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lunes, 30 de enero de 2023

No hay tiempo para amar

 

En No hay tiempo para amar (No time for love, 1943), de Mitchell Leisen, para la que Claude Binyon desarrolla el argumento de Robert Lees y Frederic I. Rinaldo, los estereotipos sobre lo masculino y lo femenino, y las contradicciones resultantes cuando imagen y sentimiento entran en colisión, son los que son objeto de otra irónica y aguda reflexión en el cine de Leisen. Katherine (Claudette Colbert) es una fotógrafa de reconocida valía en el medio (Inspirada en Margaret Bourke-White, célebre por sus estilizadas fotografías sobre ambientes industriales), la cual, es criticada, en las primeras secuencias, por su redactor jefe, ya que en su serie de fotografías de las bambalinas de una representación de danza solo ha fotografiado los espacios, sin presencia alguna de cuerpos. Se lo plantea al editor, Henry (Paul McGrath), que es también novio de Katharine. Henry apoya a Katharine, no solo por el vínculo afectivo sino por el reconocimiento de su trabajo, pero el redactor jefe decide asignar otro encargo para el que remarca que no se centre en los espacios, de los subterráneos donde estan excavando un tunel bajo el río en Nueva York, sino en los cuerpos, los hombres. Con lo que primero se confrontará es con la reticencia de unos hombres a los que domina la superstición de que la presencia de una mujer atrae la mala suerte. Su presencia, de hecho, ofusca a algunos de los hombres que realizan acciones atolondradas que provocan un accidente que está a punto de acabar con la vida de Ryan (Fred MacMurray), en quien Katharine se había fijado, pidiéndole que pose para él, y al que de hecho salvará la vida. Esta circunstancia será la que determine que, poco después, al ser trasladado para ser atendido, se pelee con tres compañeros, a los que noquea sucesivamente. No por decisión de Katharine, sino del redactor jefe, al publicarse una foto de Ryan en la que le retrata peleándose, Ryan será despedido, por lo que ella, como compensación, le ofrece un empleo como ayudante en su estudio de fotografía. El choque en principio es manifiesto. Ambos parten de preconcepciones. Ella le considera un auténtico primate, un bruto sin sensibilidad ni maneras, un macho en grado de cero. Y él la considera una petulante esnob, como a sus amigos (a alguno de los cuales también noqueará, como posteriormente a un modelo de culturismo). Las contradicciones les dominan, fluctuando ambos entre la atracción y el rechazo, los intentos de acercamientos y los recelos, rechazos o abandonos.

Pese a lo que Katharine piensa de él, tiene, paradójicamente, unos sueños eróticos en el que le representa cual supermán, apodo que le endosaron en los subterráneos (curiosamente, McMurray había sido inspiración para la imagen del Capitán Marvel en 1939)). Y él no podrá evitar sentirse atraído, aunque ella le haga saber que más le atrae una silla (que él romperá al sentarse sobre ella), y evidenciará sus celos al sabotear la sesión con el culturista. De nuevo, los estereotipos, las imágenes hechas, y las proyecciones se verán en cuestión. Las cosas no son lo que parecen, y menos lo que proyectamos, en esa maraña de presunciones de lo que es una mujer o un hombre. Ni él es tan primate ni ella es tan pretenciosa, ya que, como ella descubrirá más adelante, él no es solo un obrero, ya que es ingeniero que, precisamente, trabajaba como obrero para conocer mejor, de primera mano, el trabajo. Es quien propondrá un modo de perforación que pueda agilizar el proceso de trabajo. La rudeza de Ryan también estaba motivada por su recelo con la actitud de Katharine, por lo que presuponía sobre ella. Los recelos generan reacciones susceptibles. Ambos se enzarzan en un pulso contaminado por las presunciones, o insuficiente y parcial percepción, que tanto él como ella se hacen sobre el otro.

Al modificar su percepción sobre Ryan, y sentirse en parte responsable de que la primera prueba no saliera positivamente por su interferencia, Katharine, literalmente, en una estupenda secuencia, se sumergirá en el barro de la mina para conseguir las pruebas (patentes en las fotos de su cámara, que quedó enterrada en el barro) que posibiliten que el proyecto de Ryan logre el apoyo de los empresarios (y no sé si hace falta explicitar la sutil ironía contenida en el uso metafórico de la perforación). Las sillas, por otra parte, proporcionan más juego. En cierta secuencia, Katharine propone, en una cena, que Ryan y sus amigos participen en el juego de las sillas, que ellos desconocen, por lo que, para conseguir cada silla, se dedican a pelearse en vez de meramente sentarse. En las secuencias finales resulta impagable esa imagen de Ryan portando en una mano una silla (o sea lo que representa él) y en otra al novio editor, cual si fuera una balanza ante la que ella debe elegir. Ambos dejarán de lado sus orgullos y presunciones para materializar una relación sentimental de nuevo asentada en una igualdad que rasga ese escenario de proyecciones de atrofiadas imágenes masculinas y femeninas que incentivan el pulso de poderes y egos. No hay mejor que la desnudez del sentimiento forjado en la complicidad.

viernes, 27 de enero de 2023

Grupo salvaje

 

Que alguien considerado como el cineasta de la violencia, como es el caso de Sam Peckinpah, sea uno de los cineastas más desgarradoramente líricos que ha dado el cine puede parecer una paradoja, o quizás lo sea. O quizás más bien cómo a veces el lugar común, la mirada superficial prevalece. Peckinpah es el cineasta de la emoción convulsa, convirtiendo el celuloide en latido de emoción desnuda. Es uno de esos raros cineastas con estilo distintivo. Y Grupo salvaje (1969) es un hito, que marca un antes y un después en el cine. No sólo en el western. Cierto, ya cineastas como Vsevolod Pudovkin habían demostrado en la era muda, con portentos como La madre (1926), lo que se puede llegar a realizar con el montaje analítico, fragmentado. Y dos años antes, Arthur Penn había demostrado en Bonnie y Clyde, lo que se puede conseguir expresivamente con el ralentí, en concreto en la secuencia en la que ambos protagonistas son acribillados; de hecho, un uso del ralentí que había sido negado a Peckinpah en Mayor Dundee (1965), cuyo montaje, por otra parte, no pudo controlar (y sufrió importantes alteraciones, añadidos o supresiones). Pero con Grupo salvaje dispuso de carta blanca, y fue más allá en el uso del montaje, y desde entonces nadie ha vuelto a cruzar tales umbrales en su uso expresivo. Su significancia es equiparable a la de Alain Resnais, en otros territorios expresivos, desde Hiroshima mon amour (1959). La escena inicial, en un primer montaje, duraba veintiún minutos, y logró ser reducida a cinco, y su singular modulación entrecortada, combinando múltiples acciones, perspectivas, velocidades y ángulos, marcó lo que sería el montaje del resto de la narración, y marcó un antes y un después en la evolución del uso del montaje en la Historia del cine. Tanto la violenta secuencia inicial del atraco como el tiroteo final de la escena climática, de duración parecida, como círculo que es a la vez transformación, pese al tiempo transcurrido, aún no disponen de parangón, por mucho que hayan querido ser emuladas. Sus coreografías de montaje son gritos, que parecen hacer encarnadura de la emoción agitándose en su desnudez a la que aludía Artaud, son grito que revela el absurdo y despropósito de la violencia y la crueldad, así como encarna la indignación moral, desde las entrañas, con respecto al abuso de poder. O ¿Dónde está Mapache?.


Peckinpah monta, modula, emociones, como ese flashback, que orquesta a dos bandas, a través de encadenados, la huella dolorosa de un pasado compartido, desde la perspectiva, de las dos figuras implicadas, Pike (William Holden) y Thornton (Robert Ryan), o cómo el pasado aún pesa entre ambos. O cómo modula internamente, como hilo subterráneo, una secuencia que combina varias acciones, o perspectivas: cómo combina, en el poblado mejicano, la conversación de Pike con el anciano, o los coqueteos de los hermanos Torch con dos chicas, con la emoción desolada de Ángel (Jaime Sanchez) porque la mujer que amaba se ha marchado con aquellos que sojuzgan a su pueblo, culminando con ese grito desesperado, en plano general, de ¿Dónde está Mapache?. O cómo modula la secuencia del asalto al tren, acompasada al ritmo del sonido de la locomotora. Pura coreografía de acciones, miradas y movimientos. Y, en particular, la portentosa secuencia previa al enfrentamiento final de los cuatro hombres contra los 200 federales, orquestada a través de miradas, entre Pike y los hermanos Torch, Lyle (Warren Oates) y Tector (Ben Johnson), y luego con Dutch (Ernest Borgnine),que esperaba fuera. La secuencia se vertebra a través de la mirada de Pike, de su proceso interior, contemplando a las prostitutas, su intemperie emocional, cómo toma consciencia de que deben ir en busca de su amigo, Ángel, al que han visto torturado por Mapache y sus huestes. No hay conveniencia que valga (ya que disponen del dinero para irse tranquilamente), sino el acto justo, la fidelidad al amigo, a la integridad, el apoyo al desamparado. A través de las miradas los dos hermanos comprenden qué les plantea Pike, y lo mismo Lyle cuando salgan. Otros cineastas como Hitchcock o Bergman sacaron un uso expresivo del primer plano de modo incomparable, explorando la mirada, los abismos del rostro humano, como si rasgaran su piel. Peckinpah hizo música de emoción de los primeros planos, de su montaje o interacción, en ese entre las miradas.

Grupo salvaje es un canto exultante y, a la vez, una ceremonia de espectros. Unos hombres que luchan por sobrevivir que afrontan que el compromiso ético debe prevalecer, aunque en ello pierdan su vida. En la secuencia inicial, los títulos de crédito, cual grabados de un tiempo ya pretérito, como lo son estos personajes, termina con el primer plano de Pike diciendo Si se mueven, matadlos. En la secuencia final, después de matar a Mapache, y antes de que empiece el tiroteo, la sonrisa en la mirada de Pike es la asunción de que van a morir pero antes se llevaran por delante a los que han hecho del abuso del poder su actitud de vida, y dispara primero a quien suministra las armas a Mapache y sus huestes, con los que también equipara a los del ferrocarril, ante los que ha tenido que plegarse Thornton, aceptando perseguir a quien fue su amigo. Saben que se han movido para ser matados (en vez de desentenderse, y desaparecer de escena, con el dinero cobrado), pero morirán por lo que consideran justo. Las bellísimas imágenes finales, tras la matanza, con Thornton sentado apoyado en el muro, en un paisaje polvoriento, son el emblema de un cansancio vital, de quien ya se siente al margen, a la vez que la declaración de que seguirá el combate, como refrenda su mirada cuando aparece el único superviviente del grupo, Sykes (Edmond O'Brien), con los mejicanos rebeldes. Pocas películas como este prodigio de infinita complejidad y emoción exuberante, belleza convulsa, han reflejado esa lucha contra los abusos del poder, contra la crueldad humana, reflejada ya en las imágenes iniciales de los niños quemando unos escorpiones ( la violencia con la que se destruye el ser humano; de hecho, quien rematará a Pike, en la secuencia climática, será un niño que admira a Mapache). Pero quedará el recuerdo, como en las evocadoras imágenes finales del grupo abandonando el pueblo, de seres de otro tiempo que sigan con la lucha del compromiso ético, de la indignación que aún sangra por los desafueros de la crueldad humana.

Grupo salvaje es una obra de complejas y múltiples resonancias, tanto como alegoría misma de su tiempo, de la guerra de Vietnam, como desgarradura que pone en evidencia los sacrificios que comporta el disidente compromiso ético, o canto vital de un ocaso (la hermosa secuencia en la que los hermanos Torch se ríen cuando Pike se cae del caballo, al fallar el ajuste de la silla, y luego observan admirados cómo Pike, que tiene la cicatriz de un disparo pretérito en una pierna, vuelve a subir esforzadamente al caballo y se aleja lentamente, como si cargara con el peso de unas experiencias vitales de heridas y errores). Se percibe, por añadidura, toda la rabia que persistía en Peckinpah tras sus enfrentamientos pretéritos con los productores (las alteraciones de Mayor Dundee, el despido de El rey del juego, por querer rodarla en blanco y negro), que parecían poner en peligro su continuidad en el cine. La buena recepción de su producción televisiva Noon wine  (1966), adaptación de una novela de Katharine Anne Porter, con Jason Robards y Olivia de Havilland, propició que Phil Feldman, para la Warner bros, le propusiera rodar un guion, de Walon Green y Roy Sockner, que había sido comprado en 1965. Peckinpah lo reescribiría en 1967. Contrató a Lou Lombardo, el montador de Noon wine, quien le mostró imágenes de un episodio de la serie televisiva Felony squad (1967), en la que, en escenas de violencia, se combinan planos con velocidad real y otros en ralentí. Y Peckinpah decidió que fuera uno de los atributos que caracterizaran al montaje de Grupo salvaje. La exultante música de Jerry Fielding, que compondría la primera de sus cinco colaboraciones con Peckinpah, se conjuga admirablemente con la dinámica narrativa. En 1995 se repondría con el montaje inicial, con los diez minutos que habían sido cortados para que su duración posibilitara más pases diarios.

miércoles, 25 de enero de 2023

Vera Cruz

 

La desapegada causticidad, no exenta de insurgente vitalidad, de Vera Cruz (1954), de Robert Aldrich, causó impacto en su momento. Su aparente amoralidad desconcertaba a la par que fascinaba, como si el paisaje del género mostrara de modo más evidente sus claroscuros, pero sin desterrar el arrollador dinamismo de la aventura. Esto se debe, en primera instancia, al dibujo de su dueto protagonista, Trane (Gary Cooper) y Erin (Burt Lancaster), que pueden representar la desilusión y la falta de escrúpulos. Es una singular alianza la que se establece entre dos hombres que han cruzado la frontera, hacia Méjico, tras acabar la guerra civil, en busca de fortuna (lo que implícitamente indica en qué estado precario ha quedado el país). Significativamente, el primero (un hombre derrotado, oficial sudista que reconoce que su error fue librar su última batalla en sus propiedades) viene solo, y al segundo se rodea de una patulea de brutos depredadores o aves rapaces (a excepción, también, significativamente, de un soldado negro que porta el uniforme del norte) de la que es el líder. En el dibujo de Trane, aunque Cooper se esforzara en suavizar aristas, radica la elusión de un posible maniqueismo de base. No es que carezca de integridad, pero su motivación, como para el resto, es la de conseguir dinero, y por ello tampoco pone impedimentos en ponerse al servicio de los poderosos, el ejercito del emperador Maximiliano, al aceptar escoltar, junto a Erin y sus secuaces, un carruaje que porta oro (para conseguir armas de los franceses), en vez de apoyar a los desfavorecidos, lo que implicaría unirse a los insurgentes juaristas. Trane es también un mercenario, cuyo rival, u obstáculo principal, no solo será el contingente juarista, sino el resto de supuestos aliados, sea Erin y sus secuaces, la condesa Duvarre (Denise Darcel) o los militares, todos los cuales compiten en una partida solapada e inclemente para ver quién se queda con el oro.

Verá Cruz marcó un antes y un después en el género, por esa caracterización de personajes, la preponderancia de los detalles sórdidos o turbios, y un montaje más fragmentado, con una menor duración de los planos de lo que solía ser habitual. Se puede considerar a Vera Cruz como un influyente antecedente de excelentes obras como Los siete magníficos (1960), de John Sturges, Los profesionales (1966), de Richard Brooks o Grupo salvaje (1969), de Sam Peckinpah, en las cuales intervendrían algunos de los actores que interpretan a los secuaces de Erin, caso de Ernest Borgnine o Charles Bronson, quien, como Jack Elam, también colaboraría con Sergio Leone, en cuyo tratamiento ambiental, o de caracterización, también se puede advertir la influencia de Vera Cruz. También en la alianza transitoria entre Erin y Trane se puede ver una variación de la que establecían de modo provisional los personajes de James Stewart y Arthur Kennedy en Horizontes lejanos (1952), de Anthony Mann (con guión de Borden Chase, en uno de cuyos breves relatos está inspirada Vera cruz). No es díficil intuir que no es un afecto lo que se ha establecido entre ambos, sino que la admiración de Erin por Trane, unida a la conveniencia que ve en su alianza, alienta un pacto que en cualquier momento tendrá fin. Ya están esplendidamente definidos en su presentación. Trane le pide que le venda un caballo, ya que el suyo se ha roto una pata, y Erin, con una sonrisa de hiena, acercándose al mejor de sus caballos le dice que adivine cuál le vende (y a un precio desorbitado). Cuando Trane mata al a caballo para evitarle sufrimiento, Erin desenfunda al mismo tiempo, sorprendido de su gesto (en alguien que siempre va a ver al otro como una amenaza)

Particularmente espléndida es la secuencia en el palacio de Maximiliano (George Mcready), con pruebas de puntería entre Trane, Erin y Maximiliano, y con vivaces golpes de humor, como la observación del envarado capitán Danette (Henry Brandon), al verle beber vino a Erin, que señala que tenga cuidado porque le puede caer algo en la boca. Y la posterior anécdota que cuenta Trane sobre un soldadito de plomo que perdió de niño, y que ahora ha encontrado (en alusión a Danette). En suma, puro vitalismo condimentado con cáusticas especias. Burt Lancaster y su socio Harold Hecht habían ya anunciado antes de rodar Apache (1953), que Vera Cruz, para la que Roland Kibbee y James R Webb adaptarían un relato de Borden Chase, sería su siguiente proyecto. Al finalizar el rodaje informaría de que Aldrich sería el director. La United Artists, satisfecha con el éxito económico de Apache convirtió el acuerdo previo de la producción de dos películas más en un contrato de dos años que implicaba siete producciones. Antes de a Gary Cooper su personaje sería ofrecido a Clark Gable quien lo rechazó porque temía quedar oscurecido por Burt Lancaster. Vera Cruz sería la primera producción que se rodaría en localizaciones mejicanas. Pero las autoridades mejicanas no quedarían muy contentas con la descripción de su país, por lo que las posteriores producciones que se rodaran en Méjico debían ser supervisadas por censores. En 1963, Aldrich comentó que trabajaba en una secuela, There really was a gold mine, pero nunca fue realizada.

viernes, 20 de enero de 2023

Sé a dónde voy

 

Puedes saber a dónde vas, pero no sabes qué puede deparar el trayecto, con qué otros transeúntes te puedes encontrar, o qué imprevistos pueden acontecer, qué puede modificar la dirección de tus elecciones y propósitos. También puedes llegar a comprender que lo que considerabas tu centro gravitatorio era más bien el vórtice de un remolino. Sé a dónde voy (I know where I'm going!, 1945), de Michael Powell y Emric Pressburger, cuyo título ya delata, en su mismo título, en el declarativo signo de admiración que expresa una afirmación sin temblores de duda, la jubilosa ironía de esta fábula romántica que transita los senderos de la comedia excéntrica, y que transcurre en las escocesas islas de las Hébridas (islas, fragmentos, emociones que buscan la sinapsis de la conexión): no hay que empecinarse en urdir predeterminados planes sino estar abierto a lo imprevisible. No sabes las mareas de la vida hacia dónde te pueden dirigir por muy férreamente que creas dominar el timón. Es a lo que se enfrentará Joan (Wendy Hiller, en un papel ofrecido primero a Deborah Kerr, que no pudo aceptar por su contrato con la MGM, quien, por otra parte, había conseguido el papel en Vida y muerte del Coronel Blimp, 1943, porque Hiller lo rechazó debido a su embarazo), cuando se traslada a la isla de Mull con idea de acceder a la isla de Kiloran (basada en la de Colonsay, en la que hay una bahía con ese nombre), donde vive el hombre con el que quiere casarse, Sir Robert Bellinger, un rico empresario. Joan nos es definida con ingeniosa brillantez, entre los títulos de crédito, en breves planos o viñetas, desde que era bebé, y sabía que siempre iría con determinación hacia delante (un delante que parece también implicar hacia arriba), hasta sus 18, en los que queda claro que es mujer de férrea voluntad que no se pliega a la de los demás y que aprovecha cualquier circunstancia que le favorezca. Ahora en el presente de la acción dramática, ya con 25, tiene claro su objetivo, o cuál es el mapa de su vida (cuyo emblema o centro gravitatorio es ese vestido de novia, sobre el que, en el tren, mientras duerme, se superponen sus fantasías, sus imágenes de deseo; está claro que para ella la realidad tiene que plegarse a sus deseos).

La tierra a la que llega parece un mundo aparte (impresión apuntalada por la cerrada niebla), con leyendas de remolinos que pretendientes del pasado tuvieron que resistir con tres tipos de cuerda durante varios días para que su barco no fuera absorbido por su vórtice, o castillos en ruinas con maldiciones que caerían sobre sus descendientes si estos cruzaran su umbral. Como, al fin y al cabo, un umbral es el mar que hay que cruzar de una isla a otra, ese que empecinadamente desea atravesar Joan aunque las condiciones meteorológicas no sean las adecuadas. Pero su deseo se superpone sobre los cabales consejos de los lugareños, o el capricho sobre el discernimiento, por lo que la voluntad prefiere ignorar las circunstancias. Joan se confronta con la demora o suspensión de la materialización de su deseo cuando se encuentra al llegar con el impedimento de una amenaza de galerna que determina que aplace su deseo, permaneciendo en la otra isla (de espera). Irónicamente cuando invoca que se cumpla su deseo, según indica una leyenda, mirando las losetas de su techo, la tormenta arrecia. Se encuentra, por tanto, con que el recorrido predeterminado (con etapas y duración precisa de llegada a cada una de ellas marcadas en su mapa) se trunca. Y queda atascada en un pueblo cuya única cabina de teléfono, paradojas, está junto a una cascada (para perturbación de los que intentan realizar llamadas; irónico detalle en una narración sostenida sobre ciertos disturbios de la comunicación amorosa, como es el caso de Joan). Se encuentra, sin saberlo, en un laberinto que parece desvío pero no es sino encuentro consigo misma.

Su principal compañía (galante) durante estos días de espera es la de Torquil (Roger Livesey, en un papel que rechazó James Mason porque no quería desplazarse a las localizaciones, aunque Livesey tampoco pudiera por compromisos teatrales), descendiente de los señores de la isla de Kirloran, que está de permiso del frente bélico por ocho días. Precisamente Torquil alquiló su isla al empresario con el que quiere casarse Joan (como si fueran capas; la capa superficial de la aspiración a la posición, y la capa profunda de la real conexión). Entre ambos surgirá una atracción, con la que Joan luchará ya que altera sus planes predeterminados. Su decisión de alquilar un bote y cruzar el trecho de mar hacia la isla de Killoran. pese a la borrasca inminente, refleja ya no tanto lo que desea alcanzar sino de qué o quién huye. Un cuerpo presente se ha convertido en interferencia y perturbación de su deseo de un distante cuerpo, en la narración ausente, que refleja su condición sobre todo de abstracción (símbolo). Pero no es esa interferencia la niebla cerrada sino su obcecado propósito en el que no importa tanto el sujeto que es objeto de deseo sino la satisfacción de una (pre)determinación. Durante esos días de espera, que son encuentro consigo misma, se encuentra rodeada de personajes tan singulares que nos certifican, efectivamente, que nos encontramos en el terreno de la fábula: el experto en cetrería que busca el águila que amaestró, un águila que se encuentra en peligro de ser abatida porque se piensa que es la responsable de matar a las ovejas de la zona (error de apreciación, ya que es realmente un zorro, como el que afecta en su nublado discernimiento a Joan cuando se empecina en seguir la dirección de otro hombre huyendo del que realmente ama) o Catriona (Pamela Brown), la mujer, amiga de Torquil, que vive con una prole de perros. Pero no sólo Joan se confronta con los remolinos de lo que consideraba su centro gravitatorio (y cuya catarsis se materializará precisamente sorteando el peligro de ser absorbidos por el vórtice del remolino Corryvreckan). También Torquil se enfrenta a los fantasmas de un miedo atávico, familiar, y se atreve a desafiar la maldición cruzando el umbral del castillo. Una y otro cruzan umbrales, que apuestan por lo imprevisible y la espontaneidad, tras cuya superación encuentran el cabo que les une ya desprendidos del lastre de las obcecaciones y los miedos.

miércoles, 18 de enero de 2023

Un lugar en la cumbre

 

Un lugar en la cumbre (A room at the top, 1959), inspirada opera prima de Jack Clayton, adaptación de la espléndida novela de John Brayne, es el relato de una desaparición, de una derrota. Comienza con la llegada, en tren, de Joe (Laurence Harvey) a la tierra de la realización de los sueños, Warnley, ese mundo que miraba desde la distancia, o desde abajo, desde su población, Dafton. Finaliza con su alejamiento, de sí mismo, ya cautivo de aquello a lo que aspiraba, alcanzar un lugar en la cumbre, gracias a la boda que acaba de realizar con la hija del hombre más pudiente de Warnley, con quien se aleja en coche. Pero sus lágrimas revelan que se ha perdido ya a sí mismo en el trayecto. Quisiera retroceder, pero no sabe ya cómo. Mirar hacia atrás es mirar hacia las huellas de sus errores, al reguero de sangre de lo que ha atropellado. Un lugar en la cumbre no es el relato de un arribista. O sí pero no. Joe es alguien escindido, o vacilante, del mismo modo que oscila entre dos mujeres. Una, Susan (Heather Sears), representa la aspiración del logro material, esa realidad soñada que contemplaba desde las penurias que habitaba, realidad de ruinas, tanto la de las bombas de la guerra recién finalizada dos años atrás, como la de la pobreza. Susan representa lo que quisiera ser porque no quiere verse relegado a su condición, a un determinismo que es una imposición, cada uno en su lugar, de acuerdo a su clase, sin pretensiones de querer romper el cerco y aspirar a una posición no permitida (y que los que detentan una posición de privilegio no dejan de remarcar). Joe quiere liberarse de su pasado, de su estigma, y conformar su futuro como si ese pasado no hubiera existido. Susan es un cuerpo pero ante todo es un símbolo, es una figura en la distancia, un objetivo, una representación. Cuando visita su pueblo, su tía remarca que cuando le pregunta por la chica que le gusta, Joe sólo habla de su padre y del dinero que tiene.

Alice, en cambio, representa lo que es, representa lo que podría ser, no por posición sino por carácter. Alice es cuerpo, con Alice él es, no finge, no se esfuerza. Con Alice no hay simulaciones, no hay representaciones, son cuerpos desnudos, emociones expuestas, silencios cómplices. Aunque, en alguna ocasión, la juventud arrase con su intemperancia, con su aún ofuscada indefinición, como cuando no asume, precisamente, que Alice posara desnuda para un pintor en el pasado. Joe, que si por algo se define es por su susceptibilidad que pronto torna en ira, se deja llevar por la bestia que prioriza el valor de imagen como cree ver un reflejo de lo que no le gusta de él, o de lo que no logra encajar que hay que realizar para alcanzar las cumbres, lo que se desea, es decir, venderse. No asume, en principio, que aquella relación con el pintor pudiera no ser un intercambio de intereses. No puede entender que en una mirada sólo pudiera haber admiración, la de un artista, como se supone que hay en él cuando admira su desnudez. Joe, oscila, confuso, entre reflejos, que no dejan de estar cerca del lodo, y reincide en el cortejo de Susan, como un escenario que debe dominar (aunque tras lograr que ella ceda, y permita la relación sexual, él evidenciará, de modo manifiesto, su decepción, y decida retornar a Alice). De hecho, a ambas mujeres las ve por primera vez sobre un escenario, juntas, cuando actúan en una representación teatral, en una compañía de aficionados de la que formará parte. Como Joe se ha integrado en el escenario de la empresa, en el que también actúa, ya que cada uno se ajusta a su posición.


Joe también se enfrentará a otro escenario, el del matrimonio de Alice, una pantalla de conveniencias por la que el marido negará la posibilidad de una realización, negando la posibilidad del divorcio, porque prefiere el orgullo de la imagen. Del mismo modo que el padre de Susan también la negará, en principio, de acuerdo a su no idónea condición de vasallo, hasta que Joe salta la verja, o sea, deje embarazada a Susan. Uno le impide la materialización de lo que desea, y él otro le propone un acuerdo, el matrimonio por un cargo directivo, que sí le posibilita la consecución la posición privilegiada. Escenarios, pantallas, proyecciones, vacilaciones. Ser apariencia o exponerse. La pantalla tiembla porque no sabe dónde enfocar. Joe logra hacer el amor con Susan, pero su expresión delata la sensación de un vacío. Los cuerpos no son símbolos. Los cuerpos se alejan de la cámara, desaparecen del encuadre, mientras se escucha a Susan preguntar una y otra vez si la ve distinta, sin que ella advierta en la expresión de Joe cómo algo ha cambiado radicalmente en él. En la siguiente secuencia Joe se abalanza sobre un teléfono público, para llamar a Alice. Sentir su cuerpo, es sentirse, porque sino desaparece. Y así será en el plano final, cuando el coche en el que él y Susan marchan tras casarse, se aleje en la distancia. Como ha desaparecido, irrevocablemente, por un accidente de coche, el cuerpo de Alice. Como ha desaparecido él en los reflejos, como en un charco había arrojado una colilla que difumina su imagen tras que comprenda que el padre de Susan ha movido los hilos para que le ofrezcan un empleo en una empresa de Dufton para alejarle de su hija, o como en la orilla del río yace tras ser golpeado por quienes ya le ven como representación de los privilegiados. En la boda, cuando él dice sí al matrimonio, la cámara encuadra su nuca. Joe ya no está presente. Las lágrimas de Joe son las lágrimas de quien sabe que también se ha matado a sí mismo.