del delirio de una mente frágil y susceptible. Asomará la interrogante de sino será todo una alucinación, como los pasos que cree escuchar, un mero obcecamiento en resolver un misterio que no es tal, el suicidio de su amigo que él cree asesinato. Pensarán, sobre todo el inspector de policía a cargo de la investigación, que quizá más bien refleja su incapacidad para superar el trauma de dos años cautivo en un espacio en sombras (sobrecogedor el dilatado plano, con lento travelling, sobre Garfield cuando narra cómo su orientación en los días de encierro en la oscuridad eran los sonidos, los cuales describe con somero detalle). El diapasón del tiempo eran las torturas a las que le sometían, siempre cuando, cada mes, llegaba de visita aquel hombre cojo al que nunca vio el rostro, y que cree que ahora está tras él en Nueva York, en busca de aquello que no confesó (reveló) entonces.

Richard Wallace teje un tenso relato que es una maraña en la que las sombras también fluctúan en los rostros de los personajes que rodean a Kit; la sospecha se torna en incertidumbre sobre los reales motivos, o implicaciones, de cada uno de ellos (en especial, los tres personajes femeninos principales, sobre los que pende de modo más remarcado la ambigüedad): Kit se desplaza en una realidad movediza de pasos inciertos en la que tiene que combatir a la parálisis que siempre amenaza con dominarle, el recuerdo de una tortura que le sume en los abismos en donde los ideales mismos son torturados por los que sólo disfrutan con someter a otros. Perseguido es otra estimulante obra en la filmografía de Richard Wallece, en la que, a medida que se indaga en ella, se descubren gratas sorpresas, como La máscara del otro (1934), Una jovencita encantadora (1942), ¡Qué noche aquella! (1943), Paula (1947) o Vivamos un poco (1948).

viernes, 25 de noviembre de 2022

Los hombres no son islas. Los clásicos nos ayudan a vivir (Acantilado), de Nuccio Ordine

 

Hay que luchar en un doble frente: el de la resignación y la indiferencia, formado por aquellos que piensan en las desigualdades como algo natural e ineluctable dentro de la sociedad, reflexiona Nuccio Ordine (1958), a partir de la obra de Leon Toltsoi, o extendiéndose en la idea, hay que luchar contra el dominio de la indiferencia, la supremacía de los números y las medidas, las dictaduras de la rapidez y la banalización de las relaciones humanas (cada día más sometidas a lo virtual), que define a nuestra sociedad, o modo de vida, presente, reflexión en este caso a partir de El principito, de la obra de Saint Exupery. La literatura sirve a Ordine, en Los hombres no son islas. Los clásicos nos ayudan a vivir (Acantilado), para desarrollar desde varios ángulos una reflexión sobre un tiempo presente que parece vertebrado por dos actitudes primordiales, la indiferencia y la resignación. La resignación de quienes, desanimados, piensan que nada es posible ya cambiar, y nos encaminamos a la catástrofe, y la indiferencia de quienes rigen, y mantienen, un sistema económico, una dictadura corporativista, como dominantes demiurgos o como meros esbirros consumidores. Se ha inoculado la idea, como el injerto de una película en nuestras mentes, de que nuestra circunstancia no es grave (como si la naturaleza fuera una reserva de suministros sin fin), ya que vivimos rodeados de una ilusión de confort, o seguimos bombardeados por las posibles adquisiciones que consumir, como la zanahoria que incita el caminar inercial del burro. Nos han insensibilizado para solo estar preocupados de nuestra particular parcela de vida, sea para satisfacer el mayor número de caprichos, o para sobrevivir. No importa la posibilidad de cambiar las estructuras de nuestro sistema, sostenido sobre la desproporción y la injusticia, sino agarrarnos cual ancla a nuestro particular salvavidas, y patalear, si es necesario, para apartar a quien tememos nos lo pueda quitar, cuando no meramente aspiramos a ascender en la pirámide social para así poder disfrutar de más privilegios y lujos. Este sistema nos ha convertido en cápsulas aisladas u ombligos ambulantes. Ejércitos de potenciales <<emprendedores>> y <<compradores>> que harían palidecer al hombre de negocios, <<propietario>> de estrellas, hallado por el principito en sus peregrinaciones cósmicas.

Un sistema que sabe cómo generar conflictos locales como maniobra de distracción. Quienes rigen este escenario social, grupos de políticos armados de un implacable cinismo han fundado partidos de éxito con un único objetivo: cabalgar sobre la indignación y el sufrimiento de las clases menos favorecidas para fomentar la guerra de unos pobres (los que han pagado y pagan estos duros años de crisis) contra otros (los migrantes que buscan desesperadamente un futuro en los países ricos). De esa manera, no se enfoca, de modo cuestionador, sobre una estructura social, el sistema, sino que se distrae con escenarios de conflictos particulares, como si la amenaza proviniera de un afuera, aunque sea parte del conjunto social, o se circunscribiera a una rivalidad específica parcelaria (étnica, genérica...). Por eso, Ordine, en cambio, insiste en que no somos islas, partiendo de la reflexión de John Donne, una valiosa oportunidad para entender que los seres humanos están ligados entre sí y que la vida de cada hombre es parte de nuestra vida (…) la metáfora geográfica nos hace <<ver>> aquello que no se alcanza a percibir en medio del remolino del egoísmo cotidiano: que <<un hombre, es decir, un universo, es todas las cosas del universo>> (…) somos múltiples teselas de un todo único.

Esa metáfora de la isla encuentra su reflejo en la de las olas, según la obra de Virginia Woolf. En un contexto caracterizado ante todo por la necesidad de analizar la compleja interacción entre la polifonía que distingue todo yo individual y la totalidad indistinta de los seres humanos, la gran escritora inglesa traduce en la espléndida imagen de la ola la misma tensión entre uno y los muchos, entre la parte y el todo. A partir de Seneca, Ordine plantea cómo nuestra relación con los otros no se debe reducir meramente a no infligir daño sino incluso a establecer una relación sustentada en la generosidad, en la dinámica interactiva constructiva. A partir de Montaigne, reflexiona sobre cuán importante es el diálogo, considerarse patriota del mundo y no de una parcela de realidad particular (mi equipo, mi raza, mi género, mi nación...) así como el enfoque del relativismo, capaz de neutralizar lugares comunes y puntos de vista absolutos. Porque ese apego patriótico a un nosotros parcelario, como una extensión de un yo, ejerce de restricción así como faculta la cosificación de los otros, y por lo tanto, impide, la interacción sustancial y enriquecedora. Hay que potenciar la concepción de las relaciones con los otros como singularidades. El otro no es un cúmulo de etiquetas sino un ser singular que conocer en todos sus matices. El encuentro entre dos seres que se convierten en <<únicos>> el uno para el otro cambia no solo la percepción del otro, sino también la de las cosas que le circundan (…) Salir de la visión insular de sí mismo ayuda a <<ver>> de una manera diferente a los demás y al mismo tiempo la naturaleza que aloja nuestras vidas.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Close

 

En Un nuevo mundo (2021), de Laura Wandel, la niña protagonista de seis años era testigo de cómo era maltratado su hermano mayor por otros chicos en el patio del colegio. Y, posteriormente, de cómo su hermano, influido por esa dinámica de socialización del entorno, adoptaba la posición del maltratador con otro chico menor. La cámara no abandonaba la perspectiva de la niña, sobre ella, y desde ella. Un planteamiento parecido, aunque no similar (ya que airea algo más la planificación) adopta Lukas Dhont en Closer (2022), a través de la perspectiva de un niño de trece años, Leo (Eden Dambrine), quien también modificará su actitud cuando en el colegio, en el patio o en el aula, se sienta incómodo con las preguntas, que siente como intrusión, o las descalificaciones, con el término de marica, por su cercana relación con Rémi (Gustav de Waele), una cercanía (de ahí el título close, cercanía o intimidad) que también se manifiesta con gestos afectuosos físicos. Leo se ve superado por la dinámica de su entorno social, y se repliega (con la consiguiente pérdida de naturalidad; opta por la simulación que implica negación), lo que suscita la consternación de Rémi, desconcertado por esa variación de conducta que implica distancia o ruptura de acciones compartidas ritualizadas. Leo se implica en un proceso de socialización que implica actividades ajustadas al patrón masculino convencional, como partidos de fútbol en el recreo o sus entrenamientos en el equipo de hockey sobre hielo, mientras Rémi se sorprende por el rechazo del contacto físico tierno, reemplazado por un trato físico más agresivo (el forcejeo en la cama). Leo se deja moldear por su entorno, para sentirse integrado, mientras Rémi, al no variar su conducta o forma de relacionarse, por ese rechazo se siente cada vez más expuesto, y vulnerable, y por tanto desajustado. Un desajuste que determina una radical decisión de ruptura, que resulta aún más extrema, por cuanto implica ruptura con la misma vida.

En sus primeros pasajes, hasta ese punto de ruptura narrativo que transforma de modo radical la misma narración, el planteamiento estilístico adopta ese tratamiento realista que difumina límites entre ficción y documento, como la reciente La maternal (2022), de Pilar Palomero. El tratamiento parece buscar más bien la transmisión de la inmediatez, momentos cotidianos captados al vuelo que podrían estar protagonizados por otros personajes, como ese zoom de retroceso que encuadra a Leo y Rémi en el patio del colegio que acaba integrándoles en un conjunto, son dos chicos más (aparentemente) como tantos otros. Las conversaciones familiares o las actividades escolares no son distintivas sino caracterizadas por la trivialidad de lo común y corriente. La singularidad, o condición distintiva, que se rehuye, es la que abre en canal la relación. El mismo estilo de narración y elección de planos varía, la dramatización se ajusta al estado emocional, subjetivo, de Leo. La cámara permanece con él en el autobús cuando el resto de los chicos baja, todos sorprendidos de que sus padres les estén esperando. La cámara permanece con Leo, en cuya mirada comienza a perfilarse la intuición de un hecho que transformará radicalmente su vida. La transición entre planos se hace más elíptica, como reflejo de un corte emocional, y el diseño sonoro se transfigura. La convulsión de Leo se torna carrera, en bicicleta y a pie. En la casa de Rémi observa por la ventana la puerta rota del baño (esa puerta que, en una secuencia previa, la madre no quería que Rémi cerrara cuando estaba dentro), y un primer plano de colores desorbitados apuntilla ese momento de colapso emocional de Leo. Ya su forma de habitar la realidad no será la misma.

El desarrollo posterior narrativo de Closer se centra en la cohabitación con ese desajuste mientras, a la vez, se intenta realizar las actividades cotidianas, las actividades en las aulas o las prácticas deportivas. Pero en un caso u otro se verán alteradas, como intermitentes sacudidas emocionales, por un luto al que aún no se ha enfrentado del todo y por una culpa, ya que sabe que su rechazo fue la causa de la acción terminal de Remi. Por ello, la relación con la madre de Rémi, Sophie (Emilie Dequenne), adquiere fundamental relevancia en estos pasajes. Son diversos encuentros que no dejan de ser tanteos, ya que la misma madre, al no encontrar ninguna nota de su hijo, se pregunta cuál pudo ser la causa, aunque intuya que estuvo relacionada con Leo. Cada encuentro se sostiene sobre esa tensión, de lo que una y otro quisieran decir, pero les cuesta expresar, y en particular, a Leo, reconocer. Léo elude las primeras tímidas preguntas pero luego la busca, como quien quisiera poder expresar lo que no sabe cómo articular, porque al fin y al cabo también está conectado con ese luto que aún no ha descargado con la necesarias lágrimas. Si en el colegio optó por la opción de alejarse de su yo más íntimo, con la madre da rodeos en su intento de compartir lo que siente. Pide que le deje ver la habitación de Rémi o la visita en el hospital donde trabaja como enfermera, en donde la ve con un bebé en brazos. Si con Rémi uno de sus rituales era ir al colegio, y volver, en bicleta, será en otro desplazamiento, en esta ocasión en coche, cuando él por fin reconozca a la madre que fue su rechazo la causa del suicidio de Rémi. La estilización de domina a estos pasajes, modulados, con una construcción narrativa elíptica, sobre una emoción doliente que no acaba de expresarse, deriva, aun contenida, en la más genuina catarsis del melodrama, con la música, menos presente en los primeros pasajes, como destiladora presencia emocional.

lunes, 21 de noviembre de 2022

Inseparables

 

Una mujer que se supone que no sabe quién es porque es actriz. Un par de gemelos que parecen saber quiénes son, y juegan con el hecho de que los demás no puedan distinguir quiénes son. Identidades, confusiones, representaciones. Ella se llama Claire (extraordinaria Genevieve Bujold), y se revelará cómo sabe desenvolverse con más claridad en la inestabilidad y el caos, entre la apariencia y el trasiego de la carne de la emoción que implica magulladuras, heridas de diversa índole. En cierta secuencia, uno de los lados de su cara es maquillado con aparentes magulladuras sanguinolentas para el rodaje de una película. En principio, no se aprecia, por el ángulo de cámara elegido. Las heridas pueden no apreciarse en primera instancia. La presentación ante los demás puede ser convenientemente clínica, como clínico es el elegante planteamiento estético de la película, superficies pulidas que disimulan las turbulencias. Los gemelos, ginecólogos, se llaman Elliot y Beverly (portentoso Jeremy Irons), nombres de hombre y mujer. Uno es más cínico, el otro más sensible. A Claire, cuando aún no sabe que son dos con quienes mantiene una relación, le parece esquizofrénico; uno le gusta mucho, otro le parece un polvo divertido. Directores de puesta en escena a la par que actores escenifican con una actriz; ella intuye, pero se entrega, y se deja llevar, con las heridas abiertas, dejándose atar, expuesta con el temblor de su vulnerabilidad. La identidad es una ilusión, somos mareas volubles, ¿Cómo estar seguro de cómo es el otro? ¿Dónde reside la raíz del ser, el perfil que se pueda enfocar? ¿Y si por añadidura, por una razón u otra, actuamos, simulamos? Claire sabe convivir, como una funambulista, con la multiplicidad que habita en ella, con su maquillaje y sus contusiones. Elliot y Beverly dejan de confundir a los otros, para confundirse ellos, sobre todo, en principio, Bev. Son dos que no son uno pero a la vez les resulta difícil ser dos o ser uno sin el otro. Su vida se convulsiona, se desangra, en esa paradoja.

La mítica del amor: la unión de dos almas gemelas. Dependencias, adicciones, la dificultad del equilibrio cuando te sofoca esa fusión con el otro que te convierte en parte de su piel como la suya en la propia. Y la piel tira, y duele. La interdependencia, el equilibrio medioambiental emocional, se trastoca entre Elliot y Beverly cuando el segundo se enamora, se engancha, de Claire. Dos dependencias, dos adicciones, se entrecruzan, se confunden: en un sueño, una protuberancia del cuerpo de Elliot se une al cuerpo de Beverly, y ella la muerde, como si separara un cordón umbilical. La nueva dependencia que Beverly se crea es como cambiar de atmósfera. Le hace aún más vulnerable, y la separación, cuando ella tiene que irse para rodar a otra ciudad, le desestabiliza y desequilibra de modo radical. Se derrumba, por los celos, cuando coge el teléfono de la suite del hotel, donde ella se aloja, un hombre (que ignora que es el secretario, además, gay). Los celos: esa marea que arrolla, en ocasiones al otro, cuando se necesita convertir a aquella extensión en parte de uno mismo para controlar sus movimientos como si fuera un efectivo miembro de uno mismo (cual cordón umbilical), y no existiera el fuera de campo. Pero también puede derivar en la mortificación, en asfixiarse en la dramatización de un lamento que proyecta y anuncia el desastre, el apocalipsis, como si no fuera posible otra opción, abrumado por el miedo a ser extirpado, cual bebé que ha salido al mundo y sufre en la intemperie que no domina y necesita de nuevo la placenta, la presencia de aquel quien ama, que haga sentir de nuevo la vida como equilibrio, refugio, certeza, cabo que une a tierra. La mente se desboca, pierde pie. Beverly navega a la deriva. Boquea en la orilla, asfixiándose, porque necesita volver al agua. Se desquicia, y diseña unos delirantes instrumentos de cirugía para mujeres mutantes, que se asemejan a instrumentos de tortura (como arma inquisitorial; antes de que Bev los utilice en la mesa operatoria parece que fuera vestido cual sacerdote). Elliot alarga el brazo en la oscuridad, para recuperarlo del remolino en el que se ha sumido, pero él quedará atrapado en el mismo.

Cronenberg y Norman Snider adaptan la novela Twins, de Bari Wood y Jack Geasland, aunque Inseparables (Dead ringer, 1988) esté también vagamente inspirada en el caso de los ginecólogos Stewart y Cyril Marcus que fueron encontrados muertos el 19 de julio de 1975 debido al síndrome de abstinencia en el proceso de desintoxicación de su adicción a las drogas. O quizá fuera un pacto de suicidio. Como en la conclusión de la película, aunque se encontraran sus cadáveres en habitaciones separadas, se habían encerrado, durante días, en sus habitaciones, que rebosaban residuos y suciedad. Stewart falleció de sobredosis, aunque no fue el mismo diagnóstico para Cyril, que murió pocos días después. Quizá David Cronenberg no haya realizado secuencias más (lacerantemente) bellas que las que concluyen la subyugante narración de esta sacra ceremonia abisal, en la que dos sacerdotes ginecólogos, cartógrafos y fontaneros de la belleza interior, se extravían en el interior de sus quemaduras, cuando la dependencia y la singularidad se enmarañan, y al arrancar el cordón, se desangran. No pueden extirparse el uno del otro. No se puede ser parte literal de las entrañas del que se ama. El amor es empatía. Los cuerpos de ambos componen, en el último plano, la imagen de La piedad.

viernes, 18 de noviembre de 2022

La vida después (Chai ediciones), de Donald Antrim

 

La historia del largo deterioro de mi madre es, en algunos aspectos, la historia de su vida. La historia de mi vida esta ligada a esta historia, la historia de su deterioro. Es la historia que ocupa siempre un lugar central en mi manera de percibirme a mí y a los demás y el mundo. Los fragmentos que componen La vida después (Chai Editora), de Donald Antrim (1958), son como círculos concéntricos, o ángulos complementarios, que parten de un nucleo, la muerte de la madre, para componer diversas reflexiones sobre la perspectiva y la percepción. O quizá el recorrido sea a la inversa y el mismo nucleo se encuentre en el último relato, con la interrogante constante sobre cómo los padres perciben a los hijos y los hijos a los padres. En qué medida, en esa relación, son lo que representan y en qué medida lo que son. El primer relato se trama sobre una paradoja, que parece maraña, y no es sino interrogante. Los últimos trances del deterioro de su madre, y su conclusión con su muerte, se conjugan con la obsesiva búsqueda por parte del autor de un colchón. Una búsqueda que le convierte casi en experto en la materia. Una fuga que no deja de ser revelación. De un modo a la vez sustancial y difícil de precisar, sentía que yo había sido partícipe de la muerte de mi madre. Así que la búsqueda de la cama se transformó en la búsqueda de refugio; en otras palabras, la búsqueda de la cama se transformó en la búsqueda de un lugar; y, desde luego, cuando digo lugar quiero decir espacio, el tipo de espacio aproximativo, indeterminado, al que uno alude cuando le dice a otra persona 'Necesito algo de espacio'. Ese espacio desde el que percibir con nitidez, ese espacio desde el que sentirse sin ese influjo que ha sido tan determinante en su vida. Habitamos la realidad bajo el influjo de los otros.

En los siguientes fragmentos el autor se pregunta quién era én entonces, cómo percibía, y qué relación existe con quién es ahora, cómo puede ponerse en la piel de sí mismo cuando era niño. ¿Qué puedo recordar realmente, hoy, sobre un niño que, hace mucho tiempo, en un lugar muy lejano, se sentaba en el fondo de una piscina, respirando a través de una botella de oxígeno?¿Qué le pasaba por la cabeza? Cómo reflejar lo que las experiencias suponían entonces para él, aunque al fin y al cabo sean los residuos los que conforman, como diversas capas, algunas difíciles de discernir, las que conforman la mirada actual, una mirada o perspectiva aún en proceso. En otro de los relatos se confronta con lo que pudiera haber sido, con esas posibles narrativas de vida que quedan arrumbadas en el camino cuando se abandonan ciertos modelos que se consideraban durante cierto tiempo como horizonte, como fue el caso del tío Bob. Ese fragmento es el relato sobre esa modificación de perspectiva, como un cambio de pantalla. Me vaciaba de toda sensación, o lo que sea que entendemos por sensación (…) Para compartir esa sensación que no era una sensación, para estar con otra persona, un hombre que, entiendo yo ahora, era como el hombre en el que podría convertirme un día, un hombre vacío de toda sensación (...)Yo sabía que quería ser como mi tío, y sabía también que no estaba tan seguro de querer ser como mi tío (…) Sentí su peso muerto encima y mi opinión sobre él y su estilo de vida cambió. Me di cuenta de que este tipo que tenía encima era un borracho en ropa interior, un tipo que comía lo mismo noche tras noche en un cuarto e la casa de su made, y me espanté.

En otros relatos cobran relevancia una pintura, que puede ser de Leonardo Da Vinci, un kimono de su madre, diseñadora de vestuario, o dispositivos imaginarios de niños. Una pintura que es buscada como si se buscara la propia percepción sobre la realidad, o se quisiera precisar la propia relación con lo real. La representación de la realidad no es registro sino que está afectada por la percepción particular. La exploración de la propia vida no es el recorrido sobre nítidas certezas sino pesquisas que arrastran los lastres y las singularidades de la propia perspectiva, que influye en la percepción y concepción de la realidad, como un lugar donde incluso las perspectivas formales se convertían en creaciones totalmente subjetivas, privadas; un lugar donde incluso un paisaje realista – la representación simple y al parecer directa del mundo conocido directamente – podía desorientarnos por completo y, en nuestra desorientación momentanea, hacer que nos viéramos en mundos regidos por leyes distintas de aquellas en las que confiamos y que damos, de algun modo, por universales; mundos que, en efecto, estaban regidos por traumas y esperanzas ajenas. El kimono es una prenda, y también lo que representa, sin contexto, una imagen esplendorosa, pero está también teñida con la singularidad de quien lo diseñó y portaba, con lo cual, para el autor, el kimono se confundía con su misma madre. Cuando desaparece la madre, el kimono se convierte en su madre. Lo que es depende de la propia mirada. Y el mismo pasado acaba pareciendo un mundo fantástico que se explora como los niños a través de los dispositivos imaginarios aquellos a los que accedían por umbrales de diversa índole. Puede ser algo tan simple como un espejo o una puerta estrecha en el fondo de un armario. Puede ser un pozo abandonado donde se cae un personaje, o la famosa madriguera del conejo de Alicia. El pasado es otro tiempo, otra realidad. Algo perdido, algo que no deja de suscitar asombro, interrogantes. Un espejo en el que rastrear cómo hemos sido, el proceso de nuestra formación.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

Alrededor de la medianoche

 

En cierta secuencia de Alrededor de la medianoche (Round midnight, 1986), de Bertrand Tavernier, la cámara encuadra espacios vacíos, exterior e interiores de un hogar ya deshabitado. La voz de Dale Turner (Dexter Gordon), saxofonista de jazz que optó por trasladarse a París como si fuera un cambio que pudiera modificar, de modo constructivo, su propia vida, aunque un amigo le indicara que solo se encontraría consigo mismo, comenta cómo la creación de la música se asemeja al crecimiento de un árbol en el propio interior. En otra secuencia, sobre imágenes de barrancones, comenta cómo el Be bop es lo opuesto a la vida en el ejército en el que él sufrió palizas en las que su cabeza fue utilizada como batería. Dale siempre se ha desmarcado de las normas, de las direcciones preestablecidas, como en la propia música. Hay quien le dice que al oyente le resulta difícil seguir las notas de su saxofón, como si abocara a direcciones que se salen del convencional, y confortable, código de circulación. En otra secuencia, en una playa, junto a su amigo Francis (Francis Cluzet), comenta que la vida está dentro de nada. Y en la última secuencia junto a Francis, apunta que no hay amabilidad en el mundo. Dexter nos es presentado en blanco y negro, en una habitación de un hotel de Nueva York, en la que residirá en las últimas secuencias, cuando retorne a Nueva York con Francis. Es la misma habitación en la que murió su amigo Hershell, aunque él diga a Francis que no sabe si es la misma habitación, porque todas se parecen. Como las tres obras posteriores de Tavernier, La pasión Beatrice (1987), La vida y nada más (1989) y Daddy nostalgie (1990) es una obra en la que la muerte es presencia fundamental, como también lo es en obras como La muerte en directo (1979) o La carnaza (1995). Cuando se inicia la narración queda patente que comienza con un declive, una muerte anunciada. Dale ya vive en un estado fronterizo (como esa singular combinación de realidad y decorados, los diseñados por el gran Alexandre Trauner, de ese París que es tanto espacio real como idea), entre escombros de fatiga, asaltos a los límites mediante la embriaguez crónica y consciencia de la próxima llegada a la ùltima terminal de la vida, la muerte. Reconoce que se siente muy cansado. Ya no hay reposo para quien parece vivir, ya deshabitado, los pasajes de su progresiva autodestrucción. En un momento dado pregunta si queda en él algo que pueda ofrecer. Su único aliento vital es la música.

En esa fuga que es rechazo, entumecido con los vahos del alcohol, Dale encuentra en Paris otro refugio que tiene un sabor verdadero de cálida vida, la vigorosa y leal amistad con un dibujante entusiasta del jazz, Francis (Francois Cluzet). Ambos erran con los residuos de una familia rota. Francis, separado, vive con su hija. También vive a la deriva, como un náufrago que encuentra en la música de jazz la vibración vital que siente haber perdido. Nos es presentado escuchando la música de Dale, fuera del Blue note, a través de unas rejillas, dado que carece del suficiente dinero para pagar la entrada con la que poder disfrutar de los conciertos. Dale es su inspiración vital, inspiración que significa suministro de vida para quien siente que ha quedado aparcado en los márgenes de la vida. Su vida es ya un trazo borroso. Dale encuentra en Francis y su hija la restitución de su fracaso, esa familia que dejó atrás en el camino perdido entre los vahos del exilio de su arte. Este fantasma de espiritu quebradizo, por una vez, gracias a Francis y su hija, encuentra que sí hay generosidad en el mundo. Francis se convierte en protector de quien, una y otra vez, desaparece como figura a la deriva, cautiva del alchol, en las calles de París, como un desecho que se deja llevar por las corrientes. Francis decide convertirse en su ilusión de residencia, acogiéndole en su hogar, e incluso, para mudarse a un hogar con más espacio para los tres, pide un préstamo a quien, al romper con él, le dejó embarrancado en la vida. Por un tiempo, esa relación alienta la vida de uno y otro. Sienten una conexión y una raíz, al menos de modo pasajero.

En la narración se incrustan planos de un tiempo posterior, imágenes de Francis proyectando en su hogar las películas caseras que se rodaron sobre su relación con Dale, aquellos momentos compartidos. Es una narración, por tanto, fracturada, porque ya se anticipa una conclusión. Francis revisita aquellos instantes de su vida como esos momentos que le hicieron conectar, a través de una sensibilidad aguda, y por tanto frágil, como Dale, con el núcleo de la propia vida, ese que se siente cuando se habita la realidad consciente de que está dentro de nada. Dale no era capaz de resistir las emociones que desplegaba con su música, se exponía demasiado. Necesitaba la embriaguez como una red, aunque está fuera deteriorando su organismo, y ya comenzara a percibir en la boquilla los rastros de sangre del deterioro de su cuerpo. Con la amistad entregada y reverencial de Francis vuelve a habitar la vida; la lumbre se enciende en sus últimos pasos, o últimos acordes. Alrededor de la medianoche, inspirada en la relación entre el músico Bud Powell y Francis Paudras (quien relataría su experiencia en Dance of infidels), es una hermosa obra serena, de sutiles y cálidas emociones, dominada por las sombras. La narración se mece con la música, y las sombras se encuentran acogidas en la lumbre. No hay trama, sino momentos trazados sobre ese hermoso vínculo que se crea entre estos dos náufragos, a los que une la pasión de la música, la cual dota de sentido y entusiasmo a sus vidas. Las transiciones se unen por un invisible hilo, ese que brota con exuberancia en los conciertos, y en particulares instantes que iluminan la vida como la interpretación de How long has this been going on? (¿Por cuanto tiempo ha estado sucediendo ésto?), el tema de Ira y George Gershwin que canta, junto a él, Darcey (Loneta McKee), cargado con todas las vivencias compartidas en el pasado por ambos. Alrededor de la medianoche está atravesada por la consciencia del paso del tiempo.

lunes, 14 de noviembre de 2022

El hijo (Muñeca infinita), de Gina Berriault

 

El hijo (Muñeca infinita), de la escritora estadounidense Gina Berriault (1926-1999), desentraña cómo ese fenómeno llamado enamoramiento puede no acontecer por una conexión, o sintonización, sino por necesidad o proyeccion. Se puede fraguar en la propia mente más que en lo que se genera en la relación. Si lo real es relacional, como decía Hegel, quizá, en muchas ocasiones, el amor no es sino una fantasía, una proyección escénica. Somos actores en una función en la que asumimos unos roles, una dinámica, una atracción. Pero quizá sea una mera apariencia de orden que disimula un caos subyacente. Esta magnífica novela comienza con un abandono y prosigue con una muerte. En ambos casos, actores. El primero, de hecho, aspira a ser actor. Deja embarazada a la protagonista, y pronto la abandona. Es un paso fugaz por su vida. Ella conoce a otro hombre y decide que debe formalizar una relación con visos de duración y estabilidad. Fundamenta esa decisión en el hecho de que él está enamorado de ella. Eso parece certificar una preocupación por su parte, y por lo tanto que no la abandone, aunque implique encajar en la ecuación que él sea posesivo y celoso, pero en la desorientación de nuestra concepción instituida del amor esa caracteristica se sigue asociando con el amor cuando más bien revela nuestras inconsistencias o torpezas amatorias. Por eso, la protagonista se encontrará con un escenario, no con una relación sustancial sustentada en una conexión o sintonización. Se establece de acuerdo a unas condiciones escénicas. Era como estar representando el papel de una mujer que ha provocado que le suceda algo importante, y estaba convencido de su marido también actuaba, representando el papel de joven marido que se abre camino hacia la prominencia y la prosperidad, feliz de pasar las veladas en casa y orgulloso de ser el padre de un niño de otro hombre.

En cierto momento de tu vida, cuando comienzas a mirarte, con más frecuencia, desde fuera, y tomas consciencia de que, de modo inconsciente o reflejo, actúas como un personaje que se ha acomodado a un determinado escenario, te percatas que quizá tus actos y decisiones están condicionados, de modo notorio, por lo que otros necesitan o demandan. Esa consciencia determina que tu relación con la realidad se suspenda sobre cimientos más fragiles. Resulta difícil asumir la transitoriedad de la vida, que esté definida por los abandonos y por las pérdidas, o que las relaciones sean fugaces encuentros. Por eso, la necesidad de un centro puede suscitar enajenamientos. Quieres amar por lo que intentas incluso convencerte de que quien no es sino otra figura más con la que mantienes una relación pasajera es el depositario de tu fantasía de un amor excepcional. Puesto que temía empezar con otros amantes temporales cayó rendida ante él para transformarlo en su último amor. La necesidad de amar puede derivar en esos autoengaños. La protagonista, al confrontarse con un flujo de relaciones definido por la provisionalidad y la diversidad encuentra en el amor de su hijo ese centro sustiturio, el depósito de lo que considera la única certeza. Si ahora, ya al final de su relación, dudaba si había amado, si la vida se le pasaba en buscar y agradar al hombre de turno, si la vida se le pasaba en la necesidad de que alguien la necesitara, entonces ¿ el amor no era más que una desesperación disfrazada de amor? Entonces ¿ el amor de su hijo era el único libre de engaño? (…) Él era la persona a partir de la cual se planteaba la realidad; era perdurable y constante.

La protagonista comenzará a preguntarse si realmente ama a aquellos con los que establece una relación, por qué realmente está con ellos, cuál es realmente el vínculo, la conexión. Si es por estar con alguien, si es por la necesidad de sentirse amada o de amar, o de sentir que alguien se preocupa por ella. Como también se preguntará si en ocasiones siente reticencias con algún hombre porque siente miedo de implicarse en una relación. Es como si la realidad fuera un aparcamiento en el que no reconociera cuál es su vehículo. Y como si viviera en una realidad que solo se genera en su mente. Las mismas mujeres alrededor parecen vivir entre reflejos de espejos, entre ilusiones que les devuelvan la imagen que necesitan. La guerra no les preocupaba en absoluto; toda su ansiedad iba a parar al reflejo de largos espejos del probador, a ver si envejecían como reinas – como si la edad fuera una acumulación de poder – o con dulzura, aplacando lo inevitable, o bien con represalias, como si todos los demás les estuvieran estafando un poco de vida. Entre todas esas mujeres maduras se sentía una criatura aparte, única en su especie, que nunca envejecería y nunca moriría. En esa maraña de reflejos, de necesidades y desesperación por sentir que no se alcanza lo real sino que siempre parece quedar suspendida entre reflejos provisionales, el mismo amor de su hijo, por un momento, se confunde con ese amor anhelado. La necesidad puede proyectar el escenario deseado en cualquier cuerpo, las mismas certezas se diluyen porque todo se fragua en la mente, y en ocasiones las necesidades son tan imperativas que orquestan la realidad acorde a ese escenario que se anhela materializar, y los personajes pueden ser cualquiera, aunque pueda ser un actor que cumple unos roles en escenarios que parecen disimiles, como hijo y amante. Es como un cortocircuito que confronta con la asunción de que casi podría ser cualquier hombre que proporcionara la ilusión de que no está sola y de que es aceptada por alguien aunque sepa que nadie será capaz de saber cómo es y siente realmente ella, ya que son meros actores en una función definida por la superficie de las inercias y los posibles consensos. Su vida entera se estaba reduciendo a lo que fraguaba su mente. Su curiosidad lo perdonaba todo porque todo alimentaba su curiosidad. Y sin resistencia alguna, seguía allí tendida, debajo de él, devolviéndole los besos, aceptando su ignorancia sobre ella como si fuera una indulgente sabiduría.

viernes, 11 de noviembre de 2022

Encubridora

 

Encubridora (Rancho Notorious, 1952), Fritz Lang, con guión de Daniel Taradash, según argumento de Silvia Richards, podría verse como un western gótico en el que sus sombras son intensas llamas tan palpitantes como su encendidos colores. Como esa sombra del perseguidor, Vern (Arthur Kennedy), perfilada en el crepúsculo, en busca del hombre que mató a la mujer que amaba. Esa muerte le convirtió en sombra, a su vida en un permanente crepúsculo, y a sus emociones en un constante aullido, como el del lobo en el previo plano. El desarrollo narrativo de Encubridora se acompasa a esa febrilidad que domina el propósito de Vern, a quien caracteriza en todo momento un gesto urgente, perentorio. La narración ya se inicia con un impulsivo movimiento de cámara hacia Vern besando a su novia, antes de despedirse. Es una narración que se inicia con un beso, con una armonía. Es un beso entre dos de los escasos habitantes en ese pueblo en esos momentos porque la mayoría se ha ido a las afueras a celebrar el nacimiento de un bebé. Nacimiento, armonía, amor. Cuando Vern abandona el establecimiento en el que trabaja ella como dependiente, se cruza con dos forasteros. Uno de ellos, Kinch (Lloyd Gough, cuyo nombre fue eliminado de los títulos de crédito por su negativa a colaborar con el Comité de Actividades Antiamericanas, por lo que, durante doce años, fue incluido en la lista negra de Hollywood), se percata tanto de la peculiar manera de montar a caballo de Vern, como se fija en la chica que se despide de él en la puerta del establecimiento. Un intercambio de primeros planos entre Kinch y ella ante la caja fuerte revela que no sólo su propósito es el atraco, como evidencia el amenazante lúbrico gesto él. Fuera un niño oye los gritos de la chica, corre hacia el almacén, y es disparado (aunque falle) por el otro forajido. Huyen. A Vern, que está cuidando ganado, le avisan. Entra en el almacén y ve a su novia muerta. La han ultrajado antes de matarla. La cámara desciende de su rostro hasta su mano crispada en un gesto que asemeja al de un garfio. Un prodigioso inicio orquestado en acciones. Un gesto, esa mano engarfiada, que se hará entraña en Vern, y decisión enfebrecida y empecinada de buscar a los responsables.

Una balada, que se repite tres veces, insufla un aire de leyenda, de fatalidad e inexorabilidad, de odio, asesinato y venganza. Como cobrarán entidad legendaria las últimas palabras que dice el compinche de Kinch (asesinado por éste): Chuck-a-luck: la rueda de la fortuna. De hecho, el título que consideraba inicialmente Fritz Lang era La leyenda de Chuck-a-lack, pero a Howard Hughes, entonces al mando de la RKO, le parecía un título cuya referencia no entenderían los espectadores extranjeros (Lang, perplejo, comentaría después, con ironía, que probablemente entenderían mucho mejor Rancho Notorious). Las pesquisas de Vern le llevan, cual febril alma ensombrecida, cabalgando de ciudad en ciudad, de territorio en territorio. El tiempo parece diluirse. La sucesión de testigos que encuentra en distintos lugares, como si siguiera una línea de puntos, es su guía hacia su objetivo, el esclarecimiento de la identidad del hombre que mató a la mujer que amaba. Durante los primeros pasajes es una narración elíptica en el que las transiciones no son espaciales sino capitulares, en relación a los capítulos que conforman los distintos relatos de los que evocan sucesos que, incluso, sucedieron siete años atrás. El hilo se inicia con una mujer, Altar Kane (Marlente Dietrich), cantante, y con un pistolero que la defendió cuando fue despedida de un saloon, Frenchy (Mel Ferrer). Un saloon con una rueda de la fortuna, símbolo del azar, cuyos resultados son trucados, mediante un pedal, por quien la gira. Trampa que será aprovechada por Frenchy para evitar que el dueño del saloon sabotee el éxito en las apuestas de Altar. En el presente, esa corrupción encuentra su correspondencia con los políticos que están encarcelados en la celda colindante con aquella en la que Vern conoce a Frenchy. El azar y la determinación de la voluntad. Los hechos que acontecen por la combinación aleatoria de factores pero también por imposición o por el empecinamiento (obsesivo) de las voluntades, como la de Vern, dispuesto a que se satisfaga su ansía de venganza, que convierte en fatalidad para otros, como daños colaterales.

La narración está dominada por los gestos: la tensa mirada de Vern, que parece que va a saltar en cualquier momento cual reptil, la serena y triste mirada de Frenchy, pistolero de porte caballeroso, que protege, y ama, desde que la conoció a Altar, mujer de mirada determinada que no oculta velada su vulnerabilidad, curtida por las adversidades, y que ahora rige un rancho de nombre Chuck-a-luck, un rancho en la frontera (como fronterizas son las emociones de esta obra) en el que acoge a forajidos, proporcionándoles refugio entre golpe y golpe. Un rancho que es mansión gótica en el desierto, y donde, entre sus refugiados, está el asesino de la novia de Vern. Pero la ceguera poseida de éste impedirá que discierna quién puede ser (y en cambio especule sobre varios como posibles asesinos). Será el azar de nuevo, propiciado por su manipulación de los sentimientos de Altar (paradoja en alguien que quiere justicia ante una infamia contra su ser amado), el que le revele quién es. Hay una secuencia en la que queda remarcado de modo patente que es un decorado de un paisaje rocoso, una secuencia en la que Altar deja en evidencia qué siente por Vern, mientras éste sigue intentando que le desvele quién le proporcionó el broche de su amada. La falsedad de él, su fingimiento de un interés amoroso, propicia que ella, gradualmente, se exponga emocionalmente. En esa secuencia, Altar reconoce que le hubiera gustado que él se fuera para volver diez años antes. Es un amor entre dos personas que viven dos películas distintas. Él solo piensa en su amada muerta, y en la muerte de quien acabó con su vida (y de paso con la suya, ya que es un espectro en vida). Y ella es una mujer que no puede vivir su presente, porque siente que Vern ha llegado demasiado tarde a su vida, y Frenchy ya es un residuo de lo que supuso su relación en el pasado. En cierto momento, cede y se deja llevar por el impetu de Vern, sin saber que su deseo de que se vista con el mismo atavío y broche no es sino otra artera estrategia para conseguir que, bajadas las defensas (ya que una de las reglas básicas del lugar es que no se hagan preguntas), responda a su pregunta de quién le proporcionó el broche. Ella vive su presente entre un fantasma de lo que fue y un falso reflejo. Por eso, ella será una pieza sacrificada cuando la muerte vuelva a hacer acto de presencia, porque el círculo de la venganza ciega sólo puede repetir la infamia que se busca restituir. Quien quería vengar la muerte de su amada propicia, aun indirectamente, que muera una mujer que había recuperado la ilusión del amor con él Valga la paradoja, en nombre del amor degrada el altar del amor.