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viernes, 31 de marzo de 2023

Johnny O'Clock

 

Johnny O'Clock es un personaje cauto, alguien al que siempre ha gustado ir sobre seguro, sin arriesgarse. Regenta un club de apuestas, pero las apuestas son para los demás. Johnny es alguien a quien le gusta nadar entre dos aguas, en un espacio intermedio en el que piensa que es inmune, mientras saca su beneficio sin mancharse demasiado. En ese aspecto, el protagonista de la opera prima de Robert Rossen, Johnny O'Clock (1947), no está lejos de otros habitantes de tierras intermedias de su filmografía, como los que interpretarán John Garfield o Paul Newman en, respectivamente, Cuerpo y alma (1947) y El buscavidas (1961), e incluso Warren Beatty en Lilith (1964), que al final se decide a pedir ayuda porque quizás la necesite tanto o más que aquellos que cuidaba como celador en el sanatorio psiquiátrico. Hay un momento en que te tienes que definir, dejar claro en qué lado estás, qué priorizas, pero ante todo saber en qué lado debes estar, y esto tiene que ver con la ética e integridad, o con ser consecuente y consciente, dejar de engañarte en suma. Johnny tiene un singular y llamativo sobrenombre, O'Clock (en punto), pero no siempre puedes quedarte en punto, la aguja se tiene que inclinar hacia un lado, como el tiempo, sino te quedas en punto muerto, el de la autocomplacencia, en el de la vida inmóvil, entre superficies. Johnny es la imagen, suave, de una organización gangsteril. Es la sonrisa, la chispa, a veces quizá demasiado mordaz. Un socio menor que conviene. Una buena imagen publicitaria. Es el maitre que te hace sentir que no hay sótanos o callejones oscuros donde la fuerza hace su aparición para mantener su imperio. Esa fuerza la representa Marchettis (Thomas Gomez), gangster con todas las letras, sin la vaselina con la que se camufla y autoengaña Johnny.

La relación anticipa, en cierto aspecto, la del abogado que encarnaba Robert Taylor y el gangster interpretado por Lee J Cobb en Chicago años 30 (1958), de Nicholas Ray. Cerebro y fuerza, elegancia y rudeza. Lee J Cobb, precisamente, interpreta aquí al policía, Koch, que lleva años intentando detenerles. La oportunidad la propicia un doble crimen, otro de esos que ha realizado entre las sombras Marchettis, o que ha mantenido bajo la superficie brillante. Cuerpos que desaparecen tras el escenario, entre bambalinas. Una brillante elipsis sugiere esa desaparición, la transición del rostro de Harriet (Nina Foch) al gabán, flotando en el río, del hombre que amaba, un policía corrupto, Blayden (Jim Bannon). Averiguar quién había llevado a la tintorería ese gabán, propiciará que Koch descubra el cadáver de Harriet en su apartamento, en donde el gas abierto parece indicar que se ha suicidado. O quizá no. Sí era cierto que ella no quería sentirse como una mera prenda que se tira cuando no quiere utilizarse, como así parecía ser para Blayden, cuyo único residuo, cáusticamente, es una de sus prendas. Esos detalles sutiles abundan en el guion de Rossen, a partir de un argumento de Martin Holmes, que dan vida a los personajes secundarios, como esa anciana vecina que, en otra secuencia más adelante, al ver que Koch comprueba cómo alguien pudo intentar aparentar que era suicidio la muerte de Harriet colocando la llave puesta en su interior, se inmiscuye, entrando en la habitación y curioseando en las pruebas de Koch. O cómo Johnny ajusta repetidamente la corbata de su asistente, Charlie (John Kellogg), quien, más adelante, intentará ajustarle la corbata, aunque como nudo corredizo cuando le traicione. El talento de Rossen brilla en la forma de dotar de densidad dramática a una frase tan trivial como una habitación es una habitación, conjugada con un gesto y la disposición de las figuras en el encuadre. O cómo, en la secuencia en que Koch interroga a la vez a Johnny y Marchetti, un cambio de ángulo de un primer plano y el uso del montaje interno (las miradas entre los personajes) amplifica la hábil construcción dramática de una secuencia en la que Koch sabe utilizar los adecuados resortes para sacar de la maleza a dos escurridizas figuras replegadas. Porque sabe que uno puede modificar su actitud, y al otro provocará para que pueda ponerse en evidencia, para que se ofusque su criterio.

El pasado también interfiere en las acciones de los personajes, un lastre que marca ese escepticismo en Johnny, como refleja el hecho de que amó a Nell (Ellen Drew), la esposa de Marchetti, pero ella prefirió al hombre con la cartera llena, lo que evidencia, también, el porqué de las opciones que ha tomado Johnny en la vida. Significativo es que ella intente recuperarle, regalándole un reloj. Pero aquel amor ya no da las horas, no es en punto, las agujas quedaron atrás, por eso él se lo devuelve (y soberano detalle sutil, ese reloj se encuentra en posesión de Harriet, a quien Johnny le había dicho que lo devolviera a Nell). El amor irrumpe desde un imprevisto presente, alguien, precisamente, relacionado con Harriet, la mujer que sufría por amor, y solicitaba la ayuda y consejo de Johnny, pero a la que él no supo apoyar lo suficiente. Ahora aparece en su vida la hermana, Nancy (Evelyn Keyes). Su primer cruce de miradas es elocuente. Ella se queda con el gesto de llevarse a la boca el cigarrillo al verle. Tras su primer beso, tras constatar que para ambos no es el otro alguien pasajero, una prenda que utilizar y luego tirar, al despedirse Johnny para ir al club, amaga un beso pero le ofrece el cigarrillo que fuma para que ella dé una calada. Un gesto que define, y sella, una imprevista compenetración que será decisiva para propiciar que Johnny deje de ser un personaje en medio y en ninguna parte que sacaba su beneficio de las sombras del crimen sin sentir mancha alguna en su conciencia, como si habitara su particular limbo en donde ya no daban las horas.

miércoles, 29 de marzo de 2023

Nadie vive para siempre

 

En Nadie vive para siempre (Nobody lives forever, 1946), de Jean Negulesco, Blake al volver de la guerra se siente estafado, porque la mujer que ama, Toni (Faye Emerson), para su sorpresa, ahora está con otro hombre ( y además, su dinero, que creía invertido, se ha volatilizado, supuestamente, en un club con el que ella fracasó; en suma, ella trabaja en otro club, y está con otro hombre). Irónicamente, la dedicación civil de Blake era la de estafar, la de vender la luna, como su amigo y antiguo compinche, Pop (el gran Walter Brennan), saca algún dinero con un telescopio con el reclamo de que se puede contemplar la luna (para así, si se despistan, sustraerles la cartera). Por mediación de Pop, a Blake le proponen entrar en un negocio, invirtiendo el poco dinero que tiene. La idea es de Doc (magnífico George Colouris), un delincuente de poca monta pero de elevadas miras, que vivió tiempos mejores cinco años atrás, al que le sobran humos, como, ciertamente, a Blake no le sobra cierta arrogancia con la que mira a otros por encima del hombro, como le reprocha a sus espaldas, en la secuencia inicial un soldado con el que sirvió durante catorce meses en la guerra; Blake se desplaza por el mundo cual príncipe; tiene hasta fiel siervo, su amigo Al (Oliver Tobias). La diferencia entre Blake y Doc, es que al primero le define la templanza, la firme distancia que interpone, mientras que Doc parece en permanente estado de tensión o ebullición (parece que salpica agua hirviendo). El propósito de la estafa es sacarle los cuartos a una joven viuda millonaria, Gladys (Geraldine Fitzgerald), para lo que Blake desplegará sus encantos de seducción (hasta conseguir que invierta en un falso negocio). Pero el hombre que se sintió estafado en el amor se encontrará, en pleno ejercicio de una estafa, o engaño, con el amor. Tras la decepción, puede dominar el despecho, escudarte en la distancia que te hace sentir ya invulnerable, y resarcirte aprovechándote de la vulnerabilidad de los demás, pero si hay algo que hace perder pie es recobrar de nuevo la ilusión cuando menos lo esperas, como si te encontraras, súbitamente, contigo tiempo atrás.

Hay una extraordinaria secuencia que se convierte en un elocuente umbral, en la que, también gracias a la magnífica prestación de Garfield, se hace sentir cómo algo se remueve en el interior de Blake, como si perdiera pie, y a la par como si recobrara la visión. Se percibe cómo algo está calando en su interior, algo real que no tiene que ver con tantas imposturas y estafas de vida. Es una secuencia que evoca a aquella en la esplendida Si no amaneciera, 1941, de Mitchell Leisen, en México, en la que el personaje de Boyer se va dando cuenta de que se está enamorando de la mujer, que encarnaba Olivia de Havilland, a la que estaba engañando (de la que, en principio, se aprovechaba, engañándola, ya que se había casado con ella para lograr poder cruzar la frontera a Estados Unidos). Es una secuencia que tiene lugar en una iglesia del siglo XVI (de San Juan Capisto) que visitan Blake y Gladys: A Blake le evoca aquellas iglesias derruidas que contempló en Italia durante la guerra; le evoca lo real, las heridas, el paso del tiempo, nada de castillos en el aire mientras te mueves en las superficies de la vida. Le hace sentir que nadie vive eternamente, que hay que aprovechar cada momento de la vida, porque, como dice Doc, un día despiertas y te das cuenta de que ya eres anciano (es magnífico de qué manera sutil dibuja a este personaje como lo que puede ser Blake dentro de treinta años, o cómo Pop ve en Blake reflejada la oportunidad, desaprovechada entonces, de tomar otro rumbo con su vida). Y aunque Blake sienta la tentación de desaparecer del escenario que ha creado, cuando siente que no puede proseguir con el engaño (porque no puede estafar a quien ama), es demasiado fuerte ese amor como para dejarlo pasar, incluso con el sacrificio.

Nadie vive eternamente , una hermosa combinación de melodrama y film noir ( un melo noir), es otra muestra de la fructífera década de los 40 en la carrera de Jean Negulesco, que deparó títulos tan estimulantes y sugerentes como La máscara de Dimitrios (1944), Tres extraños (1946), El parador del camino (1948), y sobre todo la magistral De amor también se muere (1945). W.R Burnett, que adapta su propia novela, escrita tres años antes (I wasn´t born yesterday), aunque fuera inicialmente un proyecto encargado por la Warner en 1941, para que fuera interpretado por Humphrey Bogart y Ann Sheridan (que al no rodarse en el tiempo establecido en el contrato determinó que Burnett se quedara con los derechos y convirtiera el proyecto en novela, cuyos derechos vendería a la Warner otra vez) traza, de nuevo, un matizado personaje que fluctúa, en un sutil proceso de transformación, entre dos mundos, o dos opciones de vida, como el protagonista de El último refugio (1941), de Raoul Walsh, y realiza una sugerente descripción del ambiente de la delincuencia, como hará en La jungla de asfalto (1950), de John Huston, con esos garitos mugrientos, oscuros, que contrastan con los luminosos espacios del hotel donde Blake se va encontrando a sí mismo porque va encontrando el amor. Como magnífico es el decorado de un apartado puerto, entre brumas, en la estupenda secuencia final (las brumas que obstaculizan que el amor zarpe), el espacio donde todo se dirime, tras que se haya desvelado el papel de cada uno, o quién es cada cual, y qué siente realmente. Hay una vibrante naturalidad en la relación que se gesta entre Blake y Gladys, poco convencional, gracias a la prestación del gran Garfield y de una estupenda actriz, que irradia cautivadora luz con este personaje (la luz que transforma a Blake), Geraldine Fitzgerald, que no encontró su lugar en Hollywood porque chocó en repetidas ocasiones con los jerifaltes; en principio, ella iba a interpretar a la protagonista de El halcón maltés (1941), de John Huston, pero lo imposibilitaron sus diferencias con Jack Warner. Es bellísimo el momento en que ambos sellan su amor, tras que ella sepa quién es y él decida no huir (desaparecer). Ambos están dispuestos a combatir las brumas que se interpongan en la singladura de su amor.

martes, 28 de marzo de 2023

Toute une nuit

En Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080, Bruxelles (1975). un cuerpo centraba, focalizaba, la narración, durante tres horas y veinte de duración (había algún otro cuerpo, pero periférico; extensiones, como su hijo, funcionales, como los clientes). La ausencia de un cuerpo pese que era visible, y la exasperación del tiempo, la dilatación de la duración de los planos, como una condena. Tres días que parecían el mismo. La rutina de una acciones cotidianas, piedra y erosión. Cuando el cuerpo se agitaba, acaecía en fuera de campo, cuando atendía en su dormitorio a los clientes. Un fuera de campo, porque también lo era para ella misma, como un vacío que la enajenara. Asistíamos a la implosión de un cuerpo, de una mente, de una mujer invisible. En Toute une nuit (1982), docenas de cuerpos multiplican la atención, en una narración acordemente fragmentada, aunque no falten planos dilatados. Toda una noche, aunque pudieran ser todas las noches. La narración es una coreografía de emociones, estados, variaciones, fugas, colisiones, tanteos. Los cuerpos pareciera que fueran parte de un ballet, no sólo cuando alguna pareja baila. Los cuerpos, las emociones, buscan esa coreografía en la que fluir. A veces son acordes discordantes, fuera de tono, un silencio, expectativa, suspensión, el ruido de un disco que llegó a su fin. El deseo parece vertebrar las relaciones, aunque también hay una niña que sale de su casa en plena noche, con un gato, desvaneciéndose en la oscuridad, o un sastre en su tienda realizando unas cuentas. Cuerpos que se salen del papel pautado, que se mueven alrededor de sí mismos. Emociones que se extravían, emociones que ansían tejerse con otras emociones como si fueran un solo cuerpo.

Pareciera que asistiéramos a fragmentos de diversas historias, en los que quizá algo se gesta, o parece que termina, pero no es así, o simplemente es un instante, uno más. Un chico observa a través de la ventana, desde la cama, y se vuelve a su pareja, al que dice que es la hora, y el otro chico se incorpora. Alguien no puede dormir y se levanta, va a la cocina, coge algo del frigorífico. Más tarde retornará a la cama. Hay quienes, con la mirada prendida en el techo, se preguntan si no se quieren. Una pareja, después otra, pero separados; beben cada uno sentado en una mesa de un bar, y quizás una historia se inicie, y los tanteos tímidos con la mirada se tornen abrazo, como si hincaran sus uñas en la vida que pasara corriendo delante suyo. También una chica con dos chicos, juntos en una mesa, pero su historia parece que no continuará ni con uno ni con otro. Cada uno opta por diferente dirección. Muchos personajes se abrazan, hay quiénes echan a correr, quienes parece que vagabundean en la noche, quienes se marchan, quienes llegan a un piso y golpean a una puerta, aunque nadie contesta, o quizá sí y no es quien esperaban y salen corriendo. Hace calor. Hay quien puede dormir, y quien no. Hay un personaje, encarnado por Aurore Clement, quien, al principio, tras realizar una llamada, dice que le quiere. Al final dice que no le quiere, mientras baila con otro chico. Variaciones, volubilidades, cambios.

A veces parece que asistiéramos a una película de Jacques Tati, pero sin la presencia de Monsieur Hulot. Múltiples cuerpos, múltiples historias, múltiples posibilidades. Quizás las que ha soñado el mismo personaje que no sabe si le quiere o no le quiere (Aurore Clement interpretó en la previa Los encuentros de Anna, 1979, a una cineasta que realizaba un tránsito, trayecto o desplazamiento, en el que se encontraba, cruzaba, con múltiples personajes). Los sonidos de la noche, los cantos de los pájaros con la primeras luces de la mañana mecen la narración. A veces una palabra rasga el silencio, pero es la agitación de los cuerpos la que domina la pantalla. Semillas, o esquirlas, de historias con las que especular. Los cuerpos vibran, se tensan o yacen como pesos muertos, miran por las ventanas como miradas perdidas que quisieran fugarse. Cuerpos que se buscan, aunque a veces se nieguen, y declaren que quizá su historia ha llegado a su fin, pero, en otras, se agarran mutuamente, como si fueran una boya entre las encrespadas olas de un océano de emociones que van y vienen. Los cuerpos se abrazan y rehuyen, o meramente vagan en soledad, como fantasmas, quién sabe por qué, quizá en busca de otra historia, de una certeza, saber si le quiere o no, o simplemente para poder querer y ser abrazado.

viernes, 24 de marzo de 2023

Trabajo clandestino

 

Los esbirros son aquellos que consiguen que los sistemas injustos se mantengan, se reproduzcan, sean dictaduras manifiestas, o encubiertas (como esta dictadura económica corporativa que vivimos). En septiembre de 1981, en Polonia, el primer congreso nacional de la unión sindical de trabajadores Solidaridad eligió a Lech Walesa como presidente, y aprobó un programa republicano, La republica del autogobierno. Un par de meses después el gobierno estableció la ley marcial, e instauró, durante años, un régimen de represión. En Trabajo clandestino (Moonlighting, 1982), de Jerzy Skolimowski, cuatro trabajadores polacos viajan por un mes a Londres para realizar el trabajo de restauración de un piso, por el que cobrarán (por el cambio de moneda) lo que ganarían en un año, como el dueño, polaco, se ahorra una gran cantidad de dinero al no tener que contratar obreros ingleses. Las arteras maniobras del capitalismo (aunque esté disfrazado de comunismo): economizar es la clave.

Sólo el capataz, Nowak (Jeremy Irons), sabe inglés, con lo cual es el único que dispone de la herramienta de relación con el entorno. Es el transmisor o gestor del que dependen los otros tres trabajadores (los actores que los interpretan, por aquel entonces, exiliados, vivían en Londres, en casa del director). Su vida gira alrededor o dentro de ese piso en el que trabajan incluso los días festivos (para tortura de sus vecinos), como los domingos o el día de Navidad. Nada puede interrumpir ni interferir ni trastornar la concentración del trabajo para cumplir los plazos previstos. NI siquiera que hayan instaurado la ley marcial en su país natal. Nowak evitará por todos los medios que los otros tres se enteren de ese hecho. La comedia de absurdo se tizna con la sombra de lo siniestro. Nowak se convierte en una máscara que manipula y oculta, del mismo modo que realiza la escenificación en el supermercado de volver a por sus guantes para, de ese modo, salir con la réplica de la compra realizada (usando el recibo de esta), y disponer de dos por una. Nowak aplica su particular ley marcial, escamotea información, manipula, en suma, establece un control, por acción u omisión, que es tanto represión como imposición (en un momento dado, comenta cómo les eligió porque eran fácilmente controlables).

Al mismo tiempo, como eficaz esbirro incapaz de enfrentarse a sus superiores, al poder instituido, se reconcome con la posibilidad de que su esposa pueda mantener o establecer una relación amorosa con su jefe. La añoranza se convierte en una pantalla que le desgarra (la imagen de la fotografía de su esposa se superpone sobre la pantalla del televisor, animándose, hasta que Nowak la rompe con la botella de vodka incapaz de resistir lo que es un cuerpo en la distancia, y una posibilidad que le abruma, aunque no modifique su aplicada condición de esbirro). Su voz en off puntúa la narración episódica, una voz interior que acentúa la escisión entre el yo y las circunstancias, y que remarca la tensión por manejar una realidad. Una narración que se va transformando en un relato a la deriva, que si no se precipita en la asfixia es porque se contrapuntea con el absurdo: Nowak corre por la calle, y un peatón le sortea, y al de unos segundos echa a correr tras él (al fin y al cabo, como él en su mente, con sus decisiones en conflicto); en otro momento, tras él, se aprecia en segundo término, a través de una ventana a la altura de calle, a una mujer desnudándose, y segundos después se cruza con un hombre que porta un gigante peluche de oso panda. Es como si la reflejara, como distorsión, reflejara sus miedos, las sombras de su intento de control de realidad, su absurdo consustancial.

 Nowak regateará por un televisor (para evitar otras distracciones que supongan más gasto y desgaste, como salidas nocturnas; qué mejor que este aturdidor medio), aunque se estropea tras dos minutos de funcionamiento. Pero el control de la película de realidad dispondrá de unos límites: más adelante, Nowak despertará en un contenedor, cubierto de nieve, tras que haya dormido ahí toda la noche porque a sus compañeros, que no eran al final tan manipulables como pensaba, no les ha hecho mucha gracia que el poco dinero que les quedaba, para regalos para su familia, lo haya gastado en una lijadora. El plano final es tan brillantemente sintético, como contundente, como reflejo de una furia ante una imposición. Su resultado, en Polonia, se vería siete años después, cuando el pulso entre Solidaridad y el gobierno consiguió que se realizaran unas elecciones que, con el nombramiento del primer ministro no comunista en el este de Europa después de la segunda guerra mundial, propiciaron la reinstauración de múltiples derechos humanos e importantes cambios en la Constitución así como transformaciones en el sistema económico.

miércoles, 22 de marzo de 2023

Candidata a millonaria

 

No soy tan poco convencional’, ‘No seas tan anticuada, ¿Qué es una convención?, una reunión de vendedores’. Es el diálogo que mantienen en una secuencia de Candidata a millonaria (Hands across the table, 1935), de Mitchell Leisen, Regi (Carole Lombard) y Drew III (Fred McMurray), tras que él le haya propuesto que le acepte como compañero provisional de piso durante unos días. La ironía es que Drew era un objetivo como posible consorte, ya que pensaba que era millonario, pero tiene incluso menos dinero que ella, ya que Regi al menos tiene trabajo como manicura. Ironía también la hay en el título de la película (con guiOn de Norman Krasna, Vincent Lawrence y Herbert Fields, según un argumento de Viña Delmar), en ese detalle de las manos sobre la mesa (hands across the table), equivalente al zapato que tiene que ajustarse al pie de la chica que ha gustado al príncipe en Cenicienta. Aquí, la cenicienta es Regi, una manicura harta de las apreturas de su vida, como la presentan en la magnífica secuencia inicial, saliendo a trompicones de un atestado vagón de metro.

Signo de los tiempos ( estamos en los años posteriores a la depresión del 29), como en las posteriores comedias de Leisen que se constituyen en variantes del cuento de Cenicienta, Una chica afortunada (1937), o de modo más manifiesto en Medianoche (1939), pero también incluso, ya de modo más siniestro o amargo, en Recuerdo en la noche, destaca la configuración de los personajes femeninos como mujeres condicionadas por una posición social o laboral precaria, enfrentadas a la posibilidad del acceso al otro extremo de los privilegios económicos. La boda con un hombre rico, un millonario, se presenta como la solución a sus penalidades o carencias, ya que se veían relegadas a trabajos de bajo rango, si es que lo tenían. No sólo era buscar la estabilidad a través del casamiento como fin de trayecto: el sueño del millonario/príncipe era el premio de lotería, la supresión de cualquier preocupación de apreturas materiales (para no verte abocada a un trabajo que condena a una vida de apreturas y privaciones, como en una secuencia, evoca Regi con amargura, que fue la vida de su madre). Sino, si te resistías a ser parte de esa circulación económico laboral, como el personaje de Stanwyck en Recuerdo esa noche, te veías obligada a recurrir a la vía rápida, la del robo. Porque hay cenicientas a quienes sus madrastras impidieron la posibilidad de acceder a cualquier sueño (en el caso de Recuerdo esa noche, una madre: la secuencia del reencuentro de ambas es una de las más siniestras rodadas por Leisen). Pero las cenicientas también tienen espíritu de princesa que también aspira a elegir, además de ser elegida. Por lo tanto, las manos son como los pies que se contrastan en Cenicienta en busca del pie especial, es la mano de aquel que hará cumplir un sueño.

En su trabajo, conoce a un millOnario que además es un hombre encantador, respetuoso, solidario, Arlen (Ralph Bellamy), es decir, parece tener las virtudes del genuino caballero, pero está impedido en una silla de ruedas (es decir, no dispone de la movilidad de los pies, por lo tanto queda descartado como posible ceniciento/príncipe, por millonario que sea; con él no encajan los zapatos de los sueños). En los pasillos se topa con Drew III (Fred MacMurray). Si él primero transmite una mente asentada, adulta, a Drew se nos lo presenta como un niño, pegando saltos jugando a la rayuela. Ironía: cuando le haga la manicura casi le destroza todas las cutículas: el temblor ya anticipa la conmoción del sentimiento; aunque en principio le mirara con deferencia porque le consideraba infantil; cuando lo mira como millonario cambia la percepción sobre él; pero parece que los sentimientos entran en juego: de hecho, Arlen le preguntará si se siente atraída por él por ser millonario o por cómo es él. Pero durante la noche en la que comparten cena, baile y borrachera ella descubrirá que él está prometida. Si sus direcciones no se separan en ese momento es porque la borrachera de él es de tal calibre que ella lo acoge esa noche en su piso. Drew no sólo pasará de ser quien pudiera solucionarle la vida a Regi a compañero de piso, es decir, de precariedades, sino que incluso, en otro atinado ejemplo de mordaz contraste o reflejo, tiene la misma aspiración, el casamiento con una millonaria, para que le solucione la vida, y así evitar cualquier trabajo. Como Drew, también se había dejado engatusar por la venta de una convención, la de arreglarse la vida accediendo al escaparate de lujo de los privilegiados. Claro que los deseos y la realidad entran en colisión, sobre todo cuando interfiere el sentimiento, y pone en evidencia lo complicado que resulta que este se pueda engarzar con el sentido práctico. Si en principio se consideran cómplices en una misma búsqueda, el sentimiento que va surgiendo entre ambos va complicando y cuestionando sus prioridades y elecciones. Regi podría haberse enamorado de Arlen, millonario y caballero cortés, pero no, se enamora de quien es su reflejo en el espejo.

Leisen demuestra, de nuevo, su dominio de la transición de momentos cómicos a dramáticos con aguda desenvoltura. Hay brillantes momentos cómicos como la llamada que realiza Drew a la millonaria con la que está prometido, intentándola hacer creer que se encuentra en las lslas Bermudas y no todavía en Nueva York, llamada en la que Regi se hace pasar, con voz nasal, por la telefonista, interrumpiendo constantemente la conversación. Los dos intérpretes no pudieron evitar contener las carcajadas al finalizar la conversación, cayendo al suelo sin dejar de reír, lo que no constaba en el guiOn, pero Leisen decidió no sólo seguir rodando sino que lo incluyo en el montaje definitivo (como apuntó, difícil es filmar a un actor riendo con naturalidad). En las secuencias de la última noche que ambos comparten en el piso demuestra cómo sabe dar un volantazo a la narración para sumergirse en las sombras de los sentimientos, en las dudas y anhelos disimulados entre ambos, cada uno en su cama, o juntos, sin saber decidirse a dejarse llevar por los sentimientos, zarandeados por una marea confusa de sentimientos encontrados. Tanto les ha costado expresar lo que quieren o anhelan, ya que contradice lo que era su supuesto plan de vida, que el momento en que por fin se declaran Leisen lo filma, agudamente, fuera de campo. Como guinda irónica de esa indecisión que les ha indefinido, la narración concluye con un lanzamiento de moneda que definirá si van primero a comer, a casarse o él a buscar un empleo.

lunes, 20 de marzo de 2023

Side street

 

Side street (1950), de Anthony Mann es el relato de alguien que no es héroe ni canalla, sino tan débil como algunos de nosotros e inmaduro como muchos de nosotros, como indica la voz en off, que abre y cierra la narración. Es el relato sobre alguien que no quiere que su vida se convierta en un recorrido cuesta abajo en el que trabaja durante treinta años, para después retirarse con una pensión que corresponde a medio sueldo. Quiere que su vida sea una ascensión, quiere viajar a Italia, admirar obras de arte en museos y comprar un abrigo de visión a su esposa. Joe (Farley Granger) es una de esas figuras con las que nos cruzamos cada día, pero en las casi no nos fijamos, o sólo vemos el uniforme, sin quizá percatarnos de quien lo porta. Joe es simplemente un cartero, alguien que lleva mensajes, alguien en medio, alguien en ninguna parte, alguien a quien la vida amenaza con ser un permanente mensajero, sin que nada le llegue, u ocurra, y a ninguna parte llegue.

Su esposa, Ellen (Cathy O’Donnell), está a punto de dar a luz su primer hijo, lo que supondría ajustar aún más el nudo corredizo a una vida de economía estrangulada, como si le condenara a transitar su vida siempre por calles laterales (side streets), en las que los sueños siempre permanecen lejos de la vista. Joe expresa sus ansias, sus sueños, mientras contempla el socavón de unas obras en la calle, y no quiere que su vida acabe en uno (se lo expresa a otro uniformado, satisfecho en el cumplimiento de su vida resignada y predeterminada, un policía). Y cuando vislumbra, en el despacho de uno de los hombres a los que deja el correo, billetes que pueden ser la contraseña para evitar el socavón, no duda en hacerlo. Pero la suma que sustrae es mucho más elevada de lo que imaginaba (no los doscientos que había visto guardar sino treinta mil). No basta con sufrir remordimientos y querer enmendar lo que poco después (tras haber cogido la pequeña mano de su bebé) considerará un error como si nada hubiera ocurrido. Es dinero que procede de acciones delictivas, lo que le coloca en una situación aún más complicada, ya que es dinero que quieren recobrar. Unos quieren recuperar el dinero y otros intentarán realizar acciones rapaces de sustracción: de nuevo, Joe estará en medio, pero de una refriega que pondrá en peligro su vida.

Side street supone la segunda colaboración, como pareja protagonista, de Granger y O’Donnell, tras Los amantes de la noche (1949), en la que Granger también interpretaba a alguien abocado a la delincuencia, al robo. Aunque su talante más tenso, crispado, evoca más al de los implicados en crímenes violentos, al prontamente arrepentido que encarnó en La soga (1948), de Alfred Hitchcock, pero también al asesino de Nube de sangre (1950), de Mark Robson. El guión lo escribe Sidney Boehm, que participó en los de otros estimulantes noirs como Relato criminal (1949), de Joseph H Lewis, La calle del misterio (1950), de John Sturges, Union station (1950), de Rudolph Mate o, en especial, la magistral Los sobornados (1953), de Fritz Lang, como también en las espléndidas Sábado trágico (1955), de Richard Fleischer y Harry Black y el tigre (1956), de Hugo Fregonese. Si junto a John Ford, en el western no hay cineasta como Anthony Mann que haya realizado un mayor número de obras excelentes (al menos, siete), en el film noir, tras Fritz Lang, no hay otro como Anthony Mann, y basta nombrar, para corroborarlo, Desesperado (1947), El último disparo (1947) Brigada suicida (1947), Justa venganza (1948), Orden: Caza sin cuartel (1948), codirigida por Alfred Werker, o Incidente en le frontera (1949), sin dejar de lado su aproximación noir a la revolución francesa, Reinado del terror (1949).

Side street combina como Orden: caza sin cuartel, dos líneas narrativas, característica de la variante procedural, la superficie, la investigación que realizan los policías, comandados por Anderson (Paul Kelly), y el trayecto dramático, abisal, del criminal o delincuente. Aunque en este caso aún cobra más presencia escénica la segunda línea, y hay una armonía estilística que cohesiona ambas partes (en Orden: caza sin cuartel, el tratamiento de la parte concerniente al criminal, era más remarcadamente tenebrista). Predomina un aire de inmediatez, de realismo a ras de suelo, ese que busca el pálpito cotidiano, como si buscara reflejar el látido de una ciudad, de una sociedad, a través de alguien cualquiera que pudiera ser (casi) todos, como un cruce entre las cámaras, en una retransmisión televisiva, que personalizan una figura en la multitud de la que es representativa, como el oficinista de Y el mundo marcha (1928), de King Vidor y la secretaria de Psicosis (1960), de Alfred Hithcock. La misma introducción está guiada por la voz en off de Anderson, que en el inicio detalla cuántos mueren, nacen y se casan al año, y cuántos miran los escaparates como la pantalla de la ilusión en la que quisieran convertir su vida. Nos presenta a la ciudad en la que Joe es uno más, otro hombre anónimo con sus rutinas y aspiraciones. Hasta que se convierte en una anomalía en el tráfico de la rutina, por realizar una infracción en su código, un socavón en su engranaje. Por querer forzar el escaparate para que sustituya a su realidad.
La narrativa es admirable, como si retorcieran el pescuezo desde su arranque, y no te lo soltaran en ningún momento, sin perder resuello y sin soltar el pie del acelerador. De hecho, culmina con una imponente persecución automovilística. Las calles desiertas en una mañana dominical acentúan la abstracción del proceso, como si Joe se enfrentara a sus propios fantasmas, a los que le han perseguido, por partida doble, pero que representan a los que le han perseguido, en colisión, en su propio interior. Hay un admirable uso de los encuadres con gran angular, dando en ocasiones, sin recargar ni enfatizar, realce a los techados (pocos cineastas con el sentido de la composición de Mann: el uso de objetos y luz: la lámpara caída en la habitación en la que Joe encuentra un cadáver; vidrieras o barrotes interpuestos; los espejos, como celdas de los reflejos de los que no se puede escapar), que acrecientan la opresión, la asfixia que va apoderándose de Joe, quien se siente como un ratón en un laberinto, intentando evitar en pocas horas que la trampa no se cierre irreversiblemente sobre él. Y corre, corre, en una carrera que no es de ascenso, pero tampoco puede ser de fuga. Lo que parecía ser un atajo amenaza con tornarse en callejón sin salida, mientras en el trayecto, en el laberinto que siente extraviarse, solo anhela regresar al abrazo de aquella a quien ama.