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lunes, 22 de marzo de 2021

Jennifer

                              

Una presencia puede ser reflejo de una ausencia. Un edificio puede reflejar lo que falta en el interior (de quien lo habita). Un lugar puede parecer estar vivo en correspondencia con el aliento de vida extraído, por frustración, amargura o decepción, en quien lo habita. La especulación sobre lo posible se enmaraña con la sugestión. Un edificio es tan protagonista como sus (provisionales) moradores en La casa encantada (The haunting, 1963), de Robert Wise, ¡Suspense! (The innocents, 1960), de Jack Clayton, o Sesión 9 (Session 9, 2002), de Brad Andersson. También lo es en la desconocida Jennifer (1953), única obra dirigida por Joel Newton, adaptación de un relato escrito por Virginia Mayers, publicado en Cosmopolitan en febrero de 1949, última producción de Monogram pictures antes de convertirse en Allied Artists. Jennifer es el nombre de una ausencia. La provisional habitante de la mansión Gale, en Montecito, es Agnes (Ida Lupino), contratada como cuidadora o vigilante. Pronto quedará intrigada con su predecesora, Jennifer. Pronto comenzará a preguntarse qué fue de ella. ¿Simplemente se marchó o más bien desapareció, y no por su voluntad? Su figura parece, o así lo siente Agnes, una presencia aún viva en esa mansión, como un residuo, como la misma mansión parece cobrar vida, como si alguien estuviera presente. ¿Es sugestión o hay alguien más? Agnes encuentra su diario, así como se percata de que no se llevó varios de sus vestidos, cuando parecen de buena calidad, o sus zapatillas aún bajo la cama. ¿Cómo pudo dejar sus pertenencias personales? La mansión ya no es sólo mansión. Desde un principio, desde el momento que germinan las interrogantes en la mente de Agnes, los espacios parecen respirar entre sus intersticios, sean sus estancias o su sótano rebosante de desvencijados objetos,  como si pudiera asomar o materializarse alguna figura: en concreto, un magnífico plano, en el que brilla el magisterio de James Wong Howe: Agnes, de espaldas a cámara, mira hacia el amplio vestíbulo, un vacío que parece palpitar como si no extrañara que una figura, una sombra con forma humana, irrumpiera en ese momento.  ¿Es la casa o es la mente de Agnes?

Dos figuras masculinas ejercen de contrapunto. El joven Orin (Robert Nichols), de diecinueve años, ayudante del tendero, que alimenta la imaginación de Agnes con múltiples especulaciones sobre qué pudo ocurrirle a Jennifer. Lo que no se sabe es potencialmente un semillero de posibles relatos. Es quien introduce en su mente la trama que convierte a Jennifer, por haber trabajado como ayudante de un fiscal del distrito, en posible ladrona de documentos. En la mente de Agnes, se convierte, tras encontrar su libreta del banco, y apreciar las cantidades que poseía, en chantajeadora. Quizá su desaparición fue provocada. Quizá no esté en ninguna parte. Quizá sí su cadáver en cualquier lugar de la mansión. ¿Es la presencia que siente una manifestación que quiere ponerse en contacto con ella? La otra figura masculina es el dueño de la tienda de alimentación, Jim (Howard Duff). Sus direcciones colisionan durante buena parte del trayecto narrativo hasta que se convierten en líneas paralelas. Jim insiste en su cortejo, en aparecer, repetidamente, en la mansión, o hacerse el encontradizo, como en la tienda de discos, a donde ella ha ido a escuchar la música que le gustaba a Jennifer. Agnes está siendo absorbida, cautivada, por una ausencia, y Jim intenta recuperar al cuerpo de la propia Agnes para dotarla de presencia. Pero Agnes se comporta como un cuerpo escurridizo que elude las aproximaciones de Jim.

Una revelación que comienza a dotar de perfil a las sombras: Mientras Jim comparte que estuvo casado, pero no por fracasar esa relación desiste de volver a encontrar el amor y consolidar otra relación, Agnes comparte que casi se casa, pero fue abandonada. El casi palpita como un semillero de sombras, las que probablemente han gestado a la desaparecida Jennifer, en la que se esconde su fuga o miedo de la propia vida. Las sombras de Agnes la impulsan a desaparecer de la vida como un fantasma en una mansión aunque sea un cuerpo vivo. Por esos sus temores, sus heridas aún abiertas, abren los sótanos de su mente, cuando Orin inocula en ella dudas sobre Jim, y Agnes comienza a pensar que el hombre que la ha vuelto a hacer sentir emociones que le causaron un considerable dolor por la decepción tiene que ser alguien que va a decepcionarla de nuevo, por tanto, debe ser el asesino de Jennifer, como lo será de sus ilusiones resucitadas. Incluso, cree distinguir entre las sombras del sótano los rasgos distorsionados de Jennifer. Como su mente en fuga con las especulaciones sobre Jennifer, su cuerpo, como un grito, siente el impulso de huir de quien siente que de nueva la hará daño, aunque más bien le hará ver que el reflejo distorsionado en el sótano de su mente es el de su propio rostro.

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